martes, 9 de abril de 2013

EL JANO BIFRONTE DE LA GUERRA A MUERTE: LAS DOS CABEZAS DEL DIABLO BRICEÑO





Mario Szichman


Primera parte

     En mi caso, la idea de una novela suele surgir de la visualización de un episodio, de la convicción de que las palabras nunca se las lleva el viento, nunca son inocentes, y de la sospecha que me causan aquellos que intentan reelaborar de manera incesante el pasado para acomodarlo a los autócratas de turno.
    Creo que si la imagen es poderosa, si retorna para perturbar nuestros sueños, si va atrayendo a otros elementos de la historia como si fuera una piedra imán, esa imagen ayudará a construir el relato. Creo que si hay frases de las cuales no se puede regresar, la narrativa puede triunfar sobre la historia. Creo que el escritor nunca debe bajar la guardia antes quienes intentan diseñar un pasado para perpetuar a un gobernante contemporáneo.
       En esta primera parte querría hablar de las imágenes. En la segunda hablaré de las palabras culpables y de la reinvención del pasado.

   William Faulkner partió de una imagen para escribir The Sound and the Fury. La imagen era la de una niña descendiendo de un árbol, con sus calzones embarrados.  ¿Qué significaba para Faulkner esa imagen? Ni él mismo lo sabía. Pero la imagen le rondó mucho tiempo, hasta que descubrió su significado. De esa imagen –y tratándose de Faulkner esa imagen se acercaba a la visión– surgió buena parte de la saga de los Compson. En esa imagen de la niña con los calzones embarrados Faulkner intuyó la perdición de una mujer, el suicidio de su hermano, la locura de otro, y la destrucción de una familia.
   Cuando escribí mi primera novela, La Crónica Falsa, reescrita luego con el título de La verdadera crónica falsa, un relato del alzamiento de algunos militares y civiles contra el gobierno de la llamada Revolución Libertadora que derrocó a Juan Domingo Perón, en 1955, y varios de los cuales fueron fusilados, la imagen que se grabó en mi mente fue la de una mujer desplazándose con dificultad por un terreno baldío. Vi avanzar a esa mujer, reduciendo y aumentando su estatura con cada paso que daba, y quise saber qué estaba haciendo en ese terreno baldío. Cuando descubrí ese propósito toda la novela se organizó en mi mente. Esa mujer estaba investigando los fusilamientos, y ese terreno baldío se convirtió en el basural de José León Suárez, donde se llevaron a cabo las ejecuciones. La mujer de la novela se llamaba Laura, y varios años después de publicar la novela me casé con Laura Corbalán. Puedo jurar que en el momento en que escribí la novela ignoraba su existencia, aunque en la mujer de la narración había algunos rasgos de mi futura esposa, entre ellos la valentía y la obstinación por encontrar la verdad.
    Mi segunda novela, Los judíos del Mar Dulce, se remite a la imagen de un organizador de imágenes fotográficas.  Cuando llegué a Venezuela en 1967, uno de los primeros trabajos que conseguí fue justamente el de montador de películas en un canal de televisión. Me fascinaba el oficio. Empalmar las imágenes me permitía crear una narración. Y a partir de la figura del ensamblador de imágenes me surgió la idea de contar la historia de la familia judía Pechof, que ya había aparecido previamente en La Crónica Falsa, pero como si se hubiera tratado de un documental. Trasvasar un guión cinematográfico a una novela tiene sus recompensas. Cuando un medio se transforma en instrumento de otro medio se amplían las posibilidades. Cuando escribo pienso en una novela como una mezcla de teatro –por el diálogo– y de cine, pues me encanta describir imágenes. Por lo tanto, intenté contar Los judíos del Mar Dulce como si se hubiera tratado de un documental. Claro, eso crea también restricciones. Pues toda innovación técnica conlleva el peligro de que la forma se imponga al contenido. En algún momento el documental debe ceder paso a la narración.
