domingo, 22 de diciembre de 2013

Las ciudades perdidas de Edmundo Bracho [i]



Mario Szichman




 

Recorrer la poesía de Edmundo Bracho es como visitar las ruinas de una antigua ciudad perdida. Cada escombro, cada inscripción, están despojados de entorno, de contexto, y brillan solitarios. Son sólidos, pero inexplicables. Pero si el lector tiene la paciencia de anudar los datos, de extraerles su secreta coherencia, el desmigajado paisaje comienza a tomar sentido.

La intención del poeta parece ser siempre la de “escapar... hacia espejismos alternos” (El otro reino), acompañado de otras voces de las cuales va surgiendo el anagrama de las simpatías secretas. Más bricolage que narrativa, sus libros Hospitalario (1997) y Orilla Revuelta (2003) son como esas muñecas rusas que se van insertando sucesivamente en sus estuches y se niegan a ser descifradas más allá de sus propias redondeces. Un constante pudor oscurece el sentido. Ese hombre que reposa en una sala de hospital, ese hombre al que se le ha muerto la hermana, ese hombre que agoniza, que sabemos que sólo estará muerto con su última palabra, conjura palabras con algo más que la destreza de un mago. Después de todo, un mago fragua flores, las deja caer para que se conviertan en un pañuelo, nos invita a una trabajosa búsqueda de espejismos, y en ese itinerario descubrimos que no valía la pena aguzar los cinco sentidos. Por unos instantes, nos hacemos la ilusión de que la magia es un hecho concreto, y luego, viene el “letdown”, la ocurrencia de que es solamente un truco, y su intento, abolir la sospecha. Pero las frases que va hilvanando Bracho tienen la densidad del dolor, el peso específico del deseo. Alguien, desde alguna parte, murmura, “Carne sin fábula tras la experiencia. /Carne ya harta”. Otro parece responderle, “El dolor ha de ser seco. /De otro modo será ruido, y pérdida la mirada. /Los ojos han de vivir bajos. / Bajos han de mirar como perro fiel”. Un tercer doliente (¿o es el primero?) Enuncia, “Sin remedio la noche me falta/ y me falla, / y donde amanezco a todos les falto de corazón”. Alguien menciona “esa herida atroz/ que se vuelve traición bajo mi aliento”.

Barajando los distintos destinos posibles, Bracho va enunciando una solapada narración, reconstruyendo mundos alternos.

Y ahora tenemos Más que la noche, un nuevo libro, aún inédito, donde los epígrafes son poemas, y los poemas están tan cargados, tan medidos de afecto, que quitan el aliento. Bracho viene descubriendo, desde hace mucho, que sólo en lo efímero tenemos lo trascendente. Nada de elocuencia o de corolario. Si la magia tradicional está en aquello que termina en la decepción, Bracho nos descubre que hay otra magia, dotada de ojos flamantes. Y si vivir es una pesada carga, para un buen poeta es una mezcla de gabinete de las maravillas y caja de sorpresas. Cada uno de los poemas y epígrafes de “Más que la noche” son experiencias únicas.

He aquí uno de ellos:

“Órdenes del día2



Esta calle que reúne a

extraños

y en juego astuto los pone

en su sitio

apenas la luna termina de saquear

la ciudad.



Tú aquí, tu allá, tu aquí,

tu allá, tú más allá y más allá.

Tú no te rías

pues tampoco sabrás dar nombre

a tu esquina sin luz.





Y he aquí otro:



“La buena corbata (desde Dashell Hammet)”



Cuelgo el traje de dos piezas

que era de tres, voy deteniendo

la crispadura del nuevo día

en sorbitos de café.

Y estrujo

un puñado de palabras

hasta dar

con mis próximo pasos.



Reposo antes de la ida y vuelta,

antes de la jornada

del simulacro,

ahí donde la calle me impone

tragedias mínimas de

un héroe solariego,

sin soles.



Trajeado estaré mañana, digo,

con alguna pieza

que el lobo esquinero ofertara,

acaso con un sombrero romo,

como en los viejos tiempos,

y mi corbata

que esconde toda vergüenza.





Y después existe otra magia: la del voice over. Entre los poemas Bracho intercala el coro de las películas “noir” de las décadas del treinta y del cuarenta, creando sus propios diálogos, encarnándolos en ídolos que sólo perecerán cuando perezca el cine.

He aquí algunos ejemplos:

–Sí, detective Spade, éstos son zapatos de tacón rojo. Pero de talla muy pequeña como para no merecer inocencia. 

            (Voz de Edward G. Robinson)

–Nuestros sofistas no han elaborado algo más sencillo que el cielo. El bajo mundo, en cambio, es lo único que ya estaba inventado antaño.

– ¿Y acaso tú, Sam, ya paseaste en barca a Beatriz sobre tal invento?

            (Voces de Ricardo Cortez y Joan Crawford)



–La muerte es una flor que florece una vez sola.

