domingo, 28 de abril de 2013

Malas y buenas novelas



Mario Szichman
Para Erna Pfeiffer

     ¿Es la escritura de malas novelas un arte o un oficio? Me inclino por el oficio. Pues si se trata de un arte, debe ser producto de la inspiración. Pero ¿qué sentido tiene inspirarse para escribir una mala novela? En cambio, si es una manera de ganarse la vida, es posible que algunas instituciones académicas enseñen a escribir malas novelas y cuenten con  planes de estudio, profesores, y asignaciones de tareas, aunque no se anuncien específicamente como academias. Pero, de que existen, existen. Pues los resultados están a la vista. Basta observar los estantes de cualquier librería, o las hileras de novelas en cualquier biblioteca de mediano tamaño para advertir la proliferación de textos ominosos. Y en ese mundo paralelo poblado por recusados émulos de un Cervantes o de un Proust estoy seguro que figura el Don Quijote de las ficciones repudiables, y el retrato en negativo de A la búsqueda del tiempo perdido. Es solamente cuestión de indagar.
     Por supuesto, nadie busca inspirarse para escribir malas novelas o invierte parte de sus ahorros para que lo adiestren en el ejercicio de lo deplorable. Estoy convencido que esos prosistas empezaron transitando por la buena senda y en el camino comenzaron a frecuentar malas compañías, hasta que concluyeron redactando malas novelas. Pues nadie es el mal puro. Antes de sus campañas de exterminio, Hitler fue un buen hijo. Amaba a su madre con una devoción que se acercaba al incesto.
¿Es posible saber cuándo una novela es mala?
     Y eso nos conduce al núcleo del dilema. ¿Qué es específicamente una mala novela? ¿En qué se distingue una mala novela de una novela buena? ¿Existe una categoría llamada “novela buena” y otra clasificada como “novela mala”? Diariamente, a nivel mundial, se publican decenas de novelas. Y la gran mayoría, de acuerdo a los expertos de la industria, suelen ser novelas malas. Malísimas novelas se convierten en formidables best-sellers, como El código Da Vinci, en tanto maravillosas novelas pasan de inmediato a dormir el sueño de los justos. Stendhal vendió exactamente 57 ejemplares de Rojo y Negro. Por supuesto, luego las ventas empezaron a subir, pero varias décadas  después de su fallecimiento.
     Eso indicaría que un buen rasero para evaluar si una novela es mala consiste en aguardar el paso del tiempo. Paul Collins dice en su libro Banvard´s Folly (Editorial Picador, Nueva York, 2001) que más del noventa por ciento de la producción intelectual y artística de un ciclo histórico termina en el tacho de la basura. Poemas, novelas, cuadros, que eran considerados en una época obras de genios, han desaparecido completamente del inventario de la humanidad.
     Si no fuese por Collins, nadie hubiera rescatado del olvido a personas injustamente célebres durante su vida, y cuyos méritos eran tan absurdos como sus aparentes logros. Ahí está el caso de Martin Tupper, que a mediados del siglo XIX compartía el Parnaso con Nataniel Hawthorne, Alfred Tennyson y Harry Longfellow. No sólo eso: Tupper fue uno de los duendes inspiradores de Walt Whitman. El gran poeta norteamericano dijo en una ocasión que de no ser por Proverbial Philosophy, el libro más famoso de Tupper, jamás habría escrito Hojas de Hierba. Trate el lector de encontrar un ejemplar Proverbial Philosophy de Tupper, y le resultará difícil. Y sin embargo, a mediados del siglo diecinueve, Tupper logró vender de Proverbial Philosophy unos 250 mil ejemplares en el Reino Unido, y 1,5 millones en Estados Unidos. Por esos mismos años, Edgar Allan Poe necesitaba escribir un cuento por semana para las revistas y diarios de Baltimore a fin de mantener cosido el cuerpo a su alma.
     Collins es otro que cree en la piadosa labor del tiempo para librarnos de la mala literatura, de la mala pintura, de la mala escultura. Pero entre tanto ¿cómo hacemos para extirpar la mala hierba?
La labor de la princesa Miagkaya
     Es allí donde ingresa el buen crítico literario. El buen crítico literario me recuerda a la princesa Miagkaya, la inmortal creación de Tolstoi. Si alguien desea conocer el genio de un escritor no debe buscarlo en los grandes personajes sino en aquellos seres que transitan apenas algunas páginas de un texto, y en ese corto tramo se hacen inolvidables. La princesa Miagkaya necesita apenas tres páginas de Ana Karenina para hacer imborrable su figura. En una escena, la princesa Myagkaya dice que Ana Karenina es "una mujer espléndida. No me gusta su esposo, pero ella me gusta mucho".
     Cuando alguien le pregunta por qué no le gusta Alexei Karenin, el marido de Ana, considerado “uno de los escasos estadistas que existen en Europa”, la princesa responde: “Sí, mi esposo me dice lo mismo. Pero yo no lo creo. Si nuestros esposos no hablaran con nosotras, veríamos las cosas tal como son. Yo creo que Alexei Karenin es simplemente un idiota. Cuando me pedían que lo juzgara una persona inteligente me la pasaba todo el día buscando su talento, y me creía una idiota por no descubrirlo. Pero en el mismo instante en que pensé que Alexei era un idiota, todo se aclaró. Una de dos, o él es un idiota, o la idiota soy yo. Y como nadie puede decir de sí mismo que es un idiota…”
     Tengo gran confianza en los críticos que además admiro como autores. Ellos siempre conducen por la buena senda. Algunos de los ensayos de Borges, como su Arte de injuriar, o El escritor argentino y la tradición, además de tener una afable ironía, ayudan a extirpar la mala hierba.
     Me causa mucha gracia este comentario que hizo Borges tras leer que un poeta uruguayo había escrito el siguiente verso: “El poncho fue el primer techo que tuvo el gaucho”. Borges dijo que le provocaba curiosidad ese “curioso techo con un agujero en el medio”.
     Heinrich Heine era otro formidable crítico. Y perdura fuera de Alemania más como crítico que como poeta, simplemente porque carece de buenas traducciones, pues su poesía es excepcional. Pero ensayos como La escuela romántica o Religión y filosofía en Alemania, son incomparables. Heine es un maestro cuando se trata de bajarles los humos a las nulidades engreídas. Dijo del poeta francés Alfred de Musset que su vanidad “era uno de sus cuatro talones de Aquiles”. Y en sus ensayos literarios no temió ni siquiera arremeter contra Goethe, (“Goethe es un gran hombre que luce el chaleco de seda de un cortesano” dijo en cierta ocasión). Pero en ese caso específico, Heine tuvo también la generosidad de proclamar la gloria del gran hombre de letras.
     Quien más se acercó a la definición de una buena novela es Mark Twain, tras mostrar lo que era para él una mala novela: The Deerslayer, de James Fenimore Cooper.
     En su trabajo, James Fenimore Cooper Literary Offenses, Mark Twain se preguntaba si The Deerslayer era una obra de arte, y respondía de inmediato que no. La novela, decía el autor de Huckleberry Finn “Carece de inspiración. No tiene orden, sistema, secuencia o resultado. Le falta vida, fogosidad, emoción, realidad. Sus personajes han sido diseñados de manera confusa. Sus actos y sus palabras demuestran que no son la clase de personas que el autor asegura que son. El humor es patético. El patetismo es risible. Las conversaciones son… ¡oh, indescriptibles! Sus escenas de amor resultan odiosas. El inglés que se usa es un crimen contra el lenguaje. Aunque, si todo eso se descarta, lo que resta es arte. Eso hay que reconocerlo”.