     En A las 20:25 la señora entró en la inmortalidadla familia Pechof tenía un problema: una de sus sobrinas fallecía en momentos en que comenzaban los funerales de la señora Eva Perón. Pensé entonces en la siguiente imagen: una ciudad congelada por ese enorme sepelio público. Y el paso siguiente fue jugar con la idea de que el velatorio de Eva Perón había cancelado todo velatorio privado. Por lo tanto, los Pechof no podían enterrar a su sobrina. Y era imprescindible hacerlo. Pues la sobrina representaba el último obstáculo para que los Pechof se convirtieran en la familia Gutiérrez Anselmi una familia de patricios argentinos, con todas las ventajas de ascenso económico y de clase que eso conllevaba.
   La imagen que inició la novela Los Papeles de Miranda me la facilitó el pintor Arturo Michelena: la de "Miranda en La Carraca". Y la imagen que presidió Las dos muertes del general Simón Bolívar fue la de un Bolívar ya muerto, presenciando su autopsia, observando cómo iban desmantelando la habitación donde había fallecido. Supuse que ese Libertador con semejante carga de inmortalidad estaba en condiciones de presenciar su propia muerte.
     Finalmente, en relación a Los años de la guerra a muerte, la imagen original consistió en las dos cabezas que Antonio Nicolás Briceño, alias El Diablo Briceño, ordenó seccionar del tronco de dos ancianos españoles.
    Briceño despachó las cabezas de los ancianos en dos cajones, acompañadas de sendas cartas dirigidas a los comandantes Manuel Castillo y Simón Bolívar. Y esas cartas de presentación de dos cabezas contribuyeron a convocar otra poderosa imagen. Según una indagación plausible recogida por el historiador José Manuel Restrepo, la primera línea de esas misivas estaba escrita con la sangre de las víctimas.
     Espero haber acertado con los pormenores y transmitido al lector la vívida imagen que adquirió en mi mente el episodio de las dos cabezas:
   "El  coronel Castillo  sigue  dictando  a   su  secretario  la  carta (de  respuesta  a  Briceño)   mientras  observa  la  frente y  los  ojos  del   anciano  Félix  Sánchez asomando de  un  cubo de madera. El resto de la cabeza está envuelto en vendajes  hechos con tela de  lona embreada. La cabeza ha sido encajonada con trozos de hielo, que forman  una argamasa con aserrín y paja. A un costado del cubo  de madera  está  la  carta  que Briceño le escribió al coronel  Castillo  informándole   del  envío  de  la  cabeza  del anciano. La  fecha,  9  de  abril  de  1813,  está  escrita  en sangre. El número  “1813” está  corrido, el  “3”  concluye  en  un  manchón. Por  breves  momentos,   mientras el coronel Castillo va hilvanando la siguiente frase,  piensa si Briceño ha  mojado la sangre en la misma pluma con que escribió el resto de la carta usando tinta violeta”.
       Debo añadir otro dato: si bien la idea original de Los años de la guerra a muerte se originó en las dos cabezas de los ancianos, un factor importante en la elaboración de la novela fue el seudónimo de “El Diablo”. Un seudónimo que si bien fue aplicado originalmente a una interpretación teatral que hizo Antonio Nicolás Briceño en su niñez, contribuyó a modificar su talante y hacer temi   ble su figura tras la declaración de la Independencia. Al menos entre aquellos que no conocían a Briceño. Pues era plausible suponer que con ese apelativo Briceño encarnaba a un ser poseído por el demonio. La época de la guerra a muerte no se prestaba a sutilezas.
       Pero las apariencias engañan. Evidencias de contemporáneos de Antonio Briceño aseguran que era un ser gentil, más inclinado a las diabluras que a tareas demoníacas. Y además, que poseía una gran virtud y una enorme generosidad. Tras ser condenado a muerte, en lugar de suplicar por su vida luchó por salvar la de su edecán, Buenaventura Izarra.
