lunes, 15 de julio de 2013

La maldición de vivir en tiempos interesantes. La bendición de la censura




Mario Szichman


Para Concepción Reverte Bernal

El filme The Third Man, con guión de Graham Greene y dirección de Carol Reed (1948) tiene varios elementos interesantes. Allí actúa la esplendorosa Alida Valli –por esa época casi tan célebre por su belleza como por su pasado fascista– y Joseph Cotten, protagonista de una de las mejores películas de Alfred Hitchcock: The Shadow of a Doubt. Pero en realidad, quien se roba la película es Orson Welles en su papel de Harry Lime, un inescrupuloso vendedor de penicilina adulterada en la Viena de la posguerra. La actuación de Welles en el filme no debe haber sido superior a los diez minutos. Y sin embargo, es el único personaje inolvidable.
Welles era famoso por “chewing the scenes”, tragarse las escenas donde participaba. Y si alguien quiere ver a un maravilloso actor no en la plenitud de su vida, sino mostrando a un cobarde jefe policial en su abyecta decadencia, tiene que conseguir  Touch of Evil (1958). Y, como diría Leonard Cohen, “That´s an order.”
Pero no hay nada que supere la escena de The Third Man conocida como “The ´Swiss cuckoo clock´ speech.” Alude a la frase que pronuncia Welles en su personificación de Harry Lime al retornar de entre los muertos y encontrar a su amigo Martins (Joseph Cotten) en la Rueda Gigante del parque de diversiones Prater. Martins expresa su disgusto a Lime porque está vendiendo medicina adulterada. Lime tiene un criterio diferente. Piensa que el crimen forma parte de la grandeza humana. Tras mirar por una ventana de la Rueda Gigante y observar a la multitud que se desplaza en los predios del parque de diversiones,  Lime compara a sus integrantes con puntos negros carentes de todo valor, y fácilmente prescindibles. Luego dice: “Bueno, como señalaba alguien, durante 30 años, en Italia, bajo los Borgia, hubo guerras, terror, asesinatos y derramamiento de sangre. Pero en ese lapso los italianos produjeron a Miguel Ángel, a Leonardo da Vinci y al Renacimiento.  En Suiza, gozaron de amor fraterno, tuvieron cinco siglos de democracia y de paz ¿y qué produjeron? El reloj cucú”[i]. 
Algo similar podría decirse de la España del Siglo de Oro. Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora, engendraron sus mejores obras sintiendo a sus espaldas el calor de las hogueras donde la Inquisición arrojaba a los herejes.  Todos ellos tuvieron que someter sus textos a seres muy cultos y muy paranoicos. Cada frase que escribían era contemplada con numerosos ojos. Los inquisidores eran inexorables. Algún día habría que investigar el papel que tuvieron esos censores en El Quijote, o en La vida del buscón. Aunque sospecho que no hicieron una tarea tan mala. El producto de ese desvelo ha perdurado medio milenio y las críticas suelen ser por lo general favorables.

