miércoles, 19 de febrero de 2014

Esas brillantes ideas



Mario Szichman



El siglo XV vio prosperar las novelas de caballería en Europa. Cuando Miguel de Cervantes se puso a escribir Don Quijote, estaba en condiciones de seguir numerosos prototipos. Del mismo modo en que los novelistas de policiales pueden seguir las peripecias trazadas por Edgar Allan Poe, Arthur Conan Doyle, John Buchan o Agatha Christie. Pero Cervantes hizo algo más. Convirtió a un antihéroe en su héroe. Los caballeros andantes eran jóvenes, o se hallaban en la plenitud de su vida. Don Quijote se acercaba a la senectud.

Los novelistas no han brindado muchos datos sobre los escuderos. Pero si preguntamos a cualquier lector qué personajes recuerda de las narraciones que leyó, muy difícilmente olvidará a Sancho Panza. Y hacer brotar un personaje de una trama que solía excluirlos, es también un acto de magia que reditúa a la hora de narrar.

La genial e imperecedera idea de Cervantes es haber despojado a su protagonista de todos los atributos que aderezan a un caballero andante, y convertirlo a un héroe a pesar de sí mismo. Henri Bergson, en ese luminoso trabajo llamado La Risa, nos dice que el humor tiene un ingrediente esencial: su aspecto mecánico. El ser humano, como todo animal, tiene partes flexibles. Pero en el momento en que empieza a funcionar como un ser rígido, despierta la risa del prójimo. La rigidez puede ser física, pero también moral. Cuando Don Quijote libera a Ginesillo de Pasamonte y a sus secuaces, lo hace con una condición: que los condenados a galera vuelvan a cargar sus cadenas y marchen en procesión al Toboso, para explicarle a Dulcinea cómo su amado liberó a los presos en una hazaña que recordarán los siglos. Los condenados aceptan todo de buena gana, pero una vez quedan en libertad, le caen a palos a Don Quijote y huyen como almas en pena, pues intentan salvar el pellejo de la temida Inquisición. La narración está propulsada por ese hieratismo del caballero andante. Sin su inflexibilidad no existiría la novela.

Las grandes creaciones cómicas obedecen a la necesidad de poseer una idea fija y nutrirlas de una ilusión o de una obsesión quimérica. La lucha de Don Quijote es contra los molinos de viento, incluidos el estado monárquico y la Inquisición. Y lo mismo puede decirse de Los viajes de Gulliver, una narración que prospera gracias a otro género literario muy en boga en la época de Johnathan Swift. La brillante idea del novelista fue narrar excursiones a lugares inexistentes, aunque el tiro le salió por la culata. El crítico Michael Seidel dice que Swift debió escribir un prólogo a la segunda edición cuestionando la veracidad de los recuerdos de Gulliver, pues los lectores estaban convencidos de que mencionaba hechos reales. (Al menos los lectores que sabían español debían dudar de la existencia de un país llamado Laputa).

La brillante idea de Swift, que le brindó innumerables oportunidades de ejercer la sátira y lidiar con los molinos de viento de la monarquía inglesa,  consistió en las proporciones. ¿Qué ocurriría si los habitantes de un país son seres diminutos, como en el reino de Lilliput o gigantes, como en el reino de Brobdignag? Ya en la mecánica del amor surge el absurdo.

No resulta asombroso que todas las ediciones para niños de Los viajes de Gulliver hayan sido expurgadas, pues se las estima inadecuadas para los infantes. Swift era muy franco explicando las actividades excretorias, e infinitamente perverso al describir las relaciones sexuales. Por ejemplo, en su visita a Lilliput, Gulliver, un hombre de un metro ochenta de estatura, se enamora de una mujer que mide quince centimetros, sin advertir, como dice Seidel, la trabajosa fisiología que involucra ese acto.



EL TRIUNFO DE LA BUROCRACIA



El siglo veinte nos ha proporcionado otro tipo de sátiras en las cuales, tanto o más que el poder del estado, prevalece el poder de la burocracia. Está en Kafka, en trabajos como Ante la ley, El Proceso, En la colonia penitenciaria, en El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, un Quijote moderno en que el héroe es una especie de Sancho Panza, en Catch 22, de Joseph Heller, y en muchas películas, sobre todo del cine mudo, ya sea Tiempos Modernos, de Chaplin, o The General y El Navegante, de Buster Keaton. Una versión moderna aparece en The Producers, una obra absolutamente irrepetible. (The Wall Street Journal dijo en un editorial: “Si usted nunca vio The Producers, todavía no ha empezado a vivir”).  

