miércoles, 23 de julio de 2014

El romance de los objetos


Mario Szichman

      La mejor película que Alfredo Hitchcock nunca pudo filmar comenzaba con un asesinato registrado a bordo de un vehículo. El cadáver surgía de la nada. Según le explicó Hitchcock a Francois Truffaut, su idea era iniciar la proyección mostrando una línea de ensamblaje en una fábrica de automóviles. Primero aparecía un chasis. Poco a poco, se le iban añadiendo partes. Finalmente el vehículo, totalmente armado, se detenía en la meta final de la línea de ensamblaje. Un imperturbable operario, de guardapolvo blanco, portando en su mano izquierda una tableta metálica con sujetapapeles, abría la puerta del conductor. Del interior surgía un cadáver que se derrumbaba en el suelo.
      Es la imagen inexistente más nítida que recuerdo de Hitchcock. El director no pudo llevar adelante el proyecto pues era imposible explicar cómo aparecía ese muerto en la línea de ensamblaje.
      Hitchcock, como todo gran narrador, sabía que ninguna narrativa se sostiene sin props. La palabra en inglés es una abreviación de property. En la escenografía teatral un prop es un accesorio. Cualquier objeto puede convertirse en un prop si ayuda a la narración. Puede ser desde la pipa curvada de Sherlock Holmes hasta una carroza emplazada en el centro del escenario. Un bastón es un prop si ayuda a identificar a un personaje. Tal vez un anciano puede requerir un bastón en una representación, pero no siempre. Un hombre elegante, que posee un excelente estado atlético, tal vez necesita del bastón como atributo de elegancia. Un cortapapeles puede servir para que un hombre juguetee con él entre sus manos, mientras reflexiona, o enuncia conjeturas, y también para incriminarlo cuando ese mismo objeto aparece clavado en el pecho de una víctima.
      Hitchcock tenía predilección por los grandes props. En North by Northwest el prop es el Monte Rushmore, donde se han esculpido los rostros de algunos famosos presidentes norteamericanos. Allí Cary Grant lucha contra sus perseguidores, y en un momento, como Gulliver en el país de los gigantes, se desliza por el rostro de uno de los presidentes. En Saboteur hay dos extraordinarias escenas, una donde el asesino lucha con el protagonista dentro de la cabeza de la Estatua de la Libertad, y la otra en que un enorme barco aparece varado, como una ballena muerta, en la rada de Nueva York.
      Cualquier tipo de narrativa, casi tanto como el teatro o el cine, necesita de props para anclar un personaje a una trama. Peter Rabe, un extraordinario escritor de mysteries, usaba un prop líquido, el café, para estructurar un personaje. En Kiss the Boss Goodbye, descubrimos uno de los hábitos del protagonista porque siempre está bebiendo café tibio o frío, nunca en su punto.
      Nunca necesité tanto de los props como cuando escribí La región vacía. Aunque Nueva York es la ciudad en la que más he vivido, no la conozco como realmente se conoce una ciudad: como cualquier turista. En realidad, nunca antes había escrito sobre una ciudad mientras vivía en ella. Escribí mi trilogía del Mar Dulce, que transcurre en Buenos Aires, mientras vivía en Venezuela. Escribí mi trilogía de la patria boba, sobre la guerra de independencia en la Gran Colombia, cuando me mudé a Estados Unidos. Escribí sobre la Revolución Francesa sin vivir en Francia. Pero con La región vacía decidí arrojarme al agua. Pues el tema, los ataques a las torres gemelas registrados el 11 de septiembre de 2001, era para mí una constante obsesión. Empecé a escribir sobre el ataque a las torres gemelas del World Trade Center ese mismo 11 de septiembre de 2001. Era un despacho para el periódico Tal Cual, de Venezuela. A lo largo de estos años llené varios centenares de páginas con mis experiencias, y escribí un libro de non fiction, que nunca publiqué. La región vacía no figuraba en mis planes narrativos. Pensaba que el tema merecía el formato de un ensayo.
      En el 2013, Carmen Virginia Carrillo, quien se encarga de la edición y reedición de mis novelas desde hace tres años, me sugirió una forma de lidiar con el tema. Volví entonces a revisar algunas de las historias que había escrito sobre el 9/11, y empecé a poblar la narración de personajes neoyorquinos. Fue una experiencia muy enriquecedora, y debo reconocer que de no ser por la profesora Carrillo, La región vacía seguiría en la etapa de proyecto. (Como también mi previa novela, Eros y la doncella).