–Quizá sea así, señor Celan, pero siempre la he visto florecer entre colillas de cigarrillos y en tarros de latón barato dispuestos con la mejor flojera en el jardín.

(Voces de Isabel Corey y René Dary)



                                              

–Ahí va enrumbado a la escena de muerte. Como todo investigador: soñando ser una inmaculada construcción de sí mismo. Y sin pista de nada.

            (voz de Orson Welles)



Cada crítico siempre tiene sus predilecciones secretas. Este crítico hubiera querido escribir La vida agria, de Luciano Bianciardi, o The Red Right Hand, de Joel Townsley Rogers o The Nothing Man, de Jim Thompson.

Ahora, envidia no haber tenido la imaginación para insertar en sus textos esas inventadas voice over. En uno de sus escritos, “Noir (fotomatones)” Bracho cierra su colección de poemas enunciando: “En caso de que sus amigos disfruten de esta película, por favor, no revelen el final”.  Dejamos ese final abierto como tarea del lector.

––-0––-



El 24 de febrero de 2013, el blog Ficción breve venezolana publicó una entrevista a Edmundo Bracho. He aquí las preguntas y respuestas:



Primer libro que recuerda haber leído:

Creo que el primer libro que leí fue uno de estos dos: Los tres investigadores y el misterio del loro tartamudo (¡qué título!), de Alfred Hitchcock (y que nunca escribió el propio Hitchcock); o Charlie y la fábrica de chocolate de Roald Dahl, autor que recomiendo para todas las edades. Gran retratista del cretinismo de adultos, y uno de los mejores celebradores de la inteligencia de los niños.

Un libro inolvidable:

Hay “inolvidables” a diferentes edades, en diferentes momentos de la vida de uno. ¿Cómo olvidar el impacto que en mí tuvo Viaje al fin de la noche de Céline o Crack Up de Fitzgerald, por ejemplo? ¿O una bellísima edición de la poesía de Yeats que mi padre me regaló? Comentaré entonces un “inolvidable” de lectura más reciente: La carretera, de Cormac McCarthy. Es una novela poderosísima, de gran fuerza emotiva, y única en su forma de explorar los límites del amor imaginable y de la desesperanza.

Autores imprescindibles (los que relee con frecuencia):

A veces vuelvo a leer a Pascal, a Montaigne, a los “hijastros” de éste: Voltaire, Lichtenberg, Chamfort, Kraus… la parte literaria es indistinguible de la parte ensayística. En otras ocasiones, me encuentro saltando de Hölderlin a Vallejo a Akhmatova a algún otro gran poeta. Y como también me gusta el ensayo político, en fechas recientes he estado subrayando de nuevo los libros de Camus, Orwell, Arendt, y Kolakowski: cuatro cabales defensores del ideal de libertad… Ahora bien, creo que a donde más regreso, y probablemente lo hagamos todos aún sin darnos cuenta, es a los antiguos griegos; a ciertos libros de la Biblia (los Salmos, Proverbios, Job); y a Shakespeare. Lo que no está dicho en uno de esos conjuntos de textos, está dicho en el otro. Lo que señalo no es nada original, pero creo que en esos libros está la cumbre del espíritu literario.

Un autor venezolano de rango universal:

Eugenio Montejo. La palabra “canto” me remite a los versos de Montejo. Además, su poesía dialoga muy eficazmente con la tradición, y también desliza un ánimo esperanzador en la palabra.

Si fuera librero, ¿qué libros venezolanos recomendaría? ¿Por qué?:

Antologías poéticas de Sánchez Peláez, Cadenas, Montejo, Hanni Ossott, Valera Mora, Rojas Guardia… Fuegos bajo el agua de Isaac J. Pardo, Cubagua de Enrique Bernardo Núñez, Casas muertas de Miguel Otero, La mala vida de Salvador Garmendia, La noche llama a la noche de Victoria de Stéfano, El combate de Ednodio Quintero, La enfermedad de Alberto Barrera. Y prácticamente toda la obra de Picón Salas, el ensayista venezolano más completo. Claro, faltan muchos por citar. Ya habrá un Harold Bloom alterno que mire con más cuidado la literatura venezolana y se lance a la pomposa tarea de elaborar otro canon.

Un libro que le hubiera gustado escribir:

Son tantos que terminan siendo ninguno. Sé mejor de libros que me gustaría leer —si el tiempo lo permitiera. Más que un libro, me hubiera gustado escribir una partitura, y tomarme el éxtasis más en serio: el concierto Emperador de Beethoven, ¿por qué no? O un tema del grupo Ramones: el universo en dos acordes.

¿Qué libro no terminó de leer y por qué?:

El paraguas, de Will Self. Viajaba yo en tren a la ciudad industrial de Sheffield, Inglaterra, y el día estaba soleado. Y lo soleado no abunda en esa isla, así que me dediqué a ver el paisaje desde la ventana, brillante, y dejé los paraguas en el tren, el mío y el de Self.

Self.








[i] Venezolano. Poeta, ensayista, y profesor en la Universidad de Westminster, en Londres.

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