La tarea del albañil es la tarea del escritor
     Exigimos a un albañil lo que nunca nos atrevemos a pedirle a un escritor. Si un albañil, como los sabios de la Academia de Lagado, empieza a construir una vivienda por el techo, si sus paredes quedan torcidas, o los baños se inundan por un mal drenaje, o se levantan los pisos, de inmediato le entablamos juicio por incumplimiento de contrato. Pero no sancionamos al sucedáneo del albañil, ese escritor cuyas tramas son absurdas, cuyo sarcasmo es pobre, su humor incómodo, sus dramas cursis, sus escenas de amor pornográficas y despreciables, sus personajes marionetas, y que usan diálogos confusos para enunciar tonterías estrictamente afines a las ideas sustentadas por el autor.
     Obviamente, el albañil es un profesional, que necesita acatar normas y procedimientos. Y el mal narrador de prestigio es un amateur que ha descubierto la gran herramienta para salvarse de las críticas y hacer pasar gato por liebre: la mezcla de géneros.
La novela bifronte
     Uno de los híbridos más exitosos, al menos a nivel de la academia, es la cruza entre el ensayo y la novela, pues puede funcionar al mismo tiempo como drama y como parodia. Alfred Hitchcock le decía a Francois Truffaut que en la época del cine mudo era posible alterar totalmente el guión de un filme a través del uso de subtítulos narrativos y hablados. Como el actor sólo pretendía hablar y el diálogo aparecía de inmediato en la pantalla, se le podían poner en la boca cualquier cosa que al director se le antojara. Así se salvaron de la hoguera muchas malas películas. “Por ejemplo, si el drama había sido pobremente filmado y resultaba totalmente ridículo”, le dijo Hitchcock a Truffaut, “se le insertaban títulos cómicos y así la película se convertía en una sátira y lograba un gran éxito”.  
     En los últimos años he tenido ocasión de leer varias novelas bifrontes donde es imposible separar la ficción de la crítica literaria. Y el enlace es generalmente la sátira de textos. El ensayista se disfraza de narrador, y el narrador se envuelve en la trama del ensayo. En una de esas novelas el narrador, que es además un narrador, nos informa que ha escrito una novela de la cual no parece muy convencido de su calidad. Ya con el solo hecho de que el escritor se arriesgue a incluir la narración en su narración, y la desprecie, está amparado de la crítica. Con ese gesto, le advierte al crítico que, gracias a su ironía –la del autor– se ha distanciado del texto y puede juzgarlo con la misma eficacia que un crítico.
     Al trabajar el híbrido, el autor redime a su novela de lo que realmente parece ser, y de lo que realmente es. La novela en sí está pobremente escrita y es bastante ridícula –además de resultar terriblemente aburrida, pues es una especie de guía turística donde invita a viajar por las mentes de los popes del postmodernismo. Pero al insertar la noción de parodia, el autor consigue que el híbrido funcione no como un fracaso, sino como una parodia del fracaso. El elemento clave es el injerto de la palabra parodia. Así el autor se adelanta al juicio del crítico, que podría considerar la novela un fracaso ausente de toda parodia.
     Como esa mujer cuyas piernas delgadas revelan que no tendría por qué haber engordado, excepto si se tiene en cuenta que era la única manera de ampararse de su sexualidad, el mal novelista se recubre de las capas de grasa de diferentes textos y de la noción de parodia a fin de bloquear la penetración del crítico o del lector.
     Por supuesto, apostar a la parodia cuando se trata de un mal texto, conlleva otros peligros. Pues, como decía el profesor Kendall en Savage Night de Jim Thompson, la parodia “no puede existir fuera de la enrarecida atmósfera de la excelencia. La parodia es excelente o no es nada”. En el caso particular de la novela a la que aludo, la parodia no es excelente.
     Pero inclusive las malas parodias se salvan, pues siguen perteneciendo al reino de la parodia. Y en ese sentido, son como un refugio a prueba de bombardeos. Y otorgan al autor una puerta de escape adicional: minimizar el aporte que requiere hacer de su texto. El resto existe gracias a la veneración de sus discípulos (uno deja de ser maestro cuando se rodea de discípulos) y a las caritativas almas de la academia.
     Afortunadamente, hay varias herramientas para desbrozar la mala novela de la buena. Una, la más segura, es acudir a los clásicos y comparar sus novelas con aquellas que leemos en la actualidad. Después de leer Crimen y castigo de Dostoievski; Ilusiones perdidas de Balzac; Bouvard y Pecuchet, de Flaubert; Rojo y Negro de Stendhal; La guerra y la paz, de Tolstoi; Huckleberry Finn, de Mark Twain, los relatos de Kafka, El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, El astillero, de Onetti, cualquier relato de Flannery O´Connor, Luz de agosto, de Faulkner, y todo, absolutamente todo Jim Thompson, nos podemos dar una idea de la buena literatura. (Don Quijote, El sonido y la furia y A la búsqueda del tiempo perdido son incomparables, pero es bueno aprovisionarse antes con textos que nos ayuden a transitar sus páginas. Por ahora, mantendremos el suspenso).
     Hemingway poseía un artefacto para descubrir malas novelas: se trataba de “Un buen detector de mierda, y a prueba de golpes”.
     Faulkner usaba un método indirecto para ayudar al lector a encontrar buenas novelas. En una entrevista publicada en The Partisan Review explicaba que “El propósito de cada artista es atajar el movimiento, que es la vida, por medios artificiales y retenerlo en su inmovilidad, para que cien años después, cuando un extraño lo observe, vuelva a moverse, puesto que es vida. Ya que el hombre es mortal, la única inmortalidad que resulta posible para él es dejar detrás algo que es inmortal pues siempre se mueve”.
     Basta leer cualquier novela buena, de las antes mencionadas, para verificar la aserción de Faulkner. En todas ellas, los personajes reviven y se mueven, son agobiados por pasiones que los zarandean como muñecos, a veces fracasan, en otras ocasiones triunfan tras sobrellevar increíbles peripecias. Suelen comenzar generalmente como perdedores, y terminan triunfando, o al menos, triunfando sobre sus propias debilidades y carencias. Tras cerrar las páginas de cualquiera de esas novelas, algo ha cambiado en nosotros, algo que nos purifica de muchas dolencias, reales o imaginarias (Balzac, en su lecho de muerte, no pedía la visita de su médico de cabecera, sino del médico que aparecía en una de sus novelas) y nos brinda optimismo y esperanzas, como toda gran tragedia.
     La última instancia a la que puede acudir el lector ante un texto que le disgusta y que, sin embargo, la mayoría aprueba de manera incondicional, es el coraje de sus convicciones, y la defensa de su desencanto. Siempre puede apelar al saludable escepticismo de la princesa Miagkaya. En vez de creerse un idiota por no descubrir el genio del autor que otros alaban, debe pensar que el idiota es el autor.  Una de dos, como hubiera dicho la terrible princesa, “O él es un idiota, o la idiota soy yo. Y como nadie puede decir de sí mismo que es un idiota...”