El amor del censor

Aunque no somos partidarios de la censura,  sorprende que parte de la mejor literatura se haya producido bajo la sombra de un magistrado punitivo. Basta ver el caso de la Rusia zarista. ¿Cuántos países cuyos gobiernos no han practicado la censura pueden vanagloriarse de genios como Pushkin, Gogol, Dostoievski, Tolstoi o Saltykov–Schedrin?  ¿El lector recuerda alguna gran novela creada en el país famoso por los relojes cucú?
No hay que desdeñar a la censura. Creo, por ejemplo, que la censura franquista mejoró Viridiana, una de las mejores películas de Luis Buñuel. La trama narra el despertar sexual de la novicia de un convento (Silvia Pinal) tras visitar a un tío en su decadente mansión.  Luego de una serie de peripecias que parecen sacadas de la corte de los milagros, Viridiana decide soltarse literalmente el moño e ir a la cama con su primo, Jorge, un apuesto galán (Francisco Rabal).
El final ideado por Buñuel mostraba a Viridiana ingresando al dormitorio de su primo, y cerrando lentamente la puerta detrás de ella. Pero la censura española rechazó ese final, y obligó a Buñuel a inventar otro, que resultó todavía más sugestivo.  Viridiana golpea la puerta del dormitorio de su primo, y descubre que se encuentra acompañado de Ramona, su amante, con quien está jugando a las cartas. El primo invita a Viridiana a ingresar al dormitorio para que participe en el juego, y le dice “Prima, yo sabía que un día de éstos los tres terminaríamos jugando al tute”[ii].
Tal vez un sucedáneo del censor antiguo es el editor moderno, quien descubre joyas no en la aquiescencia, sino en la expurgación de un texto. Hay un famoso ejemplo. Tal vez la novela más impublicable de la literatura moderna norteamericana es Look Homeward Angel de Thomas Wolfe. El primer editor que la recibió fue William Sloane. Horrorizado ante el manuscrito, Sloane lo rechazó. Según contó el editor en sus memorias, el manuscrito de Wolfe llegó en un contenedor de madera. La novela había sido escrita con un bolígrafo, y sus páginas alcanzaban una altura superior a la de un piano. Después de leer unas 200.000 palabras del casi ilegible manuscrito, Sloane arrojó la toalla, y dijo que no podía publicar esa novela. La tarea fue encomendada a otro gran editor, Maxwell Perkins, quien leyó el manuscrito hasta el final, pues debía un favor al agente literario de Wolfe. Y recién en la última parte del manuscrito, y tras recomendar quitarle 66.000 palabras, Perkins descubrió algo valioso.
Durante mucho tiempo existió en círculos literarios de Estados Unidos la sospecha que Perkins había mutilado una obra maestra. Afortunadamente, en el año 2000, se imprimió Look Homeward Angel tal como había surgido de la cabeza de Wolfe. Y el resultado causó horror entre los admiradores del novelista. “The uncut versión” era una total basura, ilegible e insufrible. Un crítico dijo que Look Homeward Angel tendría que llevar en la portada la siguiente leyenda: “Escrita por Thomas Wolfe, recreada por Maxwell Perkins”.

La historia del capitán Kopeikin

Sospecho que los censores no dejan muchas huellas en los manuscritos. Hay que esperar siempre a una revolución para que haga saltar las cajas fuertes de los ministerios y permita descubrir el mecanismo de una burocracia. ¡Qué bueno sería escribir un libro sobre la censura de manuscritos! Tendría un inmenso valor para examinar qué valores defiende cada gobierno, y a qué le teme (aparte de la sexualidad). Pero hay sin embargo un atisbo en un texto: “La historia del capitán Kopeikin”, que Nikolai Gogol insertó en Las almas muertas, una novela casi tan desopilante como el Quijote.
La única edición de Las almas muertas que lleva a pie de página las acotaciones de la censura zarista al relato de Gogol es la de Seix Barral. No la he visto en otras publicaciones.
El capitán Kopeikin se introduce en la novela de Gogol a propósito de nada, como ocurría con el señor Flitcraft en El halcón maltés[iii], o como en los cuentos que Cervantes incorporaba al Quijote. Se trata de un inválido de guerra, que ha perdido un brazo y una pierna y decide pedir ayuda al emperador  “pues había vertido su sangre por el país y en cierto modo había sacrificado su vida”.
Desde el comienzo del relato la censura zarista usó un lápiz rojo y tijeras de podar para frenar una clara denuncia política de Gogol. Ni siquiera se permitía al capitán Kopeikin pedir ayuda al emperador. La palabra emperador fue tachada, y reemplazada por “las autoridades”.
El capitán Kopeikin viaja a San Petersburgo, en su época sede del gobierno, y observa una esplendorosa ciudad, que parecía salida de un cuento de las mil y una noches. El inválido soldado queda sorprendido por la insolente riqueza y la banalidad que exudan muchos habitantes de esa ciudad. Pero su único propósito es solicitar una miserable ayuda. ¿A quién pedirla? En el manuscrito original el capitán Kopeikin usa nombres concretos: el emperador, el ministro encargado de asistir a los soldados inválidos. En la versión corregida por la censura todo es genérico. El emperador, el ministro, son reemplazados por una anónima comisión, que además, es provisional. Los edificios donde se refugia la autoridad cesan de ser palacios, y se convierten en viviendas. El capitán observa una de esas viviendas tan parecida a un palacio.  “En vez de ventanas tenían cristales de cinco metros, que dejaban ver desde el exterior los jarrones y todo el mobiliario… en todas partes había mármoles de calidad, objetos de laca… En una palabra, amigo mío, había un lujo que hacía perder la cabeza”. En la versión de la censura zarista había cristales de cinco metros de ancho, pero a través de esos cristales ya no se podían ver los jarrones o el mobiliario. Había mármoles, pero no de calidad. Y se había eliminado el lujo que hacía perder la cabeza al protagonista.
El capitán Kopeikin, que en la versión original iba a pedir ayuda a un ministro, en la versión corregida iba a visitar a un jefe impreciso. No iba a pedir ayuda porque había perdido un brazo y una pierna. En realidad, en la versión censurada, el lector ignora por qué el capitán Kopeikin va a pedir ayuda, pues no se informa que es un inválido de guerra. El capitán que había vertido su sangre por la patria, se convierte en un pedigüeño más. Y para corroborarlo, la ayuda, que le es negada en la versión original, le es otorgada por la censura zarista. Para celebrar, el capitán Kopeikin se dirige a una taberna, come una costilla con alcaparras y  gallina a la jardinera, se toma una botella de buen vino, y concluye la velada yéndose al teatro. El censor zarista olvida inclusive que el capitán perdió una pierna en la guerra y lo pone a dar saltitos en una acera.
Y luego, el capitán Kopeikin retorna al comité provisional, previamente un ministerio, simplemente para exigir más dinero. “Nuestro hombre”, dice la versión censurada, “No pensaba más que en mujeres inglesas, empanadas y costillas”. Poco a poco, la versión original y la versión censurada emprenden caminos distintos. Dos diferentes capitanes Kopeikin se enfrentan. Uno, el imaginado por Gogol, es un pobre inválido de guerra, que intenta obtener una magra pensión para no morirse de hambre. El otro, imaginado por un censor zarista, quiere darse la gran vida hasta el final de sus días. La censura zarista reconstruye el cuerpo del capitán Kopeikin, y trueca su humillación y su invalidez en petulancia. Gogol, el maestro del grotesco, descubre, hacia el final de su vida, que gracias a la censura zarista se ha erigido un grotesco monstruo que se desprende de su vida, refuta sus denuncias, y transforma en burla total un relato esencial para entender su literatura.



