miércoles, 22 de enero de 2014

Nombres propios, deseos ajenos



Mario Szichman

El primer nombre de Robinson Crusoe era Robinson Kreutznaer, nacido en el año 1632 en la ciudad de York. Su padre era un extranjero proveniente de Bremen. Pero, luego de un tiempo, y debido a la "la habitual corrupción de palabras en Inglaterra, escribimos nuestro nombre como Crusoe", explica el más célebre naúfrago de la historia.
En su brillante trabajo Acts of Naming: the Family Plot in Ficton, Michael Ragussis explora la función del nombre en la narrativa moderna. Pues el nombre, dice el autor, “se otorga, se encuentra, se revela, o se conquista”. También es posible despojar a una persona de su nombre, ocultarlo, o prohibirlo. Un nombre puede mudarse en objeto de calumnia. (En estos días se discute en Israel un proyecto de ley para prohibir el uso de la palabra “nazi” como insulto). Un nombre puede ser ensuciado, y una persona puede pasar a la historia no con su nombre verdadero, sino con otro ficticio. Los jefes de la Revolución Bolchevique son recordados por sus seudónimos. León Trotsky se llamaba inicialmente Lev Davidovich Bronshtein, José Stalin había sido bautizado como  Ioseb Besarionis Dzugashvilli, Lenin era conocido como Vladimir Ilyich Ulyanov antes de pasar a la clandestinidad.
También el cambio de status político puede obligar a un personaje a encubrir su celebridad con un seudónimo. Cuando concluyó la Segunda Guerra Mundial, muchos dirigentes nazis debieron rebautizarse, entre ellos Josef Mengele, quien hacía experimentos con prisioneros en el campo de concentración de Auschwitz.
Mengele buscó refugio en la Argentina y disponía no de uno, sino de siete alias: Fritz Ulmann, Fritz Hollmann, Helmut Gregor, G. Helmuth, Ludwig Gregor, Wolfgang Gerhard y, el más extraño de todos, José Mengele, casi como una invitación a ser reconocido e identificado. Pero, inclusive los otros seudónimos parecen haber sido elegidos por un ser irracional. Se usa un seudónimo generalmente para no ser descubierto por alguien que puede causarnos daño, ya se trate de un cómplice, o de un juez. El ser humano se caracteriza por dejar huellas en todas sus transacciones. Cuando Josef Mengele estaba vivo era frecuente que una persona de distinción colocara monogramas en sus camisas. De ahí que cualquier delincuente de alcurnia obligado a usar un apodo adoptara nombres acordes con sus iniciales. El único seudónimo que le podía resultar útil a Mengele era el más obvio y delator, el de José Mengele. Los otros lo obligaban a arrojar a la basura sus camisas con monogramas. Además, a quien primero debían causar confusión era al portador. Se repiten en sus alias Fritz y Gregor, y Helmut parece una obsesión con sus transliteraciones: Helmuth, Hollmann, Ulmann.
En ese sentido, resulta interesante ver cómo un novelista maneja un protagonista con los atributos de Mengele. No hay peor enemigo del narrador que un personaje con varios nombres. Quien resolvió en parte la dificultad fue Marc Behm en su excepcional novela The Eye of the Beholder, el único relato policial metafísico donde el detective es un émulo de Dios.
Behm nos cuenta la historia de un investigador privado que ha perdido todo contacto con su hija, tras un difícil divorcio. Veinte años después, empieza a sospechar que su hija se ha transformado en una asesina depredadora, que enamora hombres, a veces a mujeres, y tras sus asesinatos les roba el dinero, reanudando su cacería de víctimas en otra ciudad, siempre con un nuevo seudónimo y una peluca de diferente color.
Pero los seres humanos necesitan aferrarse a un pasado, a un hábito, a algo que les ofrezca permanencia. Los hábitos de la asesina son el coñac, la lectura del horóscopo, devorar peras, dejar descansar sus puños en las caderas cada vez que improvisa un nueva vida, y revisar Hamlet de manera constante. El detective, en lugar de entregar a la asesina a la justicia, la protege como buen padre que es, y cuando la acecha es para librarla de los obstáculos sembrados por sus perseguidores.
Behm nos dice que la mujer tiene más de veinte seudónimos, pero como es un sabio narrador siempre acude a los props [i] para que el lector siga la trama sin dificultad. Si nos muestra una desconocida, de inmediato nos pone al tanto de sus antecedentes, ya sea porque relee Hamlet, bebe coñac, o deja descansar sus puños en las caderas. (El prop del detective es resolver palabras cruzadas).

ENALTECER Y DIFAMAR

El nombre propio puede también marcar el ascendiente social, como se observa en los monarcas, especialmente cuando al nombre se añade el número. El más despreciable rey de España se llamaba Fernando Séptimo. (Los reyes no tienen apellido). Cuando la aristocracia industrial de Estados Unidos quiere afirmar su situación dinástica, también numera a los herederos. Debe existir ya un Henry Ford Tercero o Cuarto.
Por supuesto, en ciertos contextos, el nombre sirve para anular al individuo. Ragussis menciona la proclividad de las familias puritanas a designar a sus hijos con nombres que remiten a esencias, como Experience, Preserved, Wait, Thanks, Desire, Unite and Supply, More Mercy, Relieve, Believe, Reform, Deliverance, Strange.
De esa manera, denominar es también encarcelar a la persona en una alegada virtud, e impedirle salir del cascarón.  (Los anarquistas solían bautizar a sus hijos con nombres como Libertad, Esperanza, o Gratitud).
Y en esa necesidad de otorgar un nombre que nos va a perseguir toda la vida, muchos anhelos son truncados de raíz. Posiblemente los puritanos que nombraban a sus hijos usaban la técnica de esos ganaderos que aplican el monograma de su hacienda al anca de sus reses con un hierro candente. Niños que se llamaban Reform, Believe, Deliverance, Mercy, Unite and Supply, sólo podían convivir con niños cuyos padres también eran puritanos. De lo contrario, la vergüenza los hubiera abrumado. (Los niños no son muy amables con todo aquel que viste de manera extraña o que porta un nombre extraño).
Resulta sugestivo que el nombre propio sea ajeno a su portador. Otros se lo han impuesto. Y en ese gesto, el ser humano queda tan prisionero de su enunciación como de su cuerpo o de su entorno social. Como señala J. Miller en su introducción a Bleak House, el nombre propio “separa a la persona designada de su intolerable individualidad y la asimila en un sistema de lenguaje”.




[i] Los “props” son objetos usados por los actores para consolidar su personalidad, e incluyen desde bastones, libros, vasos y revólveres hasta abanicos. Son, un poco, como la varita mágica del prestidigitador, y sirven para apuntalar una escena.  

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