miércoles, 24 de abril de 2013

Mirar como narrador



Mario Szichman


“En estas grandes épocas, que yo conocí cuando eran así de pequeñas; que volverán a ser pequeñas siempre que exista tiempo para ello … En estas épocas en que ocurren cosas que no pueden ser imaginadas, y en que aquello imposible de ser imaginado volverá a ocurrir …. En estas épocas circunspectas que se han muerto de risa con sólo pensar que un día podrían llegar a ser circunspectas… No esperen de mí una sola palabra que me pertenezca… sólo aquellas que parcamente impiden al silencio ser mal interpretado”.
Karl Kraus

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     La mayoría de los escritores que admiro fueron también periodistas: Balzac, Dickens, Dostoievski, Hemingway, Vassily Grossman, Jim Thompson, Norman Mailer. Cuando empecé a escribir, a mediados de la década del sesenta, estaba en pleno auge la novela de non fiction, cuyo ejemplo más perdurable es In Cold Blood, de Truman Capote. Y la discusión estaba ladeada hacia el lado del periodismo. Muchos intelectuales habían decidido que la novela estaba muerta. (Cada veinte o veinticinco años, algún intelectual, en un momento de ocio, decide que la novela ha muerto).
Por cierto, hay efectos que sólo el periodismo logra de manera óptima. Balzac decía en La piel de zapa, “Entre todos los libros que sobrenadan en el océano de las literaturas, es imposible encontrar uno solo que pueda competir con estas dos líneas:
Ayer, a las cuatro de la tarde, una joven se precipitó al Sena desde el puente de las Artes”.
    El problema con el periodismo es de otra índole: cada aseveración exige ser respaldada por hechos, obligando a colocar  en la trastienda actos y sentimientos arduos de expresar, inclusive por razones de pudor. Tal vez sería bueno que los autores de non fiction suministren una vuelta de tuerca y vuelvan a recuperar la mirada del narrador.