The Producers, con guión y dirección de Mel Brooks, es la historia de un productor teatral que descubre, gracias a su contador, que se puede ganar más dinero en Broadway montando un bodrio que una obra maestra. Es simplemente cuestión de conseguir personas dispuestas a financiar la obra. Si el espectáculo fracasa, el Servicio de Rentas Internas aceptará las pérdidas y los financistas nada podrán reclamar. Por lo tanto, el productor puede alzarse con el dinero que sobra. Lo importante es que la obra sea un fracaso el mismo día del estreno.

Lo más divertido del caso es que The Producers explicita una realidad típica del capitalismo norteamericano. Ya en Catch 22 se menciona un personaje cuyo padre recibe subsidios del gobierno si promete no sembrar un tipo especial de cereal. En el mundo moderno, gracias a la tecnología agrícola, el ser humano está en condiciones de sembrar grandes extensiones de tierra con todo tipo de cultivos. Pero, el exceso de oferta puede deprimir los precios y llevar a los agricultores a la bancarrota. Por lo tanto, muchos gobiernos, especialmente en Europa y en Estados Unidos, subsidian a los productores para que se abstengan de propagar ciertos cultivos. La novela de Heller lleva las cosas al absurdo, explicando la fortuna de un productor agrícola que se dedica a adquirir cada vez más cantidad de tierras con el exclusivo propósito de no sembrar y de enriquecerse gracias a los subsidios del gobierno.

En The Producers, la magnífica idea de un productor de hacerse millonario es buscar al peor director, a los peores actores y una obra de teatro imposible de representar en Nueva York para que cierre el mismo día del estreno. ¿Qué obra más indigerible que una donde se exalta a Adolfo Hitler y al nazismo en una ciudad con una fuerte presencia judía?

Finalmente, entre deplorables manuscritos, el productor encuentra una obra escrita por un ex nazi y la transforma en un musical, “Springtime for Hitler,” la primavera de Hitler.

Sólo por los números musicales The Producers pasará a la historia del cine. Pero todo el filme es brillante, de un desparpajo que siempre asombra. (Por cierto, tanto Mel Brooks como sus dos principales actores, Zero Mostel y Gene Wilder, son de origen judío).

Ignoro si esa película hubiera podido concebirse en otra ciudad fuera de Nueva York. Posiblemente en Londres, aunque no estoy seguro. Pero nunca en el resto de Europa. Jamás en Francia o en otros países ocupados por la Alemania nazi. Los franceses tienen sus propias cuentas que saldar con ese pasado vergonzoso encarnado en el régimen de Vichy, tal como lo muestra el documental de Marcel Ophüls Le chagrin et la pitié donde inclusive ex nazis parecen salir mejor librados que muchos franceses.



EL ÉXITO DEL FRACASO



Acaricien un círculo, y lo convertirán en vicioso, preconizaba Ionesco. Y en The Producers, la brillante idea del productor naufraga porque su idea fija es apostar al fracaso, sin advertir que la rigidez es inhumana, y que se presta a la sátira. Todo marcha a la perfección en The Producers. Se elige al peor director, a los peores actores y una obra de teatro imposible de representar en Nueva York. Pero el productor descuida un elemento: la sofisticación del público neoyorquino. Ese público descubre de repente, sin razón alguna, que ese musical dedicado al asesino de seis millones de judíos, es, en realidad, una parodia del nazismo. La parodia derrota a la realidad, la obra se convierte en un éxito en Broadway y el productor y su ayudante, un contador “creativo” van a parar a la cárcel.

En Don Quijote, la idea brillante es convertir a un cuasi anciano en un héroe de caballería, en Los viajes de Gulliver, en transformar a un mediocre navegante en un Cristóbal Colón que descubre los paisajes de la imaginación. En Catch 22, el soldado Yossarian, un hombre sano en un mundo demencial, está convencido que el enemigo ha sido emplazado en la tierra para asesinarlo. (Cuando un colega le dice, para tranquilizarlo, que él no es objeto especial de odio, pues el enemigo tiene como propósito eliminarlo a él y a todos sus cófrades, Yossarian le responde: “¿Y cual es la diferencia?”).

El buen soldado Schweik considera que matar al enemigo es una causa eminentemente patriótica. Por lo tanto, se dispone a marchar al frente de inmediato. Pero siempre tropieza con atajos, desvíos, y nunca puede llegar a la primera línea de batalla, logrando así salvar el pellejo.

En todos los casos mencionados es siempre el ser humano contra la máquina, contra la retórica, contra la burocracia, contra el infinito mal que causa la

estupidez de nuestros semejantes.

Por suerte, ese tipo de obra suele surgir cada vez que nos mostramos ansiosos por condenar un género artístico a la muerte. Por alguna razón, siempre surge un autor animado de una brillante idea, y consigue resucitar el género.

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