miércoles, 20 de noviembre de 2013

La ciudad y el arnés que inmovilizaron a Kennedy en la muerte



Mario Szichman

     Se han escrito centenares de libros sobre el asesinato del trigésimo quinto presidente norteamericano. Pero, aunque se han explorado nutridos aspectos de la personalidad de John Fitzgerald Kennedy, incluidos sus numerosos encuentros amorosos, hay un detalle poco explorado: un incidente sexual que lo inmovilizó y le impidió salvar la vida en el atentado registrado en Dallas el 22 de noviembre de 1963.
     Y si bien entre los centenares de libros que se han escrito sobre el asesinato pululan toda clase de teorías, hay escasas referencias a la influencia que tuvieron en ese crimen los acaudalados habitantes de Dallas.
     Tal como señaló el historiador James Mcauley, el ambiente prefabricado en Dallas durante los días previos a la visita de Kennedy favoreció el asesinato. Las “fuerzas vivas” de Dallas, dijo Mcauley, nunca quisieron reconocer que esa era “la ciudad del odio”, una ciudad “que deseaba la muerte del presidente”.
     Cuatro diferentes asesores de Kennedy le recomendaron no viajar a Dallas, pues temían que ocurriera algo grave. El mismo Kennedy, pocos minutos antes de morir, dijo que había llegado a “The nut country”, el país de los dementes.
     Los magnates de Dallas consideraban a Kennedy un comunista, un enemigo del estado. Horas antes de su arribo a Dallas, la ciudad fue inundada de panfletos donde mostraban el rostro del presidente con la siguiente inscripción: “Wanted for Treason”, buscado por traición. Y el periódico  The Dallas Morning News publicó una solicitada a toda página donde la frase “Bienvenido Señor Kennedy” tenía una orla fúnebre, como en los avisos de obituarios.
     El cantante de música country Jimmy Dale Gilmore, dijo de la ciudad donde fue asesinado Kennedy: “Dallas es como un millonario con el deseo de muerte en sus ojos… es un hombre rico que suele creer en sus propias mentiras”.
     Si bien Dallas no es la misma ciudad de hace medio siglo atrás, señaló el historiador Mcauley, su tradición de intolerancia persiste, y ha dejado en ella una indeleble marca, algo que nunca afectó a Memphis o Los Angeles, “escenarios, no actores en los asesinatos en 1968 del reverendo Martin Luther King, o de Robert F. Kennedy”.

MISTERIOS QUE PERDURAN

     Medio siglo después del asesinato de Kennedy, todavía se discute, con bastante vehemencia, si su asesino, Lee Harvey Oswald, actuó solo, o era un patsy, un pelele usado por la ultraderecha norteamericana para encubrir a los verdaderos asesinos. Al menos cualquiera que lea las crónicas periodísticas de la época debe sospechar que hubo juego sucio en todo el episodio. De manera casi milagrosa, y cuando llevaron a Oswald a declarar en una comisaría policial de Dallas, emergió de las sombras Jack Ruby, un mafioso menor, le disparó con su pistola desde corta distancia, y selló para siempre los labios del presunto asesino. Horas después, y para terminar de sellar la ignominia, un comisionado de policía de Dallas dijo que con el asesinato de Oswald ya había sido totalmente esclarecido el homicidio de Kennedy (que nunca fue homicidio sino magnicidio. Los jefes de estado merecen consideración especial).
     A lo largo de los años, mientras trabajaba en agencias noticiosas, reseñé varios libros que aludían al asesinato de Kennedy. La enorme mayoría habían sido escritos por teóricos de la conspiración. Pero ninguno de esos volúmenes era totalmente categórico en sus conclusiones. Cuando un teórico de la conspiración construye una hipótesis, en algún momento termina por ser descabellada o conduce a un callejón sin salida. Quizás esa fue la inferencia del novelista Don DeLillo, quien utilizó ese material como telón de fondo para su obra maestra Libra. En realidad, el asesinato de Kennedy era muy novelesco para ser narrado en la categoría de non fiction. Lo que hizo DeLillo fue acentuar la teoría de la conspiración dándole un twist: los conspiradores no asesinarían a Kennedy, fallarían en su intento. El plan era darle un escarmiento al presidente tras fracasar en su propósito de invadir Cuba y transformarlo en un equivalente del patsy encarnado por Oswald. Todo luciría como una conspiración de las autoridades cubanas para librarse de su principal enemigo. Y Kennedy, furioso por ese atentado contra su persona, redoblaría los esfuerzos para acabar con Fidel Castro. Pero DeLillo, quien escribe como si en vez de papel utilizase una plancha de cobre, y en vez de tinta, ácido, ha creado imágenes indelebles, y una prosa tan candente como las mejores páginas de William Faulkner. Es el mejor homenaje que pudo rendirle a un presidente que ha ido perdiendo la mayor parte de sus míticos atributos.

EL LADO SOMBRÍO DE KENNEDY

     Es posible que el gran periodista Seymour Hersh, quien ganó un premio Pulitzer por develar la matanza de My Lai en Vietnam, a comienzos de la década del setenta, haya sido el más eficaz en destruir la leyenda dorada de Kennedy en su libro The Dark Side of Camelot.
     Usando una abrumadora documentación, Hersh exhibe a un presidente temerario e inescrupuloso, que estuvo a punto de contribuir decisivamente a un holocausto nuclear durante la crisis de los misiles con la Unión Soviética en octubre de 1962. Todo comenzó con el intento de invasión a Cuba en abril de 1961, seguido de una evidente provocación del gobierno de Washington contra la Unión Soviética: el emplazamiento de misiles nucleares en Turquía que apuntaban a Moscú. El primer ministro de la Unión Soviética, Nikita Kruschev, decidió responder a Kennedy y en julio de 1962 acordó con Fidel Castro la instalación de misiles nucleares en Cuba. 
     La crisis logró conjurarse a último momento, luego de que la Unión Soviética aceptó desmantelar sus misiles en Cuba a cambio de una promesa pública de Kennedy de cesar en sus intentos de invadir la isla. Pero algo que no se reveló en ese momento fue un acuerdo secreto por el cual Estados Unidos desmantelaría sus misiles nucleares emplazados contra la Unión Soviética en Turquía y en Italia.

ACTUAR PRIMERO
Y PENSAR DESPUÉS

      Kennedy tuvo una manera temeraria de actuar tanto en el terreno político como en el sexual. Curiosamente, su frenesí erótico habría contribuido a su muerte.
     El periodista Hersh dice que Kennedy podría haber salvado su vida en Dallas, de no ser porque tenía puesto un arnés de metal que partía de su cintura y concluía en el cuello. El arnés tenía como propósito mantener su cabeza alzada, tras una lesión sufrida cuando perseguía a muchachas desnudas en la piscina de la Casa Blanca. En esa ocasión Kennedy dio un traspié, y se lesionó la ingle, afectando su andar. Un ortopedista le puso entonces el arnés para que pudiera caminar erguido. El arnés inmovilizó parte de su cuello. Cuando Kennedy recibió el primer balazo en Dallas, su cabeza se reclinó. Si no hubiera tenido el arnés, hubiera quedado tendido sobre las faldas de Jacqueline, y el segundo balazo no hubiera encontrado su cabeza. El arnés lo mantuvo firme para recibir el tiro de gracia.
     Como Don Juan, Kennedy pareció recibir un castigo divino, aunque en esa ocasión, no provino de una estatua.

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