miércoles, 9 de abril de 2014

En la narrativa del 9/11, menos es más

Mario Szichman


Cuando Jorge Luis Borges trabajaba en la biblioteca municipal Miguel Cané, a fines de la década del treinta del pasado siglo, sufría la incómoda situación del venido a menos. Su familia procedía de la oligarquía porteña, o de alguna de sus ramas. Pero él era un pobre empleado que seguía frecuentando a la “gente bien”, por amistades personales o debido a simpatías políticas. Según le contó a Jean Milleret, en cierta ocasión se le acercaron dos amigas, pertenecientes a la clase alta, y le preguntaron en qué trabajaba. Tras informarles que era bibliotecario, quisieron saber cual era su sueldo mensual. “Trescientos pesos”, dijo Borges. Y una de las mujeres le respondió más o menos lo siguiente: “Borges, si quiere seguir siendo nuestro amigo, debe ganar al menos mil pesos por mes”. Borges le comentó a Milleret que esas mujeres consideraban su trabajo un capricho de niño rico, no una cotidiana necesidad. “Es que los ricos”, concluyó Borges, “sólo entienden la miseria, nunca la pobreza”. Ser pobre, pero honrado no entraba en el universo mental de esas damas. En cambio la miseria, con sus atributos melodramáticos divulgados por Dickens o por Emile Zola, o en fotografías y en el cine, era perceptible.
Hay un excepcional libro de David Halberstam, The Best and the Brightest, donde describe el mundo de los líderes norteamericanos que arrastraron a Estados Unidos al quagmire de Vietnam. En ese libro, un simple detalle me sigue deslumbrando. Es una cita del sociólogo David Riesman aludiendo a la carencia de algunos rasgos humanos en la cultura norteamericana. Riesman decía: “Cuando veo una película francesa o italiana, los semblantes parecen más vivos y más expresivos que los rostros estadounidenses en filmes similares”. Algunos amigos norteamericanos me informaron de similar sorpresa cuando descubrieron filmes europeos. Para ellos, no había otros rostros visibles que los de Cary Grant, o Ingrid Bergman, o Clark Gable, o Rita Hayworth. La realidad habitual era inexistente. Las películas de Hollywood eran el filtro a través del cual descubrían su entorno.
Existen diferentes clases de narrativas en Estados Unidos. Pero es obvio que la del Sur, la del Deep South, nada tiene que ver con la narrativa de la gran urbe, la de Chicago o Nueva York. Si alguien empezó leyendo a Carson McCullers, a Flannery O´Connor, a William Faulkner, o a Erskine Caldwell, y luego intenta abordar a escritores como Ernest Hemingway, Norman Mailer, William Styron, Gore Vidal, Scott Fitzgerald, John Updike o Tom Wolfe, siempre sentirá que algo le ha sido escamoteado. El universo narrativo de los escritores de la costa Este es más restringido. Generalmente la escala social es más alta, las preocupaciones más abstractas,  los personajes menos interesantes. Y todos ellos, inclusive quienes despotrican contra Henry James, parecen legítimos herederos de ese maestro del tedio[i]. Sus habitaciones, sus rostros, evocan las habitaciones y los rostros que descubrieron en el mundo del cine.
El ataque de al-Qaida contra las torres gemelas del World Trade Center y de un ala del Pentágono el 11 de septiembre de 2001, ha creado ya un género narrativo. Y también un subgénero, el de las Viudas del 9/11. Los libros que han recibido más atención han sido Falling Man, de Don DeLillo, y The Submission, de Amy Waldman. La mención a las Viudas del 9/11 aparece al menos en Promise Me, la novela policial de Harlan Coben.
Hay ciertos episodios históricos a los que es mejor no acercarse. Con gran sabiduría, Stendhal hizo que Fabrizio del Dongo esquivara la batalla de Waterloo en su novela La Cartuja de Parma. Aunque Stendhal no presenció esa batalla, participó en varias campañas militares como oficial del ejército napoleónico. Por lo tanto, su reticencia no se debía a la ignorancia, sino, quizás, a las convenciones del género narrativo en su época. Victor Hugo y León Tolstoi, escribiendo una o dos décadas más tarde, pudieron detallar con mano maestra batallas como las de Waterloo o la de Borodino, porque tuvieron acceso a pinturas y cuadros de artistas que siguieron la ruta de los soldados franceses y rusos. Posiblemente, también contaron con fotografías de batallas.
En el caso de 9/11, DeLillo y Waldman pecaron, uno por exceso, y la otra por defecto. DeLillo se quiso hundir en el fragor de la catástrofe, y Waldman se propuso eludirla.
El comienzo de Falling Man es el de un hombre huyendo de las torres gemelas minutos después de consumarse la devastación. Empieza con tanto brío, que es imposible mantener la tensión. Tras las primeras páginas la novela, aunque escrita con el bello estilo de DeLillo, empieza a declinar.
“Ya no era más una calle sino un mundo, un tiempo y un espacio de cenizas cayendo y de noche cercana”, enuncia el novelista en los primeros párrafos. “Él estaba caminando en dirección norte a través de los escombros y del lodo. Había personas que lo pasaban corriendo apretando toallas contra sus rostros o chaquetas sobre sus cabezas. Tenían pañuelos apretados contra sus bocas. Tenían zapatos en sus manos. Una mujer, con un zapato en cada mano, lo pasó corriendo. Corrían y caían. Algunos de ellos avanzaban, confundidos y torpes, mientras los desechos descendían a su alrededor. Había personas buscando refugio bajo los automóviles.
