miércoles, 16 de abril de 2014

Triste, solitario y final



 


Por Mario Szichman


     Es muy difícil que vaya al cine a ver películas modernas.  Un día, un amigo mío me invitó al cine. Podía elegir, me explicó, entre dramas de ancianos, donde un miembro de la pareja sufre de Parkinson, y el otro del mal de Alzheimer, o algún filme donde el protagonista es un automóvil lanzado a toda velocidad contra otro, seguido de esa inevitable escena en que el vehículo corre marcha atrás, perseguido marcha adelante por el vehículo de un asesino que puede ser serbio, croata, albanés, o de cualquier otro lugar de Europa oriental aquejado de mala fama. Está el cine de la trata de blancas, el cine del indocumentado que pasa las de Caín, los romances con sexo explícito o virtual –En Her, Scarlet Johanson es un programa de computadora que copula a través de una surrogate– el de los estafadores de Wall Street, y comedias que no tienen nada de cómico. Una vez se recorre el circuito completo, volvemos a los dramas de ancianos que toman turnos en sufrir de odiosas enfermedades terminales.
     Le agradecí al amigo la invitación, y le propuse en cambio que viéramos un filme de la prehistoria titulado Los desconocidos de siempre (1958), dirigido por Mario Monicelli, e interpretado por Vittorio Gasman, Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale, Carla Gravina, Memo Caronetuto, Renato Salvatori y Totó, entre otros inmortales del cine italiano. No había persecuciones de carros, efectos especiales, nada inhumano. El humor seguía tan intacto como cuando vi la película por primera vez. Es una parodia de Rififí, el clásico de Jules Dassin, y su tema es el robo de una caja fuerte. Desde los rostros hasta los diálogos y las peripecias de los personajes, todo es tan perfecto como en una pantomima de Buster Keaton. Tiene la impronta del neorrealismo italiano. El escenario es la calle, los bares, los clubes nocturnos, los gimnasios deportivos. Los conflictos son los de seres comunes tentados por la posibilidad de que un golpe de suerte los saque de una pobreza muy cercana a la miseria. Es el mundo de la picaresca.
     Los italianos parecen haber contado con el monopolio entre las décadas del cuarenta y del cincuenta, aunque en ese mismo período el cine francés tuvo también su momento de gloria, como puede verse en las películas protagonizadas por Jean Gabin y Lino Ventura, o en las dirigidas por Jean Pierre Melville. Obviamente, parte de esa tradición está plasmada en Viridiana, del español Luis Buñuel, cuyos personajes parecen salidos de la corte de los milagros.
     ¿Qué ha ocurrido para que el cine, con escasas excepciones, haya abandonado tantos elementos de la comedia humana en sus últimas décadas? ¿Es que hemos perdido la locura de vivir y de matar? No por lo menos en las páginas rojas. Curiosamente, muchas de esas crónicas parecen remitir más al mundo de la picaresca y al neorrealismo italiano, que a sagas donde las máquinas se encargan de protagonizar el destino de hombres y mujeres. Pues hasta la clase criminal vive tiempos difíciles en Estados Unidos. Aquí cito dos ejemplos para demostrarlo.

