Mario Szichman
Podría decirse que el periodismo es una mercancía que ofrece mercancía. Y
aunque el contenido que ofrece es variado, nunca ha desechado la venta de productos.
Es, tal vez, el más prolífico sistema de circulación de mercancías y deseos.
Algunos ensayistas y creadores (pensamos por ejemplo en Dwight McDonald, en
Marshall McLuhan, en Gore Vidal, en el Tom Wolfe de The Kandy-Kolored Tangerine-Flake Streamline Baby) se han
preguntado qué lugar ocupa realmente la información en un órgano de prensa, y qué
porcentaje de noticias está contaminado de publicidad. El periodismo nunca
puede ser totalmente objetivo. No está escrito
por robots en el sistema binario de las computadoras, sino por seres
humanos, que además, son cuerpos deseantes. Y es en la encrucijada entre el
examen de los hechos y la necesidad de divulgar la excelencia de una mercancía
donde se instalan el cronista y el reportero, especies de áncoras encargados de legitimar la
difusión de eventos.
Philip Knightley considera la tarea del reportero “la tercera profesión más
antigua del mundo”, después de la prostitución y el espionaje[i].
No hay periodismo sin una persona responsable, con nombre y apellido, cuya
tarea es prestar testimonio “desde el lugar de los hechos”. Una ley no escrita,
y además imposible de comprobar, atribuye al reportero la función de testigo
imparcial. En ese mundo ideal, el reportero se limita a certificar un hecho con
su presencia, reservando la opinión a otros.
Ni siquiera es necesario que el informador refleje fielmente lo que ha
visto con sus ojos. A veces, su ignorancia de lo percibido acrecienta la
validez de su alegato. El historiador romano Tácito reconoció la presencia física
de Cristo sin atribuirle la menor importancia. (Jorge Luis Borges decía: “Los
ojos ven lo que están habituados a ver: Tácito no percibió la Crucifixión,
aunque la registra en su libro”).
En el periodismo moderno, el caso de Kitty Genovese es emblemático porque
el prejuicio de un jefe de redacción cambió la naturaleza de un homicidio,
transfiriendo la acusación del asesino a los presuntos espectadores del
episodio, cuya apatía habría permitido la muerte.
Kitty Genovese, gerente de un bar, de 28 años de edad, fue asesinada el 13
de marzo de 1964 en Kew Gardens, Queens, un condado de Nueva York. El asesino
se llama Winston Moseley (todavía vive, entre rejas). Se trata, posiblemente,
del crimen más famoso del último medio siglo en Nueva York simplemente porque
se interpretó de forma errónea la actuación de los testigos. A.M. Rosenthal, en
esa época editor metropolitano del New
York Times, descubrió un ángulo ignorado por sus colegas. El jefe de
policía de Nueva York, Michael Murphy, le dijo a Rosenthal que en el caso de
Kitty Genovese lo insólito no era el homicidio, sino la conducta de 38 declarantes.
Mientras Kitty Genovese trataba de eludir a su perseguidor, ninguna de esas
personas, dijo el funcionario policial, usó el teléfono para denunciar el
episodio.
El asesinato de Kitty Genovese se convirtió en una obsesión para los
norteamericanos. Fue estudiado en cursos de psicología, y discutido por
académicos y teólogos.
Medio siglo después, aparecieron varios libros cuestionando la hipótesis
propiciada por The New York Times. En
realidad, no hubo 38 personas que presenciaron el homicidio, apenas un puñado
que no observaron con claridad el suceso, pues se hallaban a gran distancia. Se
comprobó que dos individuos sí llamaron a la policía. Un testigo que presenció el
primer ataque contra Kitty Genovese avanzó contra Moseley, el asesino, y con
sus gritos lo obligó a huir. Moseley regresó a la escena del ataque minutos
después, cuando no había nadie en el lugar. Una ambulancia llegó a socorrer a
Kitty Genovese cuando aún estaba con vida, precisamente porque algunos vecinos
pidieron ayuda.