EL ROL DEL BUFÓN
    
    Juan Domingo Perón solía decir que en épocas de inflación los salarios subían por la escalera, y los precios por el ascensor. Lo mismo podría aplicarse a la política y a los nuevos personajes que han surgido en las últimas décadas. El periodismo ha tratado de seguir las peripecias de los autócratas por la escalera, cuando éstos han preferido el ascensor. Y el desfasaje se nota. El periodismo usa escasos héroes de la literatura para describir a un político. A veces, se limita a marcar un gesto.
Se suele decir que un político tiene ambiciones napoleónicas, o que sufre del síndrome de Sísifo. Un político es adusto, y el otro es cordial. Pero ¿Cuántos periodistas han usado la palabra “bufón”, o “militar fanfarrón” para describir a un gobernante? Y, al eliminar categorías que no pertenecen al arte de gobernar sino a la literatura, muchos elementos capaces de definir a un político resultan inescrutables. Inclusive sus destellos de locura. Sólo la ficción puede ampliar nuestra comprensión de un personaje.
    Un ejemplo: siempre me han aterrado los payasos. Y no debo ser el único. Una de las mejores novelas de Stephen King, It, es la historia de un afable payaso que asesina niños. Pues bien, el histrión político es un derivado del payaso. Y estoy convencido que un niño puede detectar mejor que un adulto lo temible que puede ser un político con rasgos de bufón.
    Pero, como los adultos olvidan rápido, ahí están los personajes del teatro griego y romano recordando el molde en que se siguen vaciando los seres humanos. El miles gloriosus, el militar fanfarrón, se puede contemplar en las magníficas comedias de Plauto, del mismo modo que en las obras de Aristófanes perdura el gracioso de turno, cuya única misión en la vida parece ser la de ordenar a algún niño “Mantén erecto el falo”. (El falo era un elemento indispensable en las procesiones religiosas. Se trataba generalmente de un artilugio de madera dotado de partes movibles que lo hacían alzarse y bajarse, revelando su fecunda labor).
    El histrión político más famoso del teatro universal es Cleón, un demagogo ateniense jefe del partido belicista. Aristófanes lo ridiculizó en su obra Los caballeros. Se trataba de un personaje bastante peligroso y vengativo. La leyenda dice que ningún actor se atrevió a personificarlo, y fue el propio Aristófanes quien debió asumir la tarea.
    Durante el siglo veinte, el histrionismo político, o la bufonería, parecía el patrimonio de la derecha populista. Basta ver documentales de Adolfo Hitler o de Benito Mussolini para verificarlo. La desagradable gesticulación, los ojos en blanco, los ademanes de desdén, la ampulosidad, el pasearse por el estrado con los puños recostados en las caderas, son el inevitable séquito de sus temibles payasadas.
    Es difícil asociar la bufonería política con la izquierda, o con lo que se proclama izquierda. Los personajes de izquierda más famosos del siglo veinte eran generalmente adustos, terriblemente aburridos. Y el periodismo podía seguirlos tranquilamente por las escaleras… Hasta que en el año 1998, Hugo Chávez Frías comenzó a usar el ascensor.

EL ANTES Y EL DESPUÉS
      
    La escena más erótica de Ana Karenina  transcurre entre bastidores. Es la reconciliación entre Stiva Oblonsky, el hermano de Ana Karenina, y su esposa, Dolly.
Stiva ha engañado a su esposa, y Ana le pide a la mujer que perdone a su hermano. En las novelas modernas, la reconciliación entre Stiva y Dolly se llevaría varias páginas de tórridas escenas de amor. Pero Tolstoi era más sabio. He aquí cómo la describe:
“Luego de la cena, cuando Dolly se dirigió a su cuarto, Ana se alzó rápidamente de su asiento y se dirigió a su hermano, que estaba encendiendo un cigarro.
“–Stiva– le dijo Ana –Ve y que Dios te ayude.
“Él arrojó el cigarro, entendiendo lo que quería decir Ana, y se alejó a través de la puerta del pasillo”.
    Eso es todo. Tolstoi permitía al lector imaginar lo que ocurriría luego. El escritor no creía que los lectores eran como los osos Panda, que necesitan ser arrastrados a todas partes, inclusive cuando se trata de consumar el acto sexual, porque son demasiado flojos para sospecharlo por su cuenta.
    Y si el lector desea otro ejemplo del antes y el después vinculado al erotismo, puede revisar Vértigo, de Alfred Hitchcock. Al comienzo de la película, James Stewart, en el papel de un detective, debe seguirle los pasos a Kim Novak, una mujer con presuntas tendencias suicidas. En determinado momento la mujer se lanza al agua, en la bahía de San Francisco, y el detective la rescata. La siguiente escena muestra a Kim Novak yaciendo aparentemente desvestida en la cama del detective. Un moderno cineasta hubiera dedicado medio hora a mostrar cómo el detective desnudaba a Kim Novak. Hitchcock se limitó a mostrar el después: las húmedas ropas de la frustrada suicida secándose en la cocina.

SADISMO Y SUSPENSO

    Hay otra clase de antes y después que se vincula no con el erotismo sino con el sadismo. Y un buen ejemplo son los “Aló, Presidente” que Chávez propinaba a sus compatriotas. Un periodista, obviamente, debía limitarse a reseñar el evento, un monólogo interminable donde el jefe de estado cantaba, decía chistes –lo que él suponía que eran chistes, generalmente para burlarse de alguien– filosofaba, hacía análisis históricos, y opinaba sobre todo, absolutamente sobre todo, porque nada humano o inhumano le era ajeno.
(Por cierto, las reflexiones de Chávez perdurarán. El 19 de abril de 2013,  el nuevo presidente de Venezuela Nicolás Maduro anunció durante la asunción del mando la creación del Instituto de Altos Estudios del Pensamiento de Hugo Chávez).
    Cada vez que algunos de mis amigos mencionaba los “Aló, presidente” yo recordaba La fiesta inolvidable, un filme protagonizado por Peter Sellers. En una escena, el protagonista intenta ir al baño, pero para hacerlo debe atravesar un salón repleto de personas que frenan su ingreso formulándole toda clase de preguntas. Y luego, quienes impiden que se alivie son los miembros de una orquesta, que lo incitan a bailar.
    La fiesta inolvidable permitía recordar que el ser humano, además de corazón, tiene esfínteres. Chávez, con su “Aló, presidente”, parecía ignorarlo. Pero ¿realmente lo ignoraba? ¿O gozaba en el simulacro de la ignorancia? Lo cierto es que cada uno de sus monólogos creaba un suspenso intolerable. Y obligaba a los periodistas a pensar preguntas incómodas que no osaban formular en voz alta. Un narrador podría crear una excelente novela simplemente usando como tema, y como escenario, los “Aló, presidente” de Hugo Chávez. ¿Cuál era el antes y el después de esos ciudadanos que asistían al evento? ¿Qué ocurría si alguno de ellos padecía de la enfermedad que aquejaba a uno de los reos en la cuerda de presos liderada por el Ginesillo de Pasamonte? ¿Existía algún tipo de logística para enfrentar las seis, siete, o diez horas de monólogo? Sólo un narrador era capaz de imaginar la compleja situación,  o estar en condiciones de diagnosticar la personalidad psicopática del personaje principal de esa comedia de equivocaciones.