“El rugido estaba todavía en el aire, el sordo ruido de la caída. Ese era el mundo ahora. El humo y las cenizas venían rodando por las calles, dando vuelta en las esquinas... Cosas de otro mundo aparecían en la mortecina mañana".
Nadie puede cuestionar la belleza de esa semblanza. Pero luego ¿cómo encarnarla en seres de carne y hueso? El sabio DeLillo, que convirtió al disléxico, tartamudo y casi psicótico Lee Harvey Oswald en esa figura icónica que preside las páginas de Libra, en estos casos pone a sus personajes a reflexionar en divanes, a mostrar su soledad y su indiferencia por la suerte de los demás, sin que por un solo momento podamos compartir ese mundo –a menos formemos parte de él. Ese no es un buen augurio. El mundo de Tolstoi pertenece a escasos mortales, pero es imposible no quedar cautivado por sus héroes y sus villanos.
En el caso de The Submission, el problema es aún peor, pese a que la trama en sí resulta interesante. Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, distintos sectores de la comunidad neoyorquina, desde las autroridades hasta familiares de los muertos y varios dirigentes políticos, se reunieron para discutir la erección de un monumento en el sitio donde cayeron las torres gemelas. Waldman, quien era periodista del New York Times, cubrió parte de esas discusiones, y pensó que podían ser el germen de su primera novela. El twist fue el siguiente: se realiza un concurso para que arquitectos y urbanistas presenten su propuesta de memorial, y el concurso lo gana un musulmán. Los miembros del jurado piensan que eso es prácticamente como lanzar dinamita en una hoguera, y realizan una serie de maniobras con el propósito de impedir al musulmán acceder al premio.
Como en la novela Vanity Fair, de Tom Wolfe, The Submission está poblada por multitud de personajes de los sectores medianos o altos de Manhattan. Está, obviamente, la viuda del 9/11, un personaje absolutamente insoportable, está su contrincante, quien intenta salvar el proyecto y se muestra dispuesta a pelear contra viento y marea a fin de que se concrete, hay personajes de los medios de prensa y de televisión, políticos, financistas, y toda la gama de inexpresivos rostros estadounidenses. Están todos, y faltan muchos. De las casi 3.000 personas incineradas en las torres, o que se lanzaron al vacío, la mayoría no pertenecían a The Falling Man, o a The Submission. No voy a incurrir en una detestable postura populista, pero la mayoría de quienes murieron en las torres no eran ejecutivos, locutores de televisión, jefes policiales, o millonarios. Eran empleados del personal de limpieza, cocineros, ascensoristas, policías, bomberos. Muchos de ellos tenían menial jobs.
No existen esos personajes en las novelas de DeLillo o Waldman. Pero si existen multitud de poses. Creo que algo que me ha hecho trepar a las paredes es la viuda del 9/11 en The Submission. Pues, aparte de ser una mártir, es una mujer liberada, que siempre se detiene al borde de la belleza, como enunciaba Celine. En la gaveta de su escritorio guarda fotos en que se retrató desnuda.
Por supuesto, como cada género crea fórmulas, abundan ahora las viudas del 9/11 que posan desnudas, o tienen tórridos affairs en otras novelas. Un ejemplo es Promise Me, de Harlan Coben. Si bien la viuda del 9/11 se entrega al protagonista, no lo hace sin previamente enunciar una proclamación. (Al menos Coben se redime narrando un misterio bastante interesante).
Por suerte ese tipo de afectaciones y actitudes insinceras siempre reciben la sanción de algún satírico, que pone las cosas en su lugar. En Frankenstein Junior, esa gran actriz cómica llamada Cloris Leachman interpreta a una mujer que protagonizó un tórrido romance con el creador del monstruo. A lo largo del filme, la mujer insinúa detalles de la pasión que la consumió durante muchos años. Y finalmente, en un momento dado, no puede seguir ocultando su romance, y le grita al hijo del médico: “Porque yo, yo … era la futura desposada de Frankenstein”.
El mismo ridículo afecta a ese personaje de Amy Waldman. La mortal solemnidad de la narrativa de Henry James, aplana su novela. Detrás de los rostros imperan las máscaras. A más de uno de esos escritores les vendría muy bien una profunda inmersión en el neorrrealismo italiano.









[i] El tedio que causa la narrativa de Henry James ha sido bien resumido por el satírico británico John Crace. En su parodia de The Golden Bowl, figura esta frase: “Durante 150 prolongadas páginas Maggie analizó cómo debía ser ubicada su persona tanto en relación al Príncipe como con respecto a su padre y a Charlotte, una ubicación que requería frases de tan absurda arquitectura que cortaba la respiración, una construcción dedicada a la desconstrucción de cada matiz en relación a cada cosa, un elemento al que cualquier otra persona en su sano juicio hubiera dedicado apenas un segundo”.

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