[i]  La frase fue improvisada por Welles. Graham Greene dijo que surgió durante el rodaje porque el timing de la escena requería palabras adicionales. Hay algunas falsedades en la sentencia. El propio Welles reconoció luego que el reloj cucú no era un invento suizo sino alemán. Y la historia demuestra que durante la época de los Borgia, Suiza contaba con uno de los ejércitos más crueles y poderosos de Europa. Pero, como decía un periodista en el filme The Man Who Shot Liberty Valance, “En el Salvaje Oeste, cuando nos dan a elegir entre la verdad y la leyenda, nosotros optamos por la leyenda”.
[ii] Debe existir ya algún libro sobre las burradas que cometía la censura franquista. Como señalamos en un previo artículo, la censura franquista ordenó alterar la relación entre los amantes en el filme Mogambo interpretado por Clark Gable y Ava Gardner. En la traducción al español, los protagonistas se transformaban en hermanos. Los espectadores deben haber quedado horrorizados al observar que la pareja de hermanos se besaba apasionadamente y compartía la misma cama.
[iii] Aludí a ese personaje en una entrada anterior del blog: “Cuando el novelista juega a ser Dios”.

4 comentarios:

  1. Dicen que en la época de Videla, la censura argentina prohibió "El cubismo y su proyección actual", de Manuel Conde (Galería Theo, 1975) por creer que trataba de Cuba

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  2. Excelente texto, Mario. Además de los absurdos en los que puede caer el censor, hay situaciones verdaderamente increíbles. Cuando hicimos una investigación en la Universidad sobre la lectura de los universitarios, se llegó a la conclusión de que leían por obligación. La censura retrasó la publicación del libro durante varios meses porque los resultados no habían sido los ideales. Qué bueno que podamos denunciar y que tú lo escribas acá.
    Guadalupe Carrillo. Profesora Investigadora. UAEM.

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  3. Querida Guadalupe: gracias por corroborarme en mis sospechas. Gracias por esa perla que divulgas. Siempre la censura sirve al poder, y en muchas ocasiones, a la estupidez del poder. Fíjate lo que señala el periodista y ensayista Daniel Zadunaisky sobre el tipo de censura que practicaba la dictadura militar en la Argentina.
    Y gracias, también, por profundizar el diálogo. Ojalá que otros lectores se sumen a esta cruzada.

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