ASCENSORES Y DECADENCIA

    Uno de los periodistas que han tratado de recuperar la visión del narrador es Rory Carroll, quien acaba de publicar Comandante: Hugo Chávez’s Venezuela (Penguin Press, 2013). La revista británica The Economist dijo que se trataba de la “estimulante biografía de un gran empresario teatral y de un mal presidente”. Yo diría que Carroll, corresponsal en Caracas del periódico londinense The Guardian entre el 2006 y el 2012, ha hecho algo más: ha cruzado el umbral del periodismo para internarse en el territorio de la literatura. Su reseña de los años de Chávez en el poder es, en sus mejores páginas, una mezcla de El otoño del patriarca y de El general en su laberinto.
    En vez de llenar su libro de datos, Carroll enfoca su mirada en la decadencia que presidió Chávez durante la época más próspera de la historia de Venezuela. (No olvidemos que la decadencia, tan importante en la narrativa, es casi superflua en el periodismo). La decadencia, además de marcar el transcurso del tiempo, lo tiñe de tragedia.  El paradigma es el cuento de Poe The Fall of the House of Usher. Las marcas de la decadencia en la mansión de los Usher se reflejan en sus cuarteadas paredes, en sus ventanas que recuerdan ojos. La mansión parece existir exclusivamente para hundirse en la agonía.
    La literatura gótica del Deep South de Estados Unidos se resume completa en esa narración. Sin la mansión de los Usher es difícil concebir la narrativa de Faulkner, especialmente la familia Compson, o el cuento A Rose for Emily.
    Hay algo perverso en la decadencia. No hay decadencia sin incesto, con su secuela de lacras morales, y de abandono físico. Los muros no son reparados, los jardines cesan de ser cuidados. Y una decadencia similar asoló los últimos años de Hugo Chávez Frías en esta tierra.
Como el general en su laberinto, como el patriarca en su otoño, Chávez se atrincheró en la decadencia. Bajo su gobierno, los funcionarios adquirieron las destrezas que cuadraban a caudillos empobrecidos del siglo diecinueve, aunque se forraran los bolsillos como magnates del siglo veintiuno. Eso no lo podían revelar los periodistas de ronda en el palacio de Miraflores. Sólo pudo hacerlo alguien como Carroll, más nutrido en la tarea de narrar que en la de informar.
    El contraste entre la Venezuela petrolera y el caudillo que presidió su derrumbe da una buena idea de por qué asigno tanta importancia a la mirada del narrador. Decir que durante la pasada década Venezuela nadaba en la abundancia es hablar con discreción. Decir que la abundancia de dinero lejos de resolver los problemas económicos los agravó, es minimizar el problema. Esa nave llamada Venezuela está filtrando agua desde la proa hasta la popa.
    ¿Cómo es que se llegó a esa situación? El libro de Carroll da una respuesta: el estilo de gobierno de Chávez fue el desgobierno. Su método de administrar consistía en querer resolver problemas echando ministros o creando nuevos ministerios. En el curso de una década, 180 ministros pasaron por Miraflores. Chávez estaba en todas partes, y no estaba en ninguna. Un productor del programa de televisión Aló Presidente, dijo al autor del libro que el fallecido presidente venezolano hasta elegía los lugares donde había que grabar, los ángulos de la cámara, los temas y los invitados.
    Y como nadie se animaba a contradecirlo, era imposible mantener el orden en el programa, o grabarlo en el horario estipulado. Y así actuaba Chávez en todas partes. Él impedía a los profesionales dedicarse a sus tareas, pues sabía de todo, opinaba sobre todo,  y controlaba todo, hasta las humildes necesidades de los invitados al programa.
    “Aló, Presidente era más bien una especie de lotería”, dijo el productor del programa. “Cada uno llamaba para obtener un empleo, una casa, algo. Así no se gobierna un país”. Bueno, era posible hacerlo, pues Chávez contaba con la ventaja de que las arcas del estado eran de su exclusivo control, aunque era un pésimo administrador.
    Y de esa manera, ese “autoritarismo caótico” que presidió la gestión de Chávez concluyó en lo que es hoy Venezuela. Un país con puentes que se caen a pedazos, refinerías que estallan, una inflación incontrolable, un desabastecimiento que sólo existe en naciones sin poder central, y tasas de asesinatos que recuerdan a guerras civiles de baja intensidad. Pero el pormenor que señala Carroll me parece más significativo que el desplome de la infraestructura de Venezuela. Es un detalle difícil de evaluar por un periodista, y que sólo puede provenir de un narrador: Al final, dice Carroll, inclusive el palacio de Miraflores empezó a caerse a pedazos. Había filtraciones de agua en el ascensor privado del jefe de Estado. El patriarca en su otoño, el comandante en su laberinto, empezó a ser rodeado por la decadencia en su mar de la felicidad.
    Un periodista puede trazar un panorama, es cierto, pero se trata de un fresco bidimensional. Para que el cuadro adquiera no sólo extensión, sino además profundidad, resonancia y complejidad, el periodista necesita adquirir la mirada del narrador.

domingo, 21 de abril de 2013

Mario Szichman entrevistado por Dariela Sosa en Radio Caracas Radio



Mario Szichman: “Hugo Chávez fue mi musa inspiradora”

