miércoles, 13 de noviembre de 2013

De cómo me convertí en cronista deportivo


Mario Szichman




Para el escritor Carlos Perellón,

que mucho sabe de todo esto





     Si algún lector tiene intención de dedicarse al periodismo, le voy a dar un consejo: conságrese al reportaje, y huya como la peste de toda tarea que involucre depositar su tafanario ocho horas en una silla, pues se va a morir de aburrimiento. El periodismo, como la vida, es con la gente, y a la gente sólo se la encuentra en la calle.

    Aunque el periodismo es mi esposa legítima, y la literatura es mi amante, pude practicar escasos años el arte del reportaje: aproximadamente una década, la mayor parte del tiempo en Caracas, y el resto en Buenos Aires.

Cuando llegué a Nueva York, en 1980, procedente de Venezuela, había dos posibilidades: ganar un salario honorable en una agencia noticiosa, o morirse honorablemente de hambre en alguno de los diarios hispanos. Y esos diarios tenían ciertas menguas adicionales: la mayoría de sus periodistas eran poetas –no conozco exactamente las estadísticas, pero el promedio de poetas por salas de redacción era superior al de Dublin– no toleraban que les cambiaran una coma de sus escritos, y además, eran fornidos.

     En una ocasión trabajé en un periódico hispano de Nueva York de cuyo nombre nadie quiere acordarse, especialmente su fundador. Me contrataron no como periodista sino con el propósito de mejorar el estilo de redacción. Fue una tarea más peligrosa que ser lanzador de bombas de mecha corta. Todos los poetas de la sala de redacción habían llegado a la conclusión de que su estilo era insuperable. Cuando le señalé a uno de los bardos que los dos puntos se escribían de manera vertical, no horizontal, sacó un cortaúñas del tamaño y forma de una navaja sevillana y empezó a acicalarse las cutículas. De inmediato cambié de opinión. A partir de ese momento contribuí a mejorar el inmejorable estilo periodístico del diario, alentando los originales ensayos elaborados en la sala de redacción.

     El Nuevo Periodismo dejó una profunda marca en esa tribuna de doctrina. Quien logre revisar su archivo descubrirá que el punto y coma era un punto seguido inmediatamente de una coma, los signos de pregunta y de admiración siempre se cerraban, aunque nunca se abrían, y pululaban lo que el viejo periodismo calificaba de faltas de ortografía y el Nuevo Periodismo exaltaba como libertades idiomáticas.

     Curiosamente, pese a ser un ambiente de tanta creación, la atmósfera de la redacción solía ser lúgubre. Los únicos momentos de sana diversión eran las peleas a puñetazos entre diversos miembros de la redacción y el jefe de información, que se repetían puntualmente los viernes de cada semana, aunque por razones de schedule. En realidad, cualquier día de la semana era perfecto para armar una trifulca, pero el deber llamaba. Había que entregar las páginas del periódico a más tardar a las 7:30 de la noche, y luego armarlo en el taller. Por lo tanto, se había llegado a un acuerdo de caballeros en el cual el publisher del periódico sirvió de árbitro: el rostro del jefe de información sería demolido a golpes por alguno de sus adversarios estrictamente los viernes, una vez se pusiera el periódico a “dormir”, alrededor de las diez de la noche, antes de enviarlo a la imprenta. (El periódico no salía los domingos).

     El más agradecido por el pacto era, obviamente, el jefe de información. Tras la pateadura del viernes en la noche tenía cuarenta y ocho horas para recuperarse en la sala de emergencia de un hospital. Y ya el lunes siguiente retornaba a la trinchera de combate, dispuesto a tomar el cielo por asalto, ansioso por estimular en sus colegas el espíritu de competencia. En realidad, la única competencia que primaba entre sus subordinados era decidir quién sería esa semana el encargado de enviarlo al hospital.

   Duré tres meses en ese matutino. En ese lapso nunca me cansé de felicitar a los cultores del Nuevo Periodismo por su originalidad en materia de ortografía. También les presté dinero y celebré sus finos chistes. Especialmente tras enterarme que el jefe de información sería trasladado a otra ciudad, y sus antagonistas estaban buscando un reemplazante.

    Finalmente, conseguí trabajo en una agencia noticiosa donde los periodistas (en realidad, traductores) exhibían excelentes modales y se aburrían como ostras. Carlos Perellón, que trabajó conmigo en esa agencia, me contó esta anécdota. (Espero haber registrado bien los detalles). En cierta ocasión, uno de los traductores vino de la cafetería trayendo en una bandeja un sándwich y una bebida gaseosa. Al llegar a su escritorio, hizo un mal movimiento, la bebida gaseosa cayó sobre el escritorio, e hizo un enchastre. Fue entonces cuando otro de los traductores gritó: “¡Paren las máquinas! ¡Nadie se mueva! ¡Llamen a un fotógrafo para que registre este histórico enchastre! En los 26 años que he trabajado en esta empresa, es la primera vez que ha sucedido algo interesante”.


LO QUE VA DE AYER A HOY

  
      Como podrán imaginar los lectores, trabajar en un sitio periodístico donde sólo podía traducir la copia del inglés al castellano, y en el cual los jefes de estado del resto del mundo se dividían siempre entre moderados y extremistas, resultaba desalentador. Especialmente después de probar el saludable tóxico de las redacciones caraqueñas, y de cubrir toda clase de eventos. Eso incluyó desde la erupción de un volcán hasta un famoso asesinato político, el del abogado Ramón Carmona Vázquez, en el cual estuvieron involucrados el director de la Policía Técnica Judicial, Manuel Molina Gásperi, y varios de sus subordinados. (¡Ah, gloriosos tiempos de la fementida Cuarta República en los cuales hasta un jefe policial y hasta el presidente de la República podían ser enjuiciados y llevados a la cárcel!)

