domingo, 20 de octubre de 2013

Para que se cumplan las escrituras


Mario Szichman

     “Es preciso releer, corregir hasta el último pelo de error”, nos propone El Supremo dictador José Gaspar Rodríguez de Francia en la novela Yo: el Supremo, de Augusto Roa Bastos. “Únicamente así, a las cansadas, cuando ya uno ni siquiera lo espera, surge el filo sobre el cual resbala, tras la última gota de sudor, una primera gota de verdad”.
     Fue una de las mejores definiciones que hizo Roa Bastos sobre el oficio de escritor, marcando la diferencia entre aquel que repite palabras prestadas por crear una verdad más eficaz, y quien las repite para devaluarlas.
     Brecht decía de la mayoría de los escritores de su época se valían del inconsciente para predicar la ignorancia. Los demonios interiores, la inspiración, eran coartadas que encubrían la falta de lecturas y de conocimiento, el desfasaje entre literatura y otras ciencias humanas. El escritor se utilizaba a sí mismo como conejillo de indias, y presumía que su verdad era universal. Sólo lograba transmitir, a través de su cuerpo, la verdad a medias de la clase en que se sustentaba: en vez de hablar, era hablado.
Referirse a Roa Bastos es aludir a una nueva forma de narrar en América Latina, es contraponer la verdad opaca, dura y cotidiana a la prosa de los alegres habladores de paja que hacen volar desde doncellas hasta vacas y presumen estar ofreciendo una nueva forma de novelar, cuando el propósito real es remozar el interés folklórico de Europa por América.
     Con Roa Bastos se  incorpora una nueva forma de escribir a la postulada por Jorge Luis Borges y a la enunciada por Alejo Carpentier. Entre la escritura pulcra, medida, eficaz, que es, también, una nítida reflexión sobre los poderes desdobladores del lenguaje, y la escritura desbordada que intenta recuperar un pasado mítico. La tercera vía elegida por el escritor paraguayo era la de contar un pasado mítico sin contaminarse de él. Sí, en el siglo diecinueve había dictadores ilustrados. Su ilustración se elogiaba en Francia. Sus desmanes y crueldades quedaban estrictamente para consumo local. El gran Buñuel daba un buen ejemplo en El discreto encanto de la burguesía. Una mujer intentaba asesinar en París al diplomático de una república bananera encarnado por Fernando Rey. El atentado fracasaba, y el diplomático, con elegante gesto, ordenaba que la mujer fuese dejada en libertad. Mientras la mujer se alejaba del lugar, el diplomático hacía un discreto ademán a uno de sus guardaespaldas para que la mataran en la calle.
     Roa Bastos era un escritor de público roto. Estaba ubicado en ee filo en el cual resbala una primera gota de verdad. Al contar la historia del doctor Francia, de las tres primeras décadas de vida independiente de su pueblo, habla simultáneamente al vencido y al vencedor, a la víctima del genocidio y a aquellos que se complicaron en la guerra de la Triple Alianza —1871— en la cual se destruyó al Paraguay.
     Exhibiendo una vocación propia de escritores del fin del medioevo, Roa Bastos se propuso, y lo consiguió, ser el memorista de la tribu, el hombre que crea un libro en el cual las actuales y venideras generaciones abreven para el orgullo y el recuerdo en el rescate de la verdadera historia y la develación de la impuesta por el vencedor. Para concretar esa tarea Roa Bastos se instaló en el hueco entre las propuestas de escritores mayores. De Borges asimiló el manejo y la indagación del lenguaje, de Carpentier, el modo de hacer actual lo pasado, de valerse de anacronismos sin caer en la reconstrucción arqueológica. De ambos, también desechó sus grilletes de veinte kilos. No le interesaba, como a Borges, asociarse a los vencedores, no lo atraía esa pasión de Carpentier la herencia barroca, esa tendencia a creer que parte de la narrativa consiste en nombrar gran cantidad de viandas, y además, no descuidó otras lecturas: la de aquellos que cuestionan la realidad simultáneamente con la escritura.