    En los primeros días de abril de 2013, Mario Szichman fue entrevistado por Dariela Sosa, de Radio Caracas Radio, para que hablara sobre su última novela, Eros y la doncella, y sobre las elecciones que se realizarían el 14 de abril. He aquí algunos fragmentos editados de la entrevista.
DARIELA SOSA: ¿Cómo surgió la idea de escribir Eros y la doncella?
    MARIO SZICHMAN: De la muerte de un ser querido, y de la necesidad de sobrellevar esa muerte. Mi esposa, Laura Corbalán Szichman, falleció en octubre de 2011. Ella colaboraba para el periódico Tal Cual con artículos sobre psicoanálisis. Era una intelectual a tiempo completo. Decidí escribir una novela en su homenaje, no para llorar su muerte, sino para celebrar su vida. Y en ese sentido, recibí un gran estímulo intelectual de la profesora Carmen Virginia Carrillo, jefe del Departamento de Lenguas modernas de la Universidad de Los Andes, Núcleo Rafael Rangel, en el estado Trujillo. Con la profesora Carrillo discutí la estructura de la novela, las peripecias a incluir, la manera de borrar las huellas históricas y de disolverlas en la ficción. Y luego vino la tarea de corregir el texto. Estoy absolutamente convencido de que esta novela sencillamente no existiría de no ser porque en los Andes venezolanos vive la profesora Carmen Virginia Carrillo.
    D.S.: ¿Encuentras alguna analogía entre Eros y la doncella y la situación que se vive actualmente en Venezuela?
    M.S.: En realidad, Eros y la doncella es la novela que más pone en entredicho la filosofía política del chavismo, caracterizada por la implacable persecución al adversario, la creación de una categoría muy especial de enemigos políticos, lo que podría calificarse de las ex personas del chavismo, y la total impunidad. Muchas veces lo he dicho, y nunca en broma, que “Hugo Chávez ha sido mi musa inspiradora”, al menos en el caso de mis tres últimas novelas: Las dos muertes del general Simón Bolívar, Los años de la guerra a muerte, y especialmente Eros y la doncella.
    D.S.: Escribiste hace poco un artículo en el diario Tal Cual al respecto. Puedes explicar con más detenimiento el origen del término ex personas?
    M.S.: El chavismo ha actuado como los jacobinos durante el Reino del Terror, o como los estalinistas durante la Revolución Bolchevique. Por supuesto, en Venezuela no ha existido la guillotina o los pelotones de fusilamiento. Pero si se ha creado la categoría de ex personas. En la Revolución Francesa, en la Revolución Bolchevique, podía tratarse de aristócratas, militares del viejo régimen, aquellos que vivían de rentas, clérigos, u “ociosos”. El historiador rumano Vladimir Tismaneanu señaló que la categoría de “ex persona”, que durante el estalinismo se extendió a vastos sectores de la población, abrió el camino a la “taxonomía del terror de años sucesivos”.  En Venezuela empiezan a descubrirse síntomas de que no todos los venezolanos son iguales ante la ley. Y en tanto los chavistas parecen más iguales que otros, a los antichavistas molestos se los castiga con toda impunidad. Ahí tenemos el caso del comisario Ivan Simonovis, o de la jueza María Afiuni, gravemente enfermos, y que carecen de la asistencia médica necesaria. Por cierto, la jueza Afiuni fue detenida, y al parecer violada, simplemente porque quiso hacer justicia. Ahí están los millares de presos que a veces aguardan a ser sentenciados más años que las condenas que finalmente reciben. Ahí está el caso de tantos opositores injustamente acusados, ahí está el egregio caso de la familia Barrios, cuyos integrantes han sido diezmados sistemáticamente. Según dice The Economist, las sospechas de esas matanzas recaen en la policía del estado Aragua. Todos ellos han pasado a formar parte de las ex personas del chavismo.
    D.S.: Quizás sea muy difícil, para uno que ha vivido en carne propia, tener una opinión más sopesada respecto a todo lo que estamos experimentando. Crees que  Venezuela está lista para analizar  al chavismo (o al menos el “chavismo con Chávez”) en su dimensión histórica? Consideras que la comunidad internacional tiene las herramientas para evaluar con precisión estos últimos 14 años?
    M.S.: Creo que en Europa y en Estados Unidos se han hecho buenos análisis de lo que ha representado el chavismo. En América Latina, el presidente Hugo Chávez recibió en general buena prensa por su actitud de enfrentamiento a los Estados Unidos. Si me baso en el fenómeno de Eva Perón, creo que la opinión favorable a Chávez perdurará.
LOS VASOS COMUNICANTES
    D.S.: ¿Qué vasos comunicantes existen entre tus novelas Los papeles de Miranda, Las dos muertes del general Simón Bolívar, Los años de la guerra a muerte, y esta última, Eros y la doncella, con la situación que vive Venezuela?
    M.S.: Yo excluiría a Los papeles de Miranda de las novelas que escribí durante la época chavista. Los papeles de Miranda es una novela que concluí en 1995, antes de la llegada de Chávez al poder. No la pude publicar antes porque no encontraba editores en Venezuela. Hasta que surgió ese editor de editores que fue José Agustín Catalá, y decidió publicarla.
Pero las tres novelas últimas: Las dos muertes del general Simón Bolívar, Los años de la guerra a muerte, y ahora Eros y la doncella fueron escritas bajo el influjo de Chávez. En realidad, Chávez fue una especie de metro patrón para mí. Apenas él expresaba admiración por algo o alguien a nivel político, de inmediato me inspiraba desconfianza.
    D.S.: ¿Fue la desconfianza la que inspiró Las dos muertes del general Simón Bolívar?
    M.S.: Definitivamente. Una total desconfianza en el desaforado culto a Bolívar exhibido por Chávez. Estoy convencido de que si Chávez hubiera hablado con serenidad de la grandeza del Libertador, yo nunca hubiera escrito Las dos muertes del general Simón Bolívar.
    D.S.: Tu novela no es precisamente un panegírico del Libertador.
