sábado, 23 de agosto de 2014

Simón Bolívar detective, o la venganza de Monteagudo



Mario Szichman

“Las malas causas
Tienen tantos mártires
Como las buenas”.
Lazare Carnot
General de la Revolución Francesa





 Tolstoi decía que en la administración pública hay hombres tan necesarios como los lobos en la naturaleza. Esos hombres descuellan por su cercanía con los jefes de estado, y al monopolizar la crueldad, permiten a sus jefes exhibir altruismo y nobles modales.

            El general Louis Nicolas Davouz se encargaba de cometer crueldades “a espaldas” de Napoleón, en tanto su rival, el zar Alejandro de Rusia, contaba con el general Alexey Arakcheyev para concretar el trabajo sucio.

Si el lector desea saber por qué la literatura rusa es superior a la francesa, es suficiente comparar a Arakcheyev con Davouz. Aunque Balzac tuvo portentosos modelos de seres desalmados en los cuales pudo abrevar para sus novelas, ni siquiera el más feroz se animó a expresar, como Arakcheyev: “Soy amigo del zar y solo existe una persona ante quien es posible elevar una queja por mis métodos: Dios”.

Y aunque Fouquier-Tinville, el acusador público que ordenó guillotinar a Carlota Corday, y colaboró en el arresto de otras figuras públicas como Robespierre y Saint-Just es lo más aproximado a un genio del mal, ni siquiera él intervino en las tareas de reproducción de los franceses, como sí lo hizo Arakcheyev con los rusos. En su enorme finca de Gruzino, las campesinas fueron obligadas a procrear al menos un vástago por año. Se ignora cuál era el castigo para las mujeres que no cumplían la cuota.  

En América Latina, durante la guerra de Independencia, existió un hombre bisagra con los atributos combinados de Davouz y de Arakcheyev. Era el coronel Bernardo de Monteagudo, quien sirvió a dos amos, los próceres de la independencia latinoamericana José de San Martín y Simón Bolívar.

Monteagudo era bigger than life, uno de los grandes villanos de la historia latinoamericana. En las memorias del general Guillermo Miller, uno de los soldados más fieles de San Martín, se habla pestes de Monteagudo, de su “imposición de medidas impopulares”, su “opresivo espionaje”, “la cruel manera en que desterró a individuos muy respetables”. Además, se sospechaba que intentaba “establecer un gobierno monárquico contrario a los deseos del pueblo”. Esos atributos convirtieron a Monteagudo “en objeto de desagrado y desconfianza”.  

El pueblo de Lima, aprovechando la ausencia de San Martín, se amotinó contra Monteagudo y lo obligó a renunciar.

El historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna dijo que Monteagudo “cometió horribles crueldades” en Lima cuando fue ministro de San Martín. Además, se jactó de ellas. Según Vicuña Mackenna,  “En su famoso manifiesto de Quito”, el ministro de San Martín alardeó “de haber reducido a quinientos los diez mil españoles que encontró en la primera de esas ciudades”. Una lista “de esos cargamentos humanos que aquel Sila criollo remitía a Valparaíso en 1821, en un buque al que, para hacer más siniestro su destino, diera su propio nombre, la célebre fragata Monteagudo”, menciona cuatrocientos ochenta personas. De ellas indica el historiador chileno, “cerca de la quinta parte pasaba de sesenta años de edad. Para que se juzgue de la inútil barbarie de esta persecución, elegimos al acaso algunos nombres de la lista de proscripción: Juan Muñoz, andaluz, de profesión mantequillero, edad setenta y un años; Fernando María Gómez, comerciante, setenta años; Felipe Quinteler, gallego, marinero, setenta y cinco años”.

Tras la decisión de San Martín de renunciar a su cargo de Protector, Monteagudo retornó a Lima como secretario de Bolívar, donde fue asesinado en el anochecer del 28 de enero de 1825, cuando tenía apenas treinta y cinco años de edad. El cadáver fue encontrado boca abajo, con las manos aferradas a un puñal que tenía clavado en el pecho.  

Cuando Bolívar se enteró del asesinato de Monteagudo, exclamó: “¡Monteagudo! ¡Monteagudo! Serás vengado”. (Bolívar era un romántico hasta los tuétanos).

El retorno de Monteagudo a Lima, aferrado a la levita de Bolívar, no fue recibido con gran beneplácito. El patriota peruano José Faustino Sánchez Carrión, quien fue ministro de Bolívar, había anunciado en un bando público que si Monteagudo regresaba, cualquier limeño podía asesinarlo. Sánchez Carrión prometía total impunidad.

Bolívar, quien conocía la calaña de los hombres que trataba, dijo de Monteagudo en una carta al colombiano Francisco de Paula Santander, su vicepresidente: “Es aborrecido en el Perú por haber pretendido una monarquía constitucional, por su adhesión a San Martín, por sus reformas precipitadas y por su tono altanero cuando mandaba”. Pero Bolívar, que además de romántico había leído con mucho provecho a Maquiavelo, agregaba en la carta: “Añadiré francamente que Monteagudo conmigo puede ser un hombre infinitamente útil”. 