En otras ocasiones, el perpetrador de un hecho que cambia la historia es
reconocido a posteriori, una vez concreta sus amenazas. Y es el amenazado quien
se encarga de revelar su autoría.
En la década del noventa, la existencia del único líder que realmente ha
cambiado la historia mundial en los últimos años, era casi imperceptible. Pese
al primer atentado a las Torres Gemelas, a la declaración de guerra de la
organización islámica al-Qaida contra
Estados Unidos, a la destrucción de dos embajadas en África, y al atentado
contra el buque USS Cole de la armada norteamericana, muy pocos conocían a un
jeque llamado Osama bin Laden. Sin embargo, no pasaron veinticuatro horas desde
los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas del World
Trade Center y contra un ala del Pentágono en los suburbios de Washington,
D.C., cuando ya el gobierno del presidente George W. Bush tenía un dossier muy completo sobre bin Laden y
su estructura política y militar.
Fue tal vez el momento en que el periodismo norteamericano llegó a su
nadir, y la presidencia de Estados Unidos a uno de sus puntos más críticos, que
resolvió invadiendo Afganistán y declarando la guerra al gobierno iraquí de
Saddam Hussein. Las banderas del patriotismo y del jingoísmo siempre cumplen su cometido. Pasaron años antes que el
público norteamericano reaccionara ante ese movimiento de placas tectónicas en
el campo de la información.
Curiosamente, el periodismo debió pasar a segundo plano cuando otra fuente
oficial, la llamada “9/11 Commission”, compuesta por personalidades de la
política norteamericana, divulgó su informe sobre los ataques del 11 de
septiembre. A diferencia del organismo que indagó en el asesinato del presidente
John F. Kennedy, la 9/11 Commission cumplió su tarea a cabalidad, y emitió un
implacable veredicto: los atentados podrían haberse evitado, inclusive el mismo
día en que ocurrieron. Cada uno de los pasos de los piratas aéreos había sido detectado
con meses, a veces con años de anticipación. Las principales figuras de
al-Qaida eran conocidas y contaban con gruesos prontuarios. Pero las agencias
encargadas de proteger la seguridad de Estados Unidos estaban más interesadas
en socavar la tarea de sus agencias rivales, que en cumplir con su labor
específica. En ese sentido, cumplieron una labor exactamente opuesta a la de un
reportero –al menos en un mundo ideal– pues ocultaron datos y sabotearon
testimonios.
Es interesante que el último evento no logró ser descifrado por un
reportero. Si bien abundaron los testigos, era difícil interpretarlo,
considerado el mayor happening en la
historia de Nueva York. Recién cuando el gobierno de Washington divulgó la
información, pudo enmarcarse el suceso, darle una racionalidad a lo irracional.
De esa manera, el periodismo de reportero completó el circuito, desde el
registro de un evento sin advertir su protagonista o su importancia, pasando
por la atribución de la responsabilidad de un evento a testigos cuya presencia
fue desvirtuada, hasta llegar a la identificación del culpable al margen de los
periodistas. Se trataba de un personaje a quien ningún reportero conocía a
cabalidad, pese a que algunos lo habían entrevistado, como fue el caso del
periodista británico Robert Fisk, quien conversó con bin Laden en varias
ocasiones para The Independent
durante la década del noventa.
A veces, la arrogancia no es buena consejera, ni en los gobiernos más
poderosos de la tierra. En ocasiones, conviene recordar que no hay enemigos
pequeños.
[i] Ver de Philip Knightley su trabajo The First Casualty, donde analiza la
tarea del corresponsal de guerra desde la guerra de Crimea hasta Vietnam, en
sus labores como “héroe, propagandista, y
fabricante de mitos”. (Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1975). El
título del libro alude a una frase enunciada por el senador norteamericano
Hiram Johnson en 1917: “The fist casualty when war comes is truth.”Cuando llega
la guerra, la primera baja es la verdad.
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