EL FORAJIDO MÁS ENFERMO DEL MUNDO

        En No Country for Old Men, la película de los hermanos Cohen, Javier Bardem, un escalofriante asesino, porta consigo un tubo de aire comprimido rematado en una manguera de la que emerge un tubo. El asesino aplica el tubo a la frente de alguna víctima, aprieta un mecanismo y le descarga un proyectil que la mata de manera instantánea.
          Arthur Williams portaba un tubo similar en sus atracos, pero no era un tubo de aire comprimido sino de oxígeno, su última conexión con la vida que se le estaba escapando debido a una combinación de enfisema y diabetes.
           El 9 de julio de 2010, Williams ingresó en Sarar, una tienda de ropas en Madison Avenue, en Manhattan. Cubría su cabeza con una gorra oscura y lucía una camisa roja. A los clientes les llamó la atención las dificultades que tenía Williams para caminar, y la bolsa que colgaba de su espalda. De la bolsa emergía un tubo de oxígeno conectado a su nariz por una delgada manguera de goma. Williams se apoyaba en un bastón, y se desplazaba por el negocio tomándose a cada rato un descanso. Finalmente se detuvo en un perchero donde colgaban sacos de etiqueta e impermeables, y preguntó al gerente del local, Sol Tezcan, donde podía encontrar pantalones para combinar con un saco de etiqueta. Mientras Tezcan buscaba los pantalones, Williams sacó una pistola barata, de las llamadas “Saturday Night Especial”, y la apuntó al solitario cliente en el local, diciéndole: “Este es un atraco”. El cliente huyó por la puerta trasera del negocio. Cuando el gerente oyó la conmoción causada por la huida del cliente, avanzó hacia Williams, y éste lo apuntó con la pistola y le preguntó: “¿Quiere que le meta una bala?” Sin aguardar a la respuesta, Williams oprimió el gatillo, y la bala se estrelló contra un estante de metal donde se exhibían camisas. Tezcan, el gerente, también huyó del negocio, y Williams volvió a disparar su pistola. Esta vez, la bala atravesó ocho chaquetas colgadas en un perchero. Una tercera bala tampoco se alojó en un cuerpo humano.
          "Y entonces, el asaltante escapó”, informó Tezcan a la policía. “Su automóvil estaba del otro lado de la acera. Tenía una placa de Alabama”.
            Williams abandonó Manhattan e inició el largo retorno a su hogar en Gadsden, Alabama, en una travesía de mil quinientos kilómetros, pero nunca llegó a destino. En la madrugada del 11 de julio, un domingo, asaltó un motel Super 8 en Hancock, Maryland, tras amarrar al recepcionista y a su hija de 16 años con cables telefónicos. Lo que llamó la atención a los asaltados fue que Williams jadeaba, y tuvo que sentarse en una silla durante algunos minutos, para recuperarse. Finalmente huyó, llevándose consigo 580 dólares. Hubo otro infructuoso intento de asalto, en el motel Sleep Inn, de Clear Springs, Maryland, donde la caja fuerte estaba vacía, y a partir de ese momento, una feroz persecución. Un policía del estado de Maryland observó en la carretera un Cadillac negro que se desplazaba de manera errática, cruzando la línea que divide ambas canales, y comenzó a seguirlo. De repente, Williams advirtió el patrullero policial, y aceleró la marcha. La persecución se prolongó durante tres kilómetros, a una velocidad cercana a los doscientos kilómetros por hora. Finalmente, el Cadillac de Williams se salió de la ruta, atravesó tres jardines de viviendas y volcó. Williams fue despedido del vehículo, sufrió graves golpes en la cabeza, y murió poco después. Tenía 63 años, pero parecía mucho más viejo.
            TRISTE, SOLITARIO Y FINAL
            En sus días de gloria, a comienzos de la década del setenta, Williams era conocido como The Elevator Bandit, el asaltante del ascensor, luego de una serie de robos en edificios de apartamentos de Manhattan que le redituaron grandes ganancias. Cuando fue a parar a la cárcel, en 1975, tenía en su prontuario 134 condenas, la mayoría por robo. Treinta y tres de los 34 años siguientes los pasó en la cárcel, excepto por un breve período de libertad condicional, en 1986, cuando tenía 40 años. En apenas dos meses fuera de las rejas se las arregló para atracar a 38 personas en Manhattan, a veces haciéndose pasar por un amistoso portero a fin de ingresar a un apartamento, en otras, disfrazado de mensajero. Años después, durante otra audiencia para conseguir nuevamente la libertad condicional, explicó las razones de sus atracos: “Heroína y cocaína”.
        Durante sus últimos años de cárcel, Williams pareció regenerarse. Se convirtió en predicador religioso y trató de ayudar a jóvenes descarriados. Su salud se fue deteriorando. Sufría de enfisema y de diabetes, y debía ser sometido a diálisis de manera regular. Durante las audiencias para analizar su pedido de libertad condicional, Williams explicó su conversión religiosa, y dijo que ya no era la misma persona que había ingresado en la cárcel. “Yo no conozco a esa otra persona”, aseguró. Su presunto arrepentimiento, y los costosos tratamientos a que debía ser sometido, convencieron a las autoridades de la prisión neoyorquina que era mejor conmutarle la pena. Y Williams fue puesto en libertad en julio de 2009.
          El regenerado delincuente se mudó con su paciente esposa, Bettie, a Gadsden, Alabama, y pidió un préstamo a la financiera Family Loan Company, que fue cancelando puntualmente hasta junio de 2010. Pero el primero de julio, dos semanas después de hacer su último pago en la financiera, Williams retornó al lugar. Usaba gorra y cubría su rostro con un pañuelo. En su mano derecha portaba una pistola. El atracador pidió a la cajera que le entregara todo el dinero en efectivo. Luego, encerró a la cajera y a otros dos empleados en un baño, y trabó la puerta con una silla. El esfuerzo había sido excesivo para Williams. Cámaras de seguridad registraron los instantes en que se quitó el pañuelo del rostro y la gorra, y se sentó a descansar en una silla. Sin embargo, nadie en Family Loan reconoció su rostro.
           Cinco días más tarde, el 6 de julio, Williams informó a su esposa que iba a una clínica para someterse al tratamiento de diálisis. Y nunca más lo volvió a ver. Williams se dirigió a Nueva York, una ciudad que había conocido palmo a palmo durante sus correrías.
           El 9 de julio, el Cadillac negro de Williams recibió una multa por parquear en doble fila frente al 507 West de la calle 144, en Manhattan. Era un lugar muy conocido por Williams. En la cuadra vivía su madre, de 92 años de edad.
            Durante su permanencia en el hogar de su madre, “No hizo otra cosa que hablar con la familia”, dijo la mujer, en el curso de una entrevista con The New York Times. “Él era una buena persona, rezaba, predicaba. Realmente sirvió a Dios. Lo sirvió durante los últimos 10 o 20 años de su vida”.
         Dos días más tarde, el cadáver de Williams fue recogido por una ambulancia, cerca del sitio donde había estrellado su Cadillac. Su pistola fue encontrada cerca del asiento del pasajero. También entre los restos de la colisión estaba el tubo de oxígeno que le había ayudado a subsistir durante su correría final.
            