     Afortunadamente, todo cambió para mejor hace un año, cuando vinieron a visitarme a Nueva York varios amigos venezolanos, entre ellos Fernando Da Costa Carrillo y su esposa, Éricka Tirado. 
    Fernando es psícologo deportivo  y actualmente trabaja para las organizaciones deportivas Cardenales de Lara (equipo de beisbol profesional) y Guaros de Lara (equipo de basketball profesional). Él me puso sobre la pista de Giovanni Savarese, quien había sido designado director técnico del Nuevo Cosmos.

     Giovanni, o Gio, como lo conocen los aficionados al fútbol neoyorquino, había tenido una notoria actuación en varios equipos de Estados Unidos, además de desempeñar un meritorio rol en la Vinotinto, la selección nacional de Venezuela. Tal vez la época culminante de Gio fue con los MetroStars, cuando anotó 41 goles en tres temporadas. 

     Fernando me informó que Gio acababa de ser contratado como director técnico del Nuevo Cosmos. Como se sabe, el  “viejo” Cosmos fue el equipo de fútbol que entre finales de la década del setenta y comienzos de la década del ochenta reclutó en sus filas a Pelé, a Carlos Alberto, a Giorgio Chinaglia y a Franz Beckenbauer, convirtiéndose “En el equipo más glamoroso del fútbol mundial”, según periodistas de la época.
   Hice una cita con Savarese en los últimos días de diciembre de 2012, en las oficinas del club situadas en el SoHo. Pedí a Fernando que me acompañara, pues soy un convencido del trabajo en equipo, y cuando se trata de temas que desconozco, o de los cuales estoy poco enterado, es mucho mejor acudir a los expertos. Y realmente el encuentro fue muy fructífero. Fernando hizo las preguntas que sólo puede hacer un profesional, pues yo no soy muy docto en deportes. (Tal vez mi mayor hazaña en la agencia donde trabajaba era traducir partidos de béisbol, un juego que para mí es tan impenetrable como la teoría de la relatividad. Y a esa tarea dediqué varios años. Nunca pierdo las esperanzas de ver algún día un partido de béisbol, a fin de descubrir en qué consiste).

    A partir de ese encuentro con Gio, propiciado por Fernando, me convertí en cronista deportivo, siguiendo al Cosmos en su retorno triunfal al fútbol de la NASL. El periódico Tal Cual publicó mis notas, y en varias de ellas Fernando contribuyó con sus comentarios.
     Fue realmente una temporada espectacular que concluyó el pasado 9 de noviembre, cuando el Cosmos derrotó 1-0 a los Silverbacks de Atlanta, conquistando el Tazón del Fútbol de la NASL en su primer año en la liga, tras una ausencia de 29 años. En ese lapso se consagró otro venezolano, Diomar Díaz, de 23 años, quien se convirtió en uno de los goleadores del equipo, con cinco tantos.



   Nunca le presté mucha atención a la crónica deportiva, y ahora lo siento como una falta, pues el mundo del deporte es realmente fascinante. Me he criado en la escuela del trabajo, del esfuerzo personal, de la competencia, y de los logros que se alcanzan en las competencias, y me fascinan las narraciones donde hay una transformación de la materia. No me canso de revisar las descripciones que hace Defoe de la construcción de una canoa en Robinson Crusoe, o del fracaso que sufre el naúfrago al intentar construir un barril.

     Jim Thompson siempre explica en sus narraciones los secretos y peligros de una profesión. En Savage Night, enseña al lector cómo huir de una gigantesca nevera en la cual ha sido encerrado su protagonista para que muera congelado.

     Pasé muchas jornadas observando los entrenamientos del Cosmos en el estadio James M. Shuart de Long Island, y aprendí mucho de esa tarea dura, opaca y cotidiana. En cierta ocasión, presencié cómo Alessandro Noselli, un jugador que puede dar vuelta a un partido con dos arremetidas, intentaba curarse de una lesión. En las horas que estuve en el estadio Noselli no cesó un momento de ejercitar su lesionada pierna subiendo y bajando de un banco. (El ejercicio le redituó beneficios. Cuando retornó a la cancha, anotó un gol en sus dos primeros minutos de juego).
     Y después está la camaradería de los jugadores, una gran modestia personal, la seriedad con que trabajan sus fallas. Gracias a Dios no son divos insoportables y procaces como Diego Maradona. Saben que su tarea es una labor de equipo. 
     Por supuesto, cubrir el área de deportes también brinda beneficios adicionales. Observar un partido en pleno verano, desde las gradas, puede ser una experiencia agradable. Contemplarlo en una primavera ventosa o en un gélido otoño neoyorquino es una experiencia desapacible. Pero en la cabina de la prensa es otra cosa. La vista es magnífica, desde el centro de la cancha, y los periodistas deportivos parecen compartir la camaradería de los jugadores. Siempre están dispuestos a colaborar con los neófitos, y muestran gran entusiasmo, algo que no ocurre en conferencias de prensa con políticos o inspectores de armas de las Naciones Unidas.

     Si mantengo el actual entusiasmo, estoy seguro que un día me animaré a ir a ver un partido de béisbol. Me sigo preguntando en qué consiste ese juego.




   

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