LA INCESANTE RECONSTRUCCIÓN

     La tarea del escritor puede compararse a la de una araña. Cuando la tela se rompe ésta no la remienda, porque carece de memoria, comienza nuevamente a partir de cero. Es la rutina del obsesivo. Yo el Supremo se construye como sucesivas telas de araña. Es una memoria sin grietas. “Sin descuidos, rigor puro”, califica su tarea el dictador que dicta.
     Son hilos tendidos desde la historia hacia la leyenda, desde un hombre hacia un pueblo. De esa manera se va construyendo una obra eslabonada de escrituras ajenas: novelas, memorias, folletos, periódicos, cartas y toda suerte de testimonios ocultados, consultados espigados, espiados en bibliotecas y archivos privados y oficiales. Así se va tejiendo el texto, nos dice el narrador, posibilitando que palabras, frases, párrafos, fragmentos, se desdoblen, continúen, se repiten o invierten en ambas columnas en procura de un imaginario balance.
     Ese incesante ir y venir no sólo permite una reflexión sobre el protagonista y su retorno, sino también, acerca de la escritura que se va desarrollando. Mientras Roa Bastos va conformando a su dictador en el delirio de las semejanzas, el dictador va cancelando su prosa en el enjuiciamiento del estilo que califica de “Abominable, laberíntico callejón empedrado de alteraciones, anagramas, idiotismos, barbarismo, paronomasias de la especie paroli parulis: imbéciles anástrofes para deslumbrar a invertidos imbéciles que experimentan erecciones bajo el efecto de las violentas inversiones de la oración”.
     Ese recorrido de lanzadoras, es también, una reflexión sobre la dificultad de concretar un personaje, de bosquejarlo, justamente, en base a esa imposibilidad. “Del Poder Absoluto no pueden hacerse historias”, dice El Supremo. “Si se pudiera, El Supremo estaría demás. En la literatura o en la realidad. ¿Quién escribirá esos libros? Gente ignorante como tú. Escribas de profesión. Embusteros fariseos. Imbéciles compiladores de escritos no menos imbéciles. Las palabras de mando, de autoridad, palabras por encima de las palabras, serán transformadas en palabras de astucia, de mentira. Palabras por debajo de las palabras. Si a toda costa se quiere hablar de alguien no sólo tiene uno que ponerse en su lugar. Tiene que ser ese alguien. Únicamente el semejante puede escribir sobre el semejante”.
     De ese modo se traza el delirio mayor, el del escritor. Lo tuvo Sade al intentar que la subversión del lenguaje ayudara a subvertir la vida, lo manifestó Balzac cuando soñaba ser el Napoleón de la literatura.
    Únicamente el semejante puede escribir sobre el semejante. Ese delirio, muestra Roa Bastos, es una calle de dos vías. Así como el narrador pretende asumir el cuerpo del personaje, el personaje quiere perdurar a través de las tenues huellas que trazan los signos entre sí. El supremo, en una época de su vida, se retira a cuarteles de invierno a fin de escribir una novela imitada del Quijote, por la que siente fascinado encantamiento.
    Es una nueva vuelta de tuerca en torno a la escritura, cuya subversión primera es, justamente, la de Don Quijote, protagonista de la primera parte de sus aventuras, protagonista y lector, en la segunda parte, de la primera parte de sus aventuras. El dictador, soñado por Roa Bastos, sueña a su escritor, sueña con ser escritor.
    El escritor, a su vez, transforma a la escritura en una manera de revelar la verdad encubierta, un método de análisis para detectar, en la escritura y en la vida, las marcas de la mentira o de la infamia. Al juzgar a Bartolomé Mitre, uno de los promotores de la guerra de la Triple Alianza, Roa Bastos lo acusa de depositar toda su fe “En los papeles sueltos. En la escritura. En la mala fe. Eres de los que creen, dirá después de ti un hombre honrado (Juan Bautista Alberdi), que cuando encuentran una metáfora, una comparación por mal que sea, creen que han encontrado una idea, una verdad. Hablas, como la caracteriza Idrebal, a base de comparaciones, ese recurso pueril de los que no tienen juicio propio y no saben definir lo indefinido, sino por la comparación con lo que ya está definido.
    Excelente modo de calificar, no sólo una política, sino también, un rival literario, un modelo de escritura, seductora e ineficaz, de esas que parecen pórticos griegos, como diría Nabokov, espléndidos como fachadas, pero sin nada en su interior.
     Sin hacer concesiones ni al esnobismo ni al populismo, Roa Bastos se propuso una empresa mayor: contar la tragedia de su pueblo. El doctor Francia es apenas una excusa, a pesar de ser el protagonista, y exhibir una personalidad tan vasta y compleja como la de un príncipe del Renacimiento italiano, tan rica y matizada como ese Ricardo Tercero que dio en simple frase la clave de la política al decir: “Los que usan el veneno, no por ello aman el veneno”.
    No hay ni complacencia ni fervor por el caudillo, sólo una eximia indagación en las raíces de la nación paraguaya, acompañada de una elegía y una denuncia de inusitada calidad artística, y de la emergencia de una nueva forma de escribir.
    “No te estoy dictando un cuenticulario de nimiedades”, le dice Francia a su escriba Patiño, “historias de entretén-y-miento. No estoy dictándote uno de esos novelones en los que el escritor presume el carácter sagrado de la literatura. Falsos sacerdotes de la letra escrita hacen de sus obras ceremonias letradas”.

    El dictador se propone dictar la historia que se encubrió para disimular un crimen. La pretensión de Roa Bastos no era sacralizar sino desmitificar. Marchó hacia los orígenes para reconstruir, como las arañas, el momento previo a la agonía, suturar la herida que tiene una fecha: 1871, la final destrucción del Paraguay en la guerra de la Triple Alianza, a fin de permitir que la historia vuelva a circular por las venas de una nación truncada en su destino.      

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