lunes, 8 de julio de 2013

Cuando el novelista juega a ser Dios



Mario Szichman
Para Alexis Rojas Paredes

Dashiell Hammett escribió buenas novelas policiales, como El halcón maltés, o La maldición de los Dain. También una excelente: Cosecha roja, y una excepcional: La llave de cristal.
Siempre me fastidió el comienzo de El halcón maltés. Todavía se me curvan los dedos de los pies cuando leo la descripción del rostro de Sam Spade, con su mandíbula prolongada y huesuda, y su mentón una “V” que sobresale bajo la “V” más flexible de su boca. Las ventanas de su nariz se curvan para fabricar otra “v” más pequeña. El motivo de la “V” reaparece en sus espesas cejas. Ah, y además Spade parece un Satanás rubio. Y eso proviene de la pluma del mismo escritor que prácticamente inventó el diálogo moderno en la novela policial, y que prefería dedicar su tiempo y su talento a explicar no un rostro, sino el diseño de los cigarros que fumaba Ned Beaumont, pues ayudaban a dar precisos atributos a la meticulosa personalidad del gángster en La llave de cristal.
Pero hay un personaje que se roba la trama de El halcón maltés. No es ninguno de sus protagonistas,  aunque Joel Cairo es casi tan perfecto como su protector, Kasper Gutman, y Brigid O'Shaughnessy es la mejor femme fatal del policial negro. El hombre que ocupa apenas media docena de páginas en El halcón maltés y contribuyó a crear como nadie la leyenda de Dashiell Hammett se llama Flitcraft , un apellido carente de nombre, y un personaje que carece de razón de ser en la novela. 
EL HOMBRE AL QUE
LE CAYÓ LA VIGA
Un novelista ambiciona que todos los personajes cuenten, que ayuden a desarrollar la historia,  que entren en conflicto, que ninguno lleve la voz cantante. Por supuesto, estoy hablando de los buenos novelistas. El atributo principal del mal novelista es jugar con cartas marcadas, sujetar a todos los personajes a su coyunda, hacerles decir lo que él piensa y refutar de manera contundente a quienes no piensan como él. Podría darles un ejemplo muy famoso, pero prefiero no hacerlo. Estoy seguro que abundan los lectores que tienen sus propios ejemplos de esos narradores que dictan cátedra de literatura usando a sus personajes  como marionetas.
El private eye Sam Spade le cuenta a su cliente Brigid O'Shaughnessy la historia de Flitcraft a propósito de nada.  Posiblemente para llenar un vacío temporal mientras aguarda una llamada telefónica de Joel Cairo. Pero la historia de Flitcraft tiene una gran importancia para Spade, pues cuando la narra habla “con una voz estable, firme, carente de énfasis o de pausas”, aunque a ratos repite “una frase ligeramente reordenada”, como si hubiese sido esencial contar cada detalle “exactamente de acuerdo a lo ocurrido”.
Al principio Brigid O´Shaughnessy escucha el relato con escasa atención, “más sorprendida por el hecho de que Spade cuente la historia, que interesada en ella”. Su curiosidad no radica en la historia que cuenta el detective, sino en descubrir los motivos de Spade al narrar la historia. Es un ejercicio en perversión. Brigid O´Shaughnessy escucha a Spade como si fuese el lector de El halcón maltés. Y ese lector, es decir, nosotros, se siente incómodo cuando el protagonista de una novela hace un aparte. Recuerda esas películas en que Bob Hope actuaba en tándem con Bing Crosby. Siempre, en algún momento de esos filmes, Hope  giraba la cabeza para establecer complicidad con el espectador sentado en la butaca del cine. Suponemos que el escritor, el director cinematográfico, hacen un pacto para que suspendamos la incredulidad y caigamos por su puerta trampa. Y de repente, cuando menos lo esperamos, viene el balde de agua fría: el protagonista nos mira a los ojos, se hace cómplice de nuestra mirada, y destruye la suspensión de la incredulidad.
Hammett comete dos transgresiones contra el género policial. La primera es hacer un aparte. La segunda es paralizar la acción, probablemente el peor crimen que puede cometer un novelista de mysteries. Pues ese tipo de novelistas es una especie de juglar, cuya tarea es mantener siempre tres o cuatro clavas de malabarismo en el aire. La acción debe ser cada vez más rápida a medida que pasamos las páginas, los eventos cada vez más cargados de peligro, las asechanzas gradualmente mayores, los peligros casi insolubles. Y de repente, Hammett decide sentar a dos de sus protagonistas frente a frente, y contar una historia carente de antecedentes y consecuentes en su trama. Y ni siquiera hay diálogo. Un protagonista habla, el otro se limita a escuchar. Hay, en ocasiones, un gesto de asentimiento. Y sin embargo, ese relato fuera de la narración transporta El halcón maltés a una dimensión diferente. Con Flitcraft ingresa el discurso filosófico a un género no precisamente dado a la meditación. ¿Cómo logra Hammett violar las reglas del género, y sin embargo alzarse con la suya? Y para ahondar un poco ¿Cómo logra Jim Thompson en The Getaway transformar la historia de un atraco a un banco en una visita al infierno donde una pareja de amantes pasa sus días finales programando sus mutuos asesinatos?
