lunes, 13 de mayo de 2013

La escritura escindida de Jorge Luis Borges



Mario Szichman

Para Guadalupe Isabel Carrillo

     Vladimir Nabokov, un escritor que nunca ha despertado mi interés, aunque escribió algunas narraciones muy buenas cuando aún vivía en Europa, entre ellas un relato titulado El ojo, dijo de Borges que parecía un pórtico griego. “Uno lo atraviesa”, señalaba Nabokov, “y detrás no hay absolutamente nada”. (Otro buen comentario de Nabokov es el que comparaba a Salvador Dalí con Norman Rockwell, un genio del kitsch. Nabokov decía que ambos parecían “hermanos gemelos, secuestrados por gitanos en su infancia”).
     He precedido la frase de Nabokov para escudarme por lo que voy a añadir ahora: Creo que la escritura de Borges se hubiera beneficiado con un buen editor.
     En los últimos años la crítica literaria en América Latina ha decaído bastante, y la tendencia es no tocar ni un cabello a los mitos consagrados.  Existe una cierta tradición de sumisión y obsecuencia con respecto al texto y al escritor que ingresó al Parnaso literario. Y los libros de crítica suelen ser bastante aburridos. Por lo tanto, de vez en cuando, se necesitan algunos puñetazos (totalmente simbólicos, no como los que prodigan los chavistas a sus adversarios políticos). Brecht decía que los puñetazos son mejores que el aburrimiento, pues el aburrimiento es lo peor de todo. 
    Uno de los mejores comienzos de novela que conozco pertenece a Ferdydurke, de Witold Gombrowicz, un excelente escritor polaco. El protagonista de Ferdydurke, “en medio del camino de la vida”, como Dante, de repente regresa a la niñez y al colegio. En una clase, un maestro ordena a sus alumnos sentir una enorme admiración por un poeta. La clase de ese día está destinada a “explicar y aclarar a los alumnos por qué el gran poeta Slowacki despierta en nosotros el amor, la admiración y el goce”. Y a continuación, el maestro dice: “Así, pues, señores, yo primero recitaré mi lección y después ustedes recitarán la suya”.
     Pero de repente, estalla la rebelión en el aula. Uno de los alumnos le informa al maestro que a él no le encanta el gran poeta Slowacki. “No puedo leer más que dos estrofas y aún eso me aburre. ¡Dios mío, socorro, ¿cómo me encanta si no me encanta?” pregunta desesperado.
     Ante la intransigencia del alumno, el maestro comienza a angustiarse y le explica que él tiene mujer y un hijo, y otras bocas que alimentar. “¡Tenga por lo menos piedad del niño!” grita el maestro. “Es indudable que la gran poesía debe admirarnos y conmovernos… Y si a lo mejor Slowacki no le conmueve, no me diga, oh, no me diga que no le sacuden en lo más profundo Mickiewicz y Byron, Pushkin, Shelley, Goethe…”
     Pero el alumno no cede. “A nadie sacuden. Nadie se interesa, todos se aburren”, dice el alumno al maestro. “Nadie puede leer más que dos o tres estrofas. ¡Oh, Dios! No puedo. Nadie puede”.
     El sudor empieza a bañar la frente del maestro. Toda la estantería de la enseñanza que se aprende sin ton ni son, de memoria, con la lengua a un costado de la boca, está a punto de derrumbarse. Como recurso desesperado el maestro saca de su billetera las fotografías de su esposa y de su hijo, y se las muestra al alumno, con el propósito de emocionarlo. De esa manera, el educando podrá empezar a conmoverse con el poeta Slowacki, admirarlo sin críticas ni reparos, y sentirse sacudido por sus versos.
    Algo así me ocurre con esa corporación de adoradores y adoratrices de Borges cuando escucho algunas de sus ponencias. Es como si Borges nunca hubiera cometido errores. Hasta Homero se quedó dormido en ciertas ocasiones, pero no Borges, que como el hombre invisible era insomne, pues sus párpados no bloqueaban la luz.
     He estado leyendo a Borges desde la década del setenta. Inclusive en una ocasión, en 1975, lo entrevisté en su apartamento. Tuve que hacer una cita previa por teléfono. Borges me preguntó mi apellido, y me pidió que se lo deletreara.