      Según nos cuenta Juan Vicente González, “El 15 de junio de 1813, a las dos de la mañana, después de haber recibido el viático, el coronel Briceño suplicó al comandante de la real cárcel le llamase a Buenaventura Izarra; y conducido éste a su presencia, le pidió perdón de rodillas, diciendo en alta voz a los oficiales presentes; 'Señores, Izarra es inocente; soy la causa de que padezca, pues desde San Cristóbal a San Pedro se desertó tres veces, y otras tantas fue preso por mi orden, intimándole lo pasaría por las armas como volviese a reincidir: lo declaro por el terrible momento en que me hallo y para descargo de mi conciencia'”. Desde la capilla, dice Juan Vicente González, “Briceño salvó del presidio al desgraciado Izarra”.
     ¿Cómo hacer concordar ese militar que ordena cortar las cabezas de ancianos españoles, con ese hombre que pasa las últimas horas de su vida rogando a las autoridades no por su vida sino por salvar a uno de sus subalternos?
     En Briceño parecería coexistir una asombrosa crueldad, y una admirable compasión. El cruel Briceño está de cuerpo entero en su proclama de exterminio a los españoles. Una proclama que impresiona al historiador y fascina al novelista pues ofrece ascensos militares a cambio de las cabezas segadas al enemigo.
    El inciso noveno del plan de Briceño dice: “se considera mérito suficiente para ser premiado y obtener grados en el ejército presentar un número de cabezas de españoles–europeos, incluso los isleños. Y así, el soldado que presentare veinte será ascendido a Alférez vivo y efectivo; el que presentare treinta, a Teniente, el que, cincuenta, a Capitán; etc.”
     Dos siglos después de divulgarse ese plan, todavía su lectura causa asombro. Es obvio que sembró el terror en el corazón de algunos mansos españoles, y la ira en aquellos que decidieron evitar el cumplimiento de esa amenaza por métodos aún más sangrientos.
    Y está además la carta que Dolores Aristiguieta, esposa de Antonio Nicolás Briceño, le escribió a su marido comentándole la repercusión que había tenido el envío de sus dos cabezas.
    He leído muchos epistolarios. Pero no hay nada que se asemeje, ni siquiera remotamente, a esa carta que envió Dolores Aristiguieta a su cónyuge y fechada en Cúcuta, en abril de 1813, donde menciona “sobre el hecho de las cabezas remitidas”.
    Dolores Aristiguieta, una mujer que según sus contemporáneos era muy dulce, muy equilibrada, aprueba en esa carta la acción de su esposo por “las ventajas que podamos experimentar con sólo la ejecución de estas dos cabezas”.
     De manera ingenua, Briceño presumía que con esa brutal amenaza se acabaría toda resistencia por parte de los españoles. No olvidemos que Briceño y otros próceres estaban deslumbrados por la Revolución Francesa y por una frase, creo que de Dantón, en la cual el revolucionario reprochaba a los franceses su blandura, diciendo, aproximadamente: “Cobardes, por no haber guillotinado hoy a 500 aristócratas, mañana deberéis guillotinar a 5.000”. Por lo tanto, la idea de Briceño era cortar de un solo tajo no sólo las cabezas de dos españoles, sino la hidra de la contrarrevolución. Y su esperanza era poner fin, con esa amenaza, a la guerra entre españoles y criollos. Esto es, Briceño postulaba la suma crueldad de un momento, para evitar años de crueldades mayores. La intención no era mala, aunque el futuro demostró su error.
Pero hay otro elemento de esa carta escrita por Dolores Aristiguieta que me impresionó. Es evidente que en el matrimonio imperaba una felicidad conyugal que ni siquiera la violencia de esa época logró destruir. Allí, en esa carta, se muestra de cuerpo entero a una pareja de mantuanos bien avenidos que en otra época menos catastrófica hubiera podido engendrar más hijos, observarlos crecer, y darles nietos, y que con la misma entereza afrontó, en 1813, la guerra a muerte.
