domingo, 29 de septiembre de 2013

1780: el año en que Don Quijote dejó de ser divertido


   Mario Szichman
      

 Después de la Biblia, el Quijote tiene un puesto de honor entre los libros menos leídos en idioma español. Y posiblemente debido a parecidas circunstancias: el ejercicio de la autoridad. La iglesia católica nunca ha sido muy proclive a dejar la lectura de la Biblia en manos de los legos, que pueden hacer curiosas glosas alejadas de la doctrina oficial. Y críticos, académicos y otros censores han aplicado similar autoridad a disuadir a los lectores sobre los beneficios de leer Don Quijote. ¿Para qué, si es suficiente con recordar que la novela transcurre en un lugar de la Mancha, de la cual el autor no desea acordarse, o que el protagonista libra una aventura arremetiendo contra molinos de viento, o que el Quijote es representante del idealismo y Sancho Panza vocero del materialismo?
La historia de la literatura registra escasas fechas sobre la transformación de un libro cómico en “una de las formas más famosas del tedio”, para usurpar la frase de Jorge Luis Borges. Pero podemos datar con precisión la efeméride del primer asesinato del Quijote. En 1780, la Real Academia Española decidió perpetrar una edición definitiva del Quijote. Para que no quedaran dudas sobre la beligerante transformación del texto, tanto la biografía de Cervantes como el análisis de su obra fueron redactados por un jefe militar, el coronel de artillería don Vicente de los Ríos.
Antonio Alcalá Galiano, en su “Literatura española del siglo XIX, de Moratín a Rivas”, dice que hasta que “apareció la magnífica edición del Quijote y el análisis crítico que la precede, la inmortal obra había sido leída y citada simplemente como un texto divertido”. Afortunadamente –para los críticos, que no para el lector-- el lecho de Procusto en el que fue embutida la novela permitió, asegura Alcalá Galiano, “valorar sus méritos” a fin de que la novela “con el transcurso del tiempo pudiese ser mejor comprendida”.
Y ahí se acabó la diversión. Don Quijote, una de las novelas más cómicas de que se tenga memoria, se convirtió en una de las formas más famosas del tedio.
Hay otras razones para disuadir su lectura. Muy pocos se animan a emprender la conquista del Quijote pues se trata de un libro –en apariencia– difícil. Básicamente, no ha envejecido bien. El lenguaje del ingenioso hidalgo ha avanzado por un lado, y el español por el otro. (Especialmente el de América). Cervantes dice “hanegas”, y nosotros decimos “fanegas”. Cervantes dice “fermosura”, y nosotros, “hermosura”. “Dalle”, en vez de “darle”, “estraño”, en vez de “extraño”, “mellecina”, en vez de “medicina”, “lanteja”, en vez de “lenteja”. Don Quijote se alimenta los sábados de “duelos y quebrantos”, un plato que ha sido la comidilla de muchos eruditos, y todo en él resulta extraño, desde sus ropas hasta sus hábitos. Personas que hablan otros idiomas tienen más suerte con Don Quijote, pues hay traducciones bastante modernas. Pero ¿quién se anima a ponerle el cascabel al gato y modernizar el lenguaje de Cervantes?      Mientras persistan las actuales condiciones, será muy difícil inducir a los lectores a que lean las aventuras del más famoso de los caballeros andantes. Es muy generosa la idea de regalar ejemplares de la novela a millares. Pero se requiere un paso más para que el libro sea devorado: su total prohibición.
            LA TENTACIÓN DE SCHWEIK
En su novela El buen soldado Schweik, Jaroslav Hasek cuenta que en un batallón checo se puso bruscamente fin al analfabetismo una vez las autoridades militares prohibieron la lectura de periódicos. Las autoridades del imperio austro-húngaro temían que los soldados se enteraran de una serie de derrotas sufridas en el frente de batalla. Apenas se emitió el edicto de censura, los soldados aprendieron a leer, y se dedicaron a buscar con ahínco toda clase de papel impreso, inclusive el usado para envolver el pescado. Algo similar habría que hacer con Don Quijote. Podría condenarse el libro a la hoguera, ocultarlo en sótanos o altillos, o eliminarlo de los estantes de las bibliotecas públicas.
Y una vez picada la curiosidad del lector mediante esos subterfugios, la segunda etapa sería dificultar el acceso de escasas copias. Funcionarios notoriamente corruptos podrían proveer algún ejemplar, pero sólo mediante el pago de una coima. Otros podrían distribuir copias de la novela con algunas de sus páginas arrancadas. Eso provocaría el interés del lector.
Y luego, habría que pasar a la segunda etapa, impulsar el interés por su lectura. Las objeciones que formulé antes no se van a desvanecer por un aumento del celo del lector. Don Quijote sigue siendo un libro difícil... aunque tiene numerosas recompensas. Y para hacerlo accesible, se requiere la guía de un experto amable, como Leo Spitzer, o Viktor Shklovski (Especialmente Shklovski), y obtener además un ejemplar comentado, ilustrado y bien organizado, que se haya salvado de la censura académica. Mi edición favorita es la de Aguilar, preparada por Justo García Soriano y Justo García Morales. De esa manera, el lector descubrirá por qué se califica al caballero de “ingenioso hidalgo”, en vez de “valeroso”, o “temible” (Don Quijote iba a ser en principio una novela corta en que Cervantes pensaba burlarse de su rival, Lope de Vega, alias “El fénix de los ingenios”), en qué consisten los famosos duelos y quebrantos (al parecer, se trataba de huevos fritos con tocino), y por qué la novela sigue siendo la más peligrosa sátira contra toda autoridad constituida. (Sólo Cervantes se atrevió a equiparar a los familiares de la Inquisición con demonios). El lector podrá ir más allá de la aventura de los molinos de viento, que por cierto es uno de sus episodios iniciales, conocer al Ginesillo de Pasamonte, el bribón más inmortal que ha generado la novela picaresca, descubrir, detrás del episodio en que el pacífico Rocinante es molido a palos por tratar de seducir a algunas yeguas, un incidente similar acaecido a Lope de Vega, y visitar con Sancho Panza la ínsula de Barataria, destruyendo así la peregrina idea de que el escudero es el representante del materialismo. También puede, en esa travesía, eludir algunas de las novelas cortas de Cervantes, que fueron insertadas para llenar espacio, y no son las mejores de su producción. Podemos asegurar que si sigue ese itinerario, el lector podrá reírse a mandíbula batiente, Y tras la primera lectura vendrán otras. (William Faulkner solía leer “Don Quijote” una vez al año). La novela comienza como una aventura y termina convirtiéndose en una adicción. Al igual que la Biblia, requiere una lectura personal. El Quijote es demasiado importante como para dejarlo en manos de coroneles de artillería.
                                                           
           

      

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