Esta es la historia que narra Hammett en El halcón maltés: Un día, un hombre de apellido Flitcraft abandona su oficina de bienes raíces, en Tacoma, para ir a almorzar, y desaparece. Su esposa e hijos cesan de verlo, aunque no había previas desavenencias conyugales. Flitcraft estaba en buena posición económica, y eso hizo que la policía descartara la posibilidad de que huyera abrumado por las deudas. En cuanto a otra mujer en su vida... Parecía poco plausible, pues sus hábitos cotidianos lo hubiesen delatado.
El episodio de Flitcraft ocurrió en 1922. Cinco años después, mientras Spade trabajaba en una agencia de detectives en Seattle, se presentó en su oficina la esposa de Flitcraft y le dijo que alguien había visto a una persona muy parecida a su esposo en un sitio de Spokane. Por lo tanto, Sam Spade se dirigió a Spokane, y de inmediato localizó al esposo desaparecido. Flitcraft se había cambiado el apellido por el de Pierce. Tenía una empresa que vendía automóviles, ganaba buen dinero, se había vuelto a casar, el fruto de su matrimonio era un hijo varón, y su posición económica era muy desahogada.
Flitcraft, dijo Spade a Brigid O´Shaughnessy, no tenía sentimientos de culpa. Había dejado a su primera familia en excelente posición económica, y lo que había hecho le resultaba perfectamente razonable.
El episodio que cambió la vida de Flitcraft fue que cuando se dirigía a almorzar pasó delante de un edificio en construcción, y una viga cayó muy cerca suyo y estuvo a punto de matarlo. “Fue”, dijo Spade, “como si alguien hubiera levantado una tapa mostrándole cómo era realmente la vida, y cómo funcionaba".
Flitcraft había sido siempre un buen ciudadano, un buen esposo, un buen padre de familia. No porque alguien lo obligara, sino porque se sentía bien así. Había sido criado de esa manera. La vida, para él, era un asunto claro, responsable, ordenado. Y de repente, una viga que había caído del cielo y que estuvo a punto de matarlo le demostraba que la vida no era nada de eso, y que podría haber muerto pese a sus sólidas virtudes. Flitcraft no se había salvado por sus sólidas virtudes, sino de pura casualidad. Y el paso siguiente de Flitcraft fue aceptar que estamos gobernados por la providencia, o el azar, o la fatalidad, o lo que sea, y que para él era necesario iniciar una nueva vida. Si la vida podía terminar de esa manera desconcertante a raíz de la caída de una viga, pues Flitcraft cambiaría totalmente su vida alejándose de todo lo que resultaba habitual.
Y el ex señor Flitcraft se dirigió a San Francisco, durante un tiempo vagabundeó por la Costa Oeste de Estados Unidos, y finalmente decidió asentarse.  Se enamoró de una mujer muy parecida a su esposa, y se casó. El segundo hogar de Flitcraft era muy similar al primero. Pero Flitcraft no se arrepintió de lo que había hecho.
“Eso es lo que siempre me gustó de Flitcraft”, le explicó Spade a Brigid O´Shaughnessy. “Primero aceptó la idea de que una viga le podía caer en la cabeza. Y luego, cuando ninguna otra viga cayó a su paso, aceptó la idea de que no habría más vigas cayendo cerca de su cabeza”.
Creo que Hammett consumó con Flitcraft un verdadero acto de magia. Un poco lo que hizo Balzac en el final de Ilusiones Perdidas, al sacar de la galera del mago a un hombre cuya única pasión era devorar papel.  No olvidemos que uno de sus personajes, David Sechard, es el dueño de una imprenta, un apasionado observador y víctima de los cambios registrados en la publicación de libros. Y que Lucien de Rubempré, el protagonista, es un periodista con ambiciones de escritor.
Mientras Balzac, con su transgresión a las pautas narrativas cierra con broche de oro una novela que es, en definitiva, el recuento de todo lo que constituye el acto de escribir y de publicar, Hammett instala la transgresión en los primeros capítulos y nos muestra que somos juguetes del destino. Y el azar que decidió a Flitcraft a cambiar de vida marca también las peripecias de los personajes de El halcón maltés. En ambos casos, afortunadamente, se trata de transgresiones que abren nuevos caminos al arte de narrar.

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