    M.S.: Pero le rinde homenaje como un ser humano muy excepcional. De todas maneras, si alguien desea conocer al verdadero Bolívar y cómo se creó su mito con elementos espurios, tiene un libro para empezar. El culto a Bolívar, de ese gran héroe intelectual que es Germán Carrera Damas. Y yo también recomendaría otro, el Bolívar de Salvador de Madariaga. La documentación es impecable. Lo único cuestionable es que Madariaga tenía el patriotismo español metido en la sangre. Y aunque admiraba a Bolívar, en ocasiones se nota una especie de resentimiento de señorito español porque América Latina se liberó de la madrastra patria.
    D.S.: ¿Cómo debería Venezuela manejar la relación de admiración con sus próceres, con sus llamados padres fundadores?
    M.S.: Con muchísimo cuidado. Y con una pluma calentada en el infierno. Hubo muchos próceres que hubiera sido mejor perderlos que encontrarlos. Te voy a dar un solo detalle: El padre fundador de Jamaica fue el pirata Harry Morgan. Y Rusia ha tenido entre sus padres fundadores a Iván el Terrible. Y uno de los padres fundadores y enterradores de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue José Stalin. Pero en el caso específico de Bolívar no se requiere ni la admiración del presidente Hugo Chávez, ni la mirada crítica de Mario Szichman. Porque Bolívar es muy superior a sus virtudes y mucho más grande que sus defectos. Hay obviamente cosas muy admirables en el Libertador. Pero también otras absolutamente detestables. Bolívar fue un autócrata. Y entregó o mandó a fusilar a algunos próceres como Francisco de Miranda, Manuel Piar o el almirante Padilla. Y su decreto de guerra a muerte es el documento de un homicida.
    D.S.: En Eros y la doncella hiciste reaparecer al Precursor Francisco de Miranda.
   M.S.: Fue un añadido de último momento. Y por directa sugerencia de la profesora Carmen Virginia Carrillo, la editora de Eros y la doncella, y autora de un extraordinario ensayo sobre el Precursor. Creo que la inserción de Miranda en la novela cambió el texto de manera espectacular. Otra demostración más de que las novelas no son un oficio solitario. Uno necesita la retroalimentación de lectores inteligentes. Si quieren saber por qué ese magnífico héroe que fue don Francisco de Miranda figura en Eros y la doncella, no tienen que preguntármelo a mí, sino a la profesora Carrillo.
    D.S.: En Eros y la doncella tú asignas gran importancia al papel que cumplió la pornografía en la Revolución Francesa.
    M.S.: Sí. La Revolución Francesa es la primera revolución en la historia en la cual los pornógrafos desempeñaron un rol decisivo en el cuerpo político. Ahí tenemos el caso de María Antonieta. La condena a muerte de la reina de Francia fue resuelta antes, mucho antes que su proceso. Se decidió en los panfletos pornográficos que hicieron circular los aristócratas enemigos de Luis XVI. Y no cualquiera escribía esos panfletos. Ahí están Beaumarchais, el autor de Las bodas de Fígaro, Louvet, un famoso convencionista, que es también uno de los protagonistas de la novela, el líder girondino Jacques Pierre Brissot y el conde de Mirabeau, el admirable tribuno de la primera etapa de la Revolución. Bueno, esa literatura de cloaca está presente en la prensa chavista. Se basa en el insulto permanente, en la constante denigración escatológica del adversario.
    D.S.: ¿Qué aporta Eros y la doncella a nuestra comprensión del chavismo?
    M.S.: Uno de los temas principales de la novela es la arbitrariedad política. El chavismo no acata ni las leyes que aprobó. Todo depende de lo que diga el mandamás de turno. Bueno, eso es lo que ocurrió durante el Reino del Terror en Francia. Bajo el rasero de la doncella, esto es, la guillotina, murieron los culpables y los inocentes. Murieron aquellos cuyo nombre había sido bien escrito, y aquellos cuyo nombre había sido mal pronunciado. Fueron reducidos por la doncella aquellos cuya justificada detención los condenaba al cadalso, y aquellos cuya injustificada detención los hacía sospechosos y los condenaba al cadalso. La doncella nunca rehusó carne alguna. Fueron ejecutados presuntos traidores, supuestos agiotistas, y personas que nada tenían que ver con nada, por simple portación de apellidos, como un Maille, ejecutado en lugar de un Maillet, y un Morin, que usurpó el lugar de un Maurin. Fueron degolladas duquesas, cocineras, indecisos, vacilantes, perplejos, indiferentes, príncipes y porteros, condes, carteros, magistrados, sacerdotes, soldados, almaceneros, artesanos, y jornaleros. Y como esos animales que terminan mordiéndose la cola, el Tribunal Revolucionario decidió finalmente sentar en el banquillo de los acusados a Robespierre, uno de los principales gestores del Reino del Terror, pues necesitaba exhibir ecuanimidad.
    D.S.: ¿Hay chavismo para rato?
   M.S. : Los ejemplos históricos de otros movimientos populistas indicarían que el chavismo puede perdurar. Un poco como lo que ocurrió con el peronismo, con el aprismo en el Perú, con el PRI en México. Todo depende del dinero que exista en las arcas del estado. De todas maneras, el problema con las autocracias es que nunca pueden soldar sus fisuras, pues han sido moldeadas exclusivamente para servir a una sola persona. Cualquier régimen surge de un proceso orgánico. La Cuarta República que surgió en Venezuela puede haber sido espantosa, pero los políticos se turnaban en el poder. El chavismo canceló esa posibilidad, al amputar el proceso político en Venezuela. Quizás Carlos Andrés Pérez fue el político más poderoso y nefasto de Venezuela. Pero el Congreso pudo destituirlo. Y de esa manera demostró que nadie estaba por encima de la ley. El chavismo acabó con esa idea. Chávez estuvo siempre por encima de la ley. Y sus subordinados tienen el mismo criterio. Pero si estudias otros regímenes, si analizas por ejemplo, la Revolución Francesa, verás que en algún momento el proceso se muerde la cola, y la impunidad cesa de manera brusca. En algún momento el chavismo se derrumbará. Aunque tal vez luego retorne por sus fueros.
    D. S.: Algunos han sugerido que el presidente Chávez fue envenenado por el imperio. ¿Crees en esa teoría conspirativa de la historia?