Creo que la cita era al día siguiente. Borges me abrió la puerta. Vestía con mucha elegancia. A pesar de que la entrevista había sido acordada para la mañana, Borges estaba ataviado con saco y pantalón gris, camisa y corbata. En la solapa había una especie de botón plateado del cual emergía una delgada cadenita de plata que se hundía en el bolsillo superior de su saco. Después me enteré que dentro del bolsillo había un reloj.
    Tras sentarnos, Borges comentó que encima de su apartamento vivía su madre, y que su madre se estaba muriendo. Y enseguida arremetió con mi apellido. Me explicó la genealogía del apellido Szichman, y eso me puso muy orgulloso. Con tantos pogroms que la familia Szichman había tenido que eludir (bueno, no todos) con tantas asechanzas y fugas, a nadie se le había ocurrido inspeccionar nuestra genealogía, o averiguar si contábamos con un escudo de armas. Así estuvo Borges divagando, durante diez minutos. Pero yo estaba prevenido. Pues en los círculos literarios de Buenos Aires se sabía que Borges tenía una coqueta manera de mostrar su sapiencia. Solía preguntar a sus entrevistadores el apellido, los citaba para el día siguiente, y en el ínterin pedía a alguna de sus ayudantes que revisaran el apellido en algún diccionario genealógico[i].
     Recuerdo la entrevista porque ya en esa época me encandilaban las ideas de Borges, y ya en esa época su estilo me hacía chirriar los dientes. Pierre Menard, autor del Quijote es una ocurrencia genial. Tratados enteros podrían escribirse sobre el cuento en que un escritor contemporáneo de  Bertrand Russell decide componer no otro Quijote, “sino el Quijote” trastornando, con ese solo gesto, toda la idea de la literatura. El texto de Menard es absolutamente igual al de Cervantes. Excepto que su estilo es “arcaizante” y “adolece de alguna afectación”, a diferencia de su precursor “que maneja con desenfado el español corriente de su época”.
    De todas maneras, un buen editor le hubiera recomendado a Borges amputar  buena parte de las tres primeras páginas del relato, donde tanto la erudición como el humor son abigarrados y deplorables.
     Cuando Borges no se preocupaba por el público al que se dirigía, y al que necesitaba seducir, era incomparable. Puedo citar muchísimos relatos y ensayos, pero creo que es suficiente con mencionar El idioma analítico de John Wilkins, Kafka y sus precursores o El acercamiento a Almotasim para verificar que era un maestro. Es el Borges que todavía no estaba muy al tanto de que era borgesiano. Basta recordar que una sola frase de  El idioma analítico de John Wilkins desató el texto de Las palabras y las cosas, de Michel Foucault[ii]. En Kafka y sus precursores Borges invierte la causa y el efecto, y en lugar de mostrar a los escritores marcados por Kafka, muestra aquellos que Kafka ha transformado en sus antecesores, pues “su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro”. Y en El acercamiento a Almotasim Borges nos brinda el argumento para una magnífica novela: “La insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos”. Hay frases por las cuales daría (simbólicamente) mi brazo derecho. Me deslumbra su evocación de “aquel inverso mundo de Bradley, en que la muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe”. ¿Y quién puede superar esta frase para definir al etéreo personaje de H.G. Wells?: “El acosado hombre invisible que tiene que dormir como con los ojos abiertos porque sus párpados no excluyen la luz, es nuestra soledad y nuestro terror”. En ocasiones, inclusive un ultramontano como Borges podía ser muy sabio, como cuando señalaba que “quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas, suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas”.