 LA MAFIA EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
          
       En la década del noventa, Joe DeFede supervisaba toda clase de manejos ilegales en el “garment district”, el área de Manhattan donde talleres de ropa coexisten con tiendas de lujo. La manera que tenía de DeFede de enriquecerse era bastante sencilla: amenazaba con romperles las piernas a quienes no pagaran la protección ofrecida por los lugartenientes de la familia Luchese una de las grandes bandas del crimen organizado. DeFede tenía un Cadillac y un chófer. Tres de sus caballos de carrera usaban los establos del hipódromo Aqueduct, en el condado de Queens.
            Pero en algún momento de su carrera, DeFede pareció excederse en sus ambiciones y la familia Luchese lo acusó de robarle casi un millón de dólares. Fue un acto de gran audacia y bastante estúpido. Nadie le hace eso a la mafia, y espera salir ileso. Hace algunos años, un atracador inexperto robó el automóvil de otro mafioso neoyorquino, Vincent The Chin Gigante. Cuando el atracador se enteró de su traspié, devolvió el automóvil, pero antes lo llevó a un taller para que lo lavaran con champú y lo perfumaran. Just in case.
            Aunque DeFede negó la acusación formulada por la familia Luchese, lo cierto es que su acto siguiente fue bastante deplorable, al menos para los cánones de la mafia: se entregó al FBI, y comenzó a cantar, enviando a la cárcel a varios de sus ex colegas.
            Luego marchó a la prisión para cumplir una condena reducida de cinco años. Cuando salió de la cárcel, DeFede tenía 69 años, y estaba totalmente quebrado. Para él, esa era la mejor demostración de que no había robado a la familia Luchese. “Si hubiera hecho lo que dicen que hice”, declaró a un periodista en un bar del sur de Florida, “¿Cree que estaría aquí?”
            Lo cierto es que el lugarteniente en jefe de la familia Luchese vive junto a su esposa, Nancy, en una precaria situación, bajo un nombre inventado. Perdió su fortuna gracias a abogados inescrupulosos que prometieron sacarlo rápidamente de prisión a cambio de muchos dólares. DeFede no puede enviar a un colega a romperles las piernas a esos letrados, porque eso cuesta mucho dinero. Además, los costos de crear una nueva identidad son tan onerosos como el pago a los abogados.
            Los DeFede viven de la modesta pensión que otorga la Seguridad Social, y de la pensión que le pagan a Nancy tras 20 años de trabajar en un banco.
            DeFede, conocido como Little Joe dice que vive en perpetuo estado de pánico. Teme no poder pagar las cuotas de su automóvil, de su vivienda, o sus gastos de salud. Hace poco le hicieron una operación para reemplazarle una cadera.
     Para un mafioso venido a menos, el futuro no asoma muy placentero. La señora DeFede ha tenido que vender un collar de rubíes, y un brazalete de esmeraldas, cuando la economía apretó sus garras. Pero algo mantiene viva a la pareja: el amor. A veces DeFede lamenta no poder tratar a su reina como una verdadera reina. “Vean el daño que le causé a ella”, dijo a un periodista en cierta ocasión. “Ella podría haber conquistado a cualquiera. Absolutamente a cualquiera. En cambio, terminó viviendo conmigo”.
     Los ejemplos bastan y sobran para confirmar mi hipótesis. Tal vez un buen guionista descubra en esos casos un filón de oro.

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