EL CONTRAFUERTE DE LA ESCRITURA

      Desde el principio sabía quienes serían mis personajes, algunos famosos, como Osama bin Laden, dos o tres de los piratas aéreos, y obviamente, el presidente George W. Bush. Pero el centro de la trama debía consistir en seres que habían sido afectados por el episodio de manera pasiva. En un caso, la madre de dos jóvenes ejecutivos que morían en las torres. En el otro, un periodista capaz de cumplir una doble función: ser testigo del episodio, y al mismo tiempo, participar en la búsqueda que hacía la madre, de los instantes postreros de sus hijos.
      Anudar la vida de esos personajes centrales no fue difícil. Georges Politi nos asegura que sólo existen treinta y seis situaciones dramáticas. La otra parte fue más difícil, aunque las recompensas fueron numerosas: conseguir los props.
      La imaginación funciona de una manera bastante rara. Durante muchos años, me quedé prendado un libro escrito por David Viñas. No debe haber sido uno de los mejores, pues no recuerdo ni la trama ni el título, pero sí evoco con nitidez la apertura de cada capítulo. Constaba de una imagen de algún objeto fácilmente reconocible en Buenos Aires. Uno de ellos era un boleto de colectivo, esos boletos, como cualquier ticket de un pasaje, parecían simbolizar Buenos Aires. El conductor del colectivo, un autobús pequeño, entregaba a cada viajero un boleto, a cambio del dinero que le tendía para pagar el pasaje. En Nueva York no existen esos tickets, pero sí sucedáneos. Son trozos de cartulina. Algunos tienen formas de señaladores donde queda registrado el día y la hora de adquisición del pasaje, así como la ruta. De inmediato se me ocurrió que ese prop podía tener una función dramática, informar de varias cosas a la vez. La protagonista es una gran lectora, y usa esos tickets para marcar la página de cada libro donde interrumpió la lectura. Un día, descubre en uno de sus libros que ha señalado dos páginas con dos tickets. Uno de los tickets tiene la fecha del 10 de septiembre de 2001, un día antes del ataque a las torres. Cuando empieza a rebobinar su película personal, la protagonista recuerda de repente un episodio que tuvo como protagonista a uno de sus hijos y que la hizo abandonar la lectura. El episodio guarda un terrible secreto …
      Si estuviera redactando un folletín, éste sería el momento de escribir: “Continuará en el próximo episodio”. Por ahora me limito a señalar que cada narración requiere una estrategia diferente, y son distintos los elementos que la apuntalan. Recién con La región vacía descubrí el romance de los objetos. A veces, lo más cotidiano y banal puede convertirse en una prueba de amor, o en un instrumento letal.
      Un ejemplo, mis domingos comienzan en la madrugada –soy un insomne tempranero– y cuando a las 5:00 de la mañana abro la puerta de mi apartamento tropiezo con ese colosal ensamblaje de papel que es The New York Times. Otros lectores pasan toda la mañana revisando sus páginas. Yo demoro una media hora en librarme de ellas. Comienzo por los anuncios en colores de las grandes tiendas, sigo con los avisos de los supermercados plagados de cupones, desecho las páginas deportivas, pues las reseñas dedicadas al fútbol (soccer, le dicen aquí, para diferenciarlo del fútbol americano) son magras, y continúo con las partes de artes y espectáculos. Algunas reseñas de filmes son buenas, pero el resto de esas páginas están habitadas por anuncios de películas, de obras de teatro, de galerías de arte (acompañados de vernissages) y de programas de televisión. Cada aviso está destinado a exaltar la octava maravilla del mundo. Una vez deposito la sección de bienes raíces en el umbral de mi vecina, una broker que trabaja en Manhattan, y me independizo de la sección Metropolitana, de la sección de automóviles, de la sección de viajes, de la deprimente sección dedicada a la reseña de libros, de las satinadas páginas de la revista dedicada a la moda, y de las secciones de avisos intercaladas entre los avisos emplazados en las secciones, me quedo finalmente con el primer cuerpo. El colosal periódico ha quedado reducido a la sección internacional, la sección nacional, las páginas de opinión y los obituarios. (Como detalle interesante, muchos obituarios se escriben en colaboración con los futuros difuntos, y se van actualizando periódicamente, hasta que llega el gran día).
      Como la economía, el pronóstico del tiempo, y las agencias de inteligencia, los periódicos norteamericanos son absolutamente imposibles de manejar. Uno de los inmortales gags de Buster Keaton lo muestra sentándose en un banco de plaza llevando un periódico plegado que tiene el tamaño de una estampilla. Keaton lo va desdoblando, y el periódico va asumiendo gigantescas dimensiones, hasta que envuelve totalmente al actor, de la cabeza a los pies.
      Creo que Mallarmé decía que todo ocurre primero en la vida, y finalmente en un libro. Pues hace algunos años, el novelista Don DeLillo escribió una novela basada en un hecho real: la historia de dos hermanos que vivían en un apartamento de Manhattan y se la pasaban acumulando diarios y revistas, hasta que crearon una gigantesca pila que cayó sobre sus cabezas y los mató. (Anatole France pronosticó el evento en una de sus novelas, creo que en La isla de los pingüinos, en que el archivista de una biblioteca moría aplastado por libros).
      En un país donde el único lema que parece haber perdurado es “Big is better,” cuando más grande mejor, nadie que comienza atildado y pequeño puede perdurar. Basta ver los vasos de papel encerado en que sirven las bebidas gaseosas. Algunos tienen la estatura de un niño. Pero ese fastidio dominical ha sido un alivio a nivel de la escritura. Porque mi protagonista, además de encontrar huellas de un episodio incómodo en un simple ticket de autobús, padece el drama de los avisos, y colecta cupones, el pan nuestro de cada día de los voluminosos periódicos.
      Por alguna extraña razón, los cupones para ahorrar dinero siempre contribuyen a que uno gaste más dinero. Cada cupón es como una puerta trampa que abre el camino al derroche. El otro día vi una oferta de fideos fetuccinis. Cada paquete costaba 1,89 dólares. Podía comprar diez paquetes por diez dólares. Pero uno no come fideos sin algún aditamento. Esa semana, diferentes salsas para pastas habían subido de precio. También el queso parmesano. Al final, era más barato comer caviar de Beluga que fetuccinis.
      Pero estamos hablando de productos perennes. Uno puede almacenar pasta seca durante meses. En cambio, las ofertas de productos perecederos son aún más tramposas. Involucran fechas de vencimiento. De repente, mi protagonista descubre que esos cupones le están arruinando la vida.  Si no se libera de ellos, acabará como la protagonista de Codicia, el extraordinario filme de Erich von Stroheim, donde una bella mujer termina envejecida, enferma, semi ciega, por su acumulación de monedas de oro.
      No toda narración se presta al romance o a la tragedia de los objetos. Pero cuando se los puede utilizar en su encarnación humana suelen descorrer el velo de la alienación mejor que varios tratados de filosofía.


No hay comentarios:

Publicar un comentario