¡NO LO DIGAS, VIEJO, DEMUÉSTRALO!

     Pero a pesar de todo creo que Borges se hubiera beneficiado con un buen editor. Hay ciertas palabras y frases que parecen escritas por un hombre con oído de lata. Por ejemplo, en Funes el memorioso,  el primer recuerdo que tiene el narrador del protagonista es “muy perspicuo”. (¿Perspicuo?[iii]) Y después, abundan en su prosa las abominables menciones a una variedad de cosas abominables, además de las aguas elementales, los nubarrones sin límites, mucha infamia,  innumerables antepasados, desvanecidas primaveras,  idénticas noches, los colores de los otoños, las confesiones íntimas y generales, eso que le ocurre a un hombre y que le ocurre a todos los hombres, tantas cosas remotas y perdidas (a veces un paisaje, otras un  soldado), tantas puertas infinitas, tantos fatigados atardeceres, esos desvaríos laboriosos y empobrecedores, las lámparas que ilustran los andenes, y especialmente esos espejos que además de ser abominables, porque como la cópula, multiplican el número de los hombres, nunca reflejan una figura de cuerpo entero y se dedican en cambio a inquietar el fondo de los corredores. Después de cierto tiempo, tanta frase bonita comienza a atacar los nervios del lector.
      Uno de mis ídolos en materia de crítica literaria es Dwight MacDonald, pues nunca temió recibir palos, o propinarlos.  Leon Trotski dijo de él: “Cada hombre tiene derecho a ser estúpido, pero el camarada MacDonald abusa del privilegio”.  Y el novelista Gore Vidal señaló que MacDonald “Nada tiene que decir, sólo añadir”.
     Pero es indudable que Dwight Macdonald fue uno de los mejores críticos literarios y políticos de Estados Unidos a mediados del siglo veinte. No era un hombre de letras en el estilo de Edmund Wilson, o de H.L.Mencken, o del propio Gore Vidal. Su producción es relativamente escasa, si se la compara con esos monstruos de la cultura norteamericana. Y es que Macdonald volcó su producción en revistas. Su única producción monumental consistió en cartas enviadas a amigos y a enemigos. Pero los trabajos que escribió para publicaciones como Esquire, The New York Review of Books, The Partisan Review, o Politics –que dirigió entre 1943 y 1949– han sido suficientes para brindarle una perdurable fama. Recopilados en los libros “Masscult and Midcult”, “Against the American Grain” y “Discriminations” muestran a un ensayista satírico de la talla de Mark Twain, o de Ambrose Bierce, quien en una ocasión despachó la crítica de un libro en esta sola frase: “Hay demasiada distancia entre la portada y la contraportada”.
     MacDonald disfrutaba arremetiendo contra las instituciones culturales norteamericanas, o contra sus productos. De la Fundación Ford dijo que era “una gran masa de dinero totalmente rodeada de gente que desea parte de él”. Y dio esta definición de la revista Time: “Del mismo modo en que el fumar nos permite hacer algo con nuestras manos cuando no las estamos usando, Time nos permite hacer algo con nuestras mentes cuando no estamos pensando”.
     Su trabajo más famoso es Masscult and Midcult[iv], donde MacDonald analiza algunos productos de la cultura de masas, y sus manifestaciones “literarias”, como El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, Our Town, de Thornton Wilder, J.B. de Archibald MacLeish, y John Brown´s Body, de Stephen Vincent Benét. Pero entre las reseñas sobresale la crítica a la novela de Hemingway, escrita con una evidente mala leche. El Hemingway que inventó el diálogo moderno en la literatura norteamericana aparece como un ser pomposo, que escribe “en esa falsa prosa bíblica que usó Pearl Buck en The Good Earth”, dice MacDonald. Hay apenas dos personajes, y no son individualizados. Uno es “el viejo”, y el otro “el muchacho”, pues, como explica MacDonald, darles nombre y apellido podría eliminar “el Significado Universal”. Inclusive MacDonald cuestiona la decisión de Hemingway de darle un nombre específico al pez (es un marlín) aunque en líneas generales, el escritor sólo alude a “El gran pez”.
    El diálogo es al mismo tiempo “anticuado”, y “digno”, y también “muy poético”. Y cuando se discute el talento de Joe di Maggio como beisbolista, Hemingway intenta una fusión de “literatura y democracia”, y el resultado, como lo demuestra McDonald, es absolutamente deprimente.
Pero el gran final de la crítica es cuando el protagonista enuncia su célebre frase: “I am a strange old man”, Soy un viejo extraño. Y ahí MacDonald demuele la novela con su frase: “Prove it, old man, don´t say it.” No lo digas, viejo, demuéstralo.
     Creo que Borges empezó a trastabillar cuando descubrió que era borgesiano. Algún alma caritativa tendría que haberle aconsejado dejar de ser maestro, y no cultivar tantos discípulos. Pero ¿Quién podía convencer a Borges? De todas maneras, muchas de sus descripciones, muchos de sus inventarios, muchos de sus catálogos, podrían haber sido descartados sin afectar su prosa. Por el contrario, la hubieran mejorado. Alguien tendría que haberle dicho en alguna ocasión: No lo digas, viejo, demuéstralo.



[i] Hace algunas semanas, conversando con un entrañable amigo, Carlos Perellón (autor de una excelente novela, La ciudad doble), me contó que en una ocasión tropezó literalmente con Borges en el hotel Plaza de Nueva York, y le pidió una entrevista. Borges lo citó para un desayuno al día siguiente, y lo primero que hizo fue explicarle la genealogía del apellido Perellón.
[ii]  La frase que maravilló a Foucault alude a una enciclopedia china donde “está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”. 
[iii] Perspicuo: Claro, transparente y terso. Dícese de la persona que se explica con claridad, y del mismo estilo inteligible. Diccionario de la Real Academia Española.
[iv] Masscult and Midcult, Essays Against the American Grain. New York Review Books, 2011.

1 comentario:

  1. Mario: El texto es excelente. Muestras una erudición que pasma, en serio lo digo. Y estoy de acuerdo en lo que señalas: no debemos crear tótems. Lo mismo que comentas en tu otro artículo sobre Cortázar es verdad. Ángel Rama en su artículo sobre el Boom Latinoamericano señala justamente cómo estos exitosos escritores cayeron en la tentación de publicar textos deficientes y de poca calidad, entre ellos nombra a Cortázar con Rayuela y El libro de Manuel. Rama critica con justa razón la medianía de esos novelas, como también lo percibes tú. es lo mismo que pasa hoy con Roberto Bolaño cuya verborrea muchas veces deja exhaustos a los lectores que hemos sentido curiosidad por su estridente fama. Hay que seguir haciendo un trabajo de justa crítica sin temor a hablar de los aplaudidos. Mil felicidades,

    Guadalupe Carrillo
    Investigadora de la Universidad Autónoma del Estado de México.

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