     En medio de las ruinas, en medio del terror, se desprende de esa carta un cálido espíritu hogareño. Dolores Aristiguieta reconoce que han existido algunas críticas a la acción de su esposo, aunque sin considerarlas excepcionales. Como dice en su carta: “En fin, ha habido de todo: unos aprueban tu hecho, que creo que en el interior se han alegrado infinito. ... Y yo, bien contenta”. Pero si esa carta impresiona por el tono, su final es de antología. Dolores menciona a su hija Ignacita. Y allí, el cálido espíritu hogareño alcanza su pináculo. “Ignacita”, dice la carta, “te da sus besitos y te manda una cajita de dulce de leche”. Esa cajita de dulce de leche ha rondado mi mente aún más que las dos cabezas que el Diablo Briceño envió a Castillo y a Bolívar.
     Jorge Luis Borges decía que Dante había convencido a sus lectores de la existencia del infierno tras ofrecer las medidas exactas de su puerta de ingreso. Esos detalles arman una narración e inducen al lector a confiar en el texto.
      Esa cajita de dulce de leche recuerda el episodio de Cien años de soledad en que un cura asciende al cielo mientras bebe una taza de chocolate. Gabriel García Márquez señaló en un reportaje que si el cura hubiera subido al cielo sin esa taza de chocolate cobijada en su mano derecha, nadie hubiera creído en su ascenso. Sin la cajita de dulce de leche que Ignacita envía a su adorado padre, poco antes de ser ejecutado por los españoles, todo el episodio parecería un delirio.
      Y eso me remite a otro aspecto más vinculado a la narrativa que al ensayo. En esa carta de Dolores Aristiguieta puede descubrirse que el ser humano demora en acomodar sus emociones a un nuevo contexto. O tal vez, que nunca lo consigue. Quizás esa es la razón de que nos sentimos más cerca de Homero que de muchos historiadores contemporáneos. Las inquietudes humanas no se han alterado decisivamente en milenios. La ira de Ulises no se diferencia mucho de la ira que siente un ser humano de esta época, pese a que Ulises fue un semidios y nosotros somos seres que en escasas ocasiones nos elevamos por encima del común de los mortales.
      La valentía, la cobardía, la compasión, el miedo a la muerte, son atributos o defectos que pertenecen a todas las épocas, y persistirán hasta el día del juicio final. Y es muy difícil que los lectores olviden a un narrador capaz de describir de manera auténtica esas emociones, y que muestre la naturaleza de los conflictos, los formidables obstáculos que se cruzan en nuestro camino, la forma en que algunos de ellos nos abruman y nos destruyen, y la manera en que otros logran ser superados.
     Antonio Nicolás Briceño marchó con valentía y orgullo hacia el cadalso. Vivió su muerte como vivió su vida, con intensidad, con fervor, hasta con cierto pudor.
     Dejemos nuevamente a Juan Vicente González que se ocupe del héroe en su momento final. Cito frases que ya son imborrables: “Ejecutóse la sentencia a las ocho de la mañana. Briceño iba delante de sus compañeros, al son de un tambor y acompañado de un sacerdote; y así atravesó el camino que conducía de la prisión al lugar del suplicio. Marchaba con paso firme, como si no le esperase la muerte. Cayó a la primera descarga: su cabeza fue colocada fuera de la ciudad en dirección a la villa de San Cristóbal; su mano derecha se guardó 'para exponerla a su tiempo en el pueblo de la Victoria en el paraje donde por su orden fueron ajusticiados dos sacerdotes'. Su cadáver mutilado y los cadáveres de sus compañeros fueron conducidos al cementerio de la iglesia parroquial donde quedaron sepultados”.

Aquí concluyen las imágenes que engendraron una novela. En la segunda parte aludiré a la violencia engendrada por la palabra y a la reelaboración del pasado, una mala costumbre de los ensayistas que desde el poder intentan acomodar la historia a las necesidades políticas de los autócratas de turno.

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