    M.S.: La revista The Economist sugirió otra teoría alternativa. Que el presidente Chávez actuó de manera tan temeraria con su salud, como lo hizo con la economía de Venezuela, o con la democracia. Y que tal vez uno de los venenos que lo llevó a la tumba fue el exceso de café. La revista dice que Chávez bebía cada noche docenas de tazas de café azucarado. Bueno, es una teoría como cualquier otra. De todas maneras, si la tesis adelantada por algunos chavistas es cierta, y Chávez fue envenenado por el imperio, la cosa se pone muy mal. ¿Quién garantiza que el imperio no esté planeando ahora hacer lo mismo con el liderazgo chavista?
Pero tampoco hay que descuidar el factor de la medicina cubana. Creo que después del tratamiento a que fue sometido Chávez,  no quedará ni un solo chavista con ganas de ir a curarse a Cuba. Ni siquiera si padece de una uña encarnada.
    D.S.: ¿Quién es el principal responsable del ascenso y perpetuación de Chávez en el poder?
    M.S.: Obviamente quienes lo votaron y lo reeligieron. No creo que la voz del pueblo sea siempre la voz divina. Hitler no llegó al poder por un golpe de estado, sino porque obtuvo la mayoría de votos en las elecciones de 1933. Pero tanto Hitler como Chávez apostaron a la perversión política para ampliar sus espacios de poder. La Constitución venezolana impedía la reelección. Por lo tanto, se la reformó para que la reelección fuera permitida. Y veamos ahora lo que ocurre: los organismos de justicia no hacen justicia en Venezuela, el Tribunal Supremo Electoral acata sumisamente al gobierno, el parlamento es apenas un sello que aprueba lo que ordena el ejecutivo, mientras la minoría opositora es absolutamente impotente. Es decir, la ley en Venezuela se acata pero no se cumple. Afortunadamente para tres religiones occidentales, Chávez nunca intentó reformar los diez mandamientos.
    D.S.: Un escritor es alguien que ayuda a decodificar lo más profundo de las pasiones del ser humano. Supongo que te habrás interesado por el tema del carisma. A mí me intriga saber cómo una persona puede ser capaz de convocar tantas voluntades.
   M.S.: Dariela, hay dos cosas en que no creo: la espontaneidad de las masas y el carisma. Revisa la historia de todas las revoluciones, y descubrirás que había menos espontáneos en esas revoluciones, que los espontáneos que se lanzan al ruedo para azuzar a un toro. La espontaneidad se organiza. Que por cierto, es uno de los temas de mi nueva novela, El viento y la sangre. Y en cuanto al carisma, se fabrica y se financia. El carisma que trasuntaba Eva Perón o Hugo Chávez tardó mucho en desarrollarse, y contó siempre con interminables cadenas de radio y televisión, con fervorosos admiradores transportados en camiones, con nutridos desfiles espontáneos en que si algún empleado público no asistía a ellos era botado de un puntapié en los fundillos.
    D.S.: Ahora, en tu opinión, Qué aporta el carisma al liderazgo, y el liderazgo al carisma?  Qué le recomiendas a Henrique Capriles para consolidar su carisma y su liderazgo?
    M.S.: Yo ruego que Capriles Radonski se guíe por un solo carisma: que le diga al pueblo la verdad. Que no cometa la cotidiana impudicia de Nicolás Maduro. El otro día un amigo me dijo una cosa bastante interesante: Si le dieran a Maduro mil bolívares fuertes por decir la verdad, y un centavo por decir una mentira, Maduro elegiría un centavo, porque es una persona muy frugal.
    D.S.: Tú le tienes mucho cariño a Venezuela. A través de tus vivencias, pero sobre todo por el estudio de nuestra historia, comprendiste cosas relevantes de nuestra idiosincrasia. ¿Qué mensaje le das a los venezolanos para (1) sobrellevar los tiempos que nos ha tocado vivir, y (2) motorizar el cambio hacia los tiempos que queremos vivir?
    M.S.: Yo lo pediría al pueblo de Venezuela que por una vez no vote por la prudencia, por la utilidad, por la conveniencia, sino que apueste al milagro. Que apueste al milagro de quien cree en la concordia, no en la impunidad. Que apueste a un hombre que confía en la honestidad y detesta la injusticia. Y por una vez, por una sola vez al menos, que el pueblo no confíe en las encuestas, sino en lo que le dicta el corazón. Pues Venezuela no se divide entre chavistas y antichavistas, ni entre personas honestas y aquellas que no lo son. Las personas honestas representan la inmensa mayoría del país. Cualquier encuesta puede demostrar que muchas más personas creen en la justicia que en la impunidad. Que todos los ciudadanos de Venezuela son ciudadanos de primera, y que no existe esa división, fabricada por seres tenebrosos, resentidos, agapazados en el Palacio de Miraflores, entre personas y ex personas. Yo les pido a quienes escuchan este programa que confíen en el milagro y recelen de la mentira. Venezuela ha sido siempre grande por sus hombres civiles, nunca por sus autócratas. Es necesario volver a implantar en Venezuela el milagro. El milagro de la civilidad, el milagro de la concordia, el milagro de respetar al adversario, de que se diga la verdad, el milagro de que se vuelva a hacer justicia. Creo que si los venezolanos dan la victoria a Capriles Radonski votarán por el milagro de que Venezuela vuelva a ser un orgullo para América Latina, no la cesta de desperdicios de cuanto bravucón y cuanto déspota anda suelto por el mundo.
Cuando en octubre pasado el presidente Hugo Chávez fue reelecto, yo escribí una columna en el periódico Tal Cual rindiendo homenaje a los perdedores. Pero en esta ocasión, querría añadir algo más: en Venezuela los perdedores no son centenares, sino millones. Por lo tanto, si esos millones hacen un esfuerzo adicional y acatan el milagro de pelear exclusivamente por un milagro, es muy posible que dejen de ser perdedores. Hay que convencer a otros venezolanos, tan dignos, tan honestos como ellos, que existe un camino distinto para salvar al país de la catástrofe económica y del abismo político en que lo ha hundido el liderazgo chavista.
Por una vez, por una sola vez, les pido a los millones de ex perdedores que desdeñen las encuestas, que desdeñen las amenazas, que desdeñen la impunidad y la impudicia, tanto la mentira como la conveniencia, que piensen en Venezuela, que piensen en sus hijos, y que por una vez, por una sola vez, voten por el milagro. Pues si esos millones de altivos ciudadanos dejan de ser perdedores, Venezuela saldrá ganando.