LA VENGANZA DE LOS PATRIOTAS


La investigación del asesinato de Monteagudo puso a Bolívar en el rol de detective. (Una tarea que los historiadores bolivarianos no han tomado en cuenta, aunque han explorado todos los aspectos de su vida. Como recordaba el profesor Germán Carrera Damas en su magnífico libro “El culto a Bolívar”, a un panegirista se le ocurrió redactar un opúsculo titulado “Bolívar jugador de ajedrez”).  

La pesquisa de Bolívar,  por sí sola, es para escribir una novela, especialmente el descubrimiento de los dos asesinos materiales, Candelario Espinosa y Ramón Moreira. La principal pista era el cuchillo usado para matar a Monteagudo. Había sido recientemente afilado. Por lo tanto, se citó a todos los barberos de Lima para ver si alguno de ellos reconocía el arma homicida. Uno de ellos reconoció haber afilado el cuchillo, y reveló el nombre del portador. Al día siguiente, se citó para ser reconocidos “a todos los criados de casas y gente de color”. De esa manera, gracias a un gigantesco dragnet que solo podía permitirse Bolívar, fue identificado un asesino, quien condujo al hallazgo de su cómplice.

       Obviamente, no era una época en que se respetaban excesivamente los derechos humanos, y los sospechosos fueron torturados para que confesaran. Algunos historiadores dicen que Bolívar estuvo presente en algunas de esas sesiones de apremios ilegales.

Pero a Bolívar no le interesaban los autores materiales sino los intelectuales, pues eran capaces de serrucharle el piso. El principal sospechoso era Sánchez Carrión, por la proclamada inquina contra Monteagudo.  

Muchos años después, el general Tomás Mosquera, quien llegó a ser presidente de Colombia, y fue jefe del estado mayor de Bolívar, dijo que uno de los asesinos de Monteagudo confesó a Bolívar que Sánchez Carrión, le pagó 50 doblones en oro por su tarea. Sánchez Carrión era líder de una logia republicana que se había enfrentado a las intenciones monárquicas de Monteagudo.

También Mosquera dijo que como represalia, Bolívar mandó a envenenar a Sánchez Carrión, quien falleció meses después de una extraña afección, posiblemente causada por arsénico. 


EL HOMBRE BISAGRA


Aunque muy desprestigiado durante todo el siglo XIX, Monteagudo ha vuelto a ponerse de moda, adquiriendo ribetes de revolucionario y de jacobino, tal vez porque el bicentenario de nuestra independencia nos da la distancia suficiente para encubrir desafueros, o porque en dos siglos desde el comienzo de la lucha por la independencia tantos bellacos han gobernado nuestras patrias, que los protocrueles, los protoladrones y los protolacayos son próceres por comparación.

La figura de Monteagudo como hombre bisagra es incomparable, pues contribuye a esclarecer la actuación de dos próceres como son José de San Martín y Simón Bolívar. Con San Martín, Monteagudo fue promonárquico, pues San Martín era promonárquico. Hay abundantes pruebas de que el general nacido en la provincia de Yapeyú hizo numerosas gestiones para pactar con los españoles.

Cuando le llegó el turno de servir a Bolívar, Monteagudo se pasó al bando republicano. En el ínterin, ocurrió la batalla de Ayacucho, que puso punto casi final a la presencia de España en Sudamérica, excepto por algunos reductos como las fortalezas del Callao o la isla de Chiloé.

Con San Martín, Monteagudo se mostró tan indeciso y vacilante como su jefe, pues cada vez que San Martín independizaba algo, había que volver a independizarlo. Su gestión como Protector de Lima fue un desastre. Su destacamento insignia, el Regimiento de Granaderos a Caballo, se alzó en las fortalezas del Callao, luego que sus soldados recibieron como alimento arroz en mal estado y sufrieron toda clase de calamidades  porque sus jefes se quedaron con la mayor parte del dinero destinado a pagar los suministros. Los cabecillas de la insurrección devolvieron las fortalezas a los españoles y fueron recompensados con un exilio dorado en la Madre Patria.

Bolívar tuvo que ir al Perú para resolver la situación incómoda que le dejó San Martín. Como Bolívar actuaba con decisión, Monteagudo se acopló a su decisión. Con Bolívar al frente, las fuerzas patriotas derrotaron a los españoles en dos combates épicos: la batalla de Junín, donde dos ejércitos se enfrentaron con lanza y cuchillo, sin disparar un solo tiro, y la batalla de Ayacucho, donde 4.500 colombianos, 1.200 peruanos y 80 argentinos derrotaron a unos nueve mil españoles. 


LA VENGANZA DE LOS PATRIOTAS


El escritor argentino Miguel Bonasso, quien tiene a su favor el mérito de amar a Alejandro Dumas, ha intentado en “La venganza de los patriotas” (Editorial Planeta) contar simultáneamente la historia de las hazañas del general San Martín en tierra americana, y la vida, pasión y muerte de Monteagudo.

En primer lugar, según mi opinión, la figura de San Martín recibe un tratamiento inadecuado. Si bien el general patriota no se muestra muy activo en sus labores como estadista, es un amante excepcional. Pasa buena parte del tiempo en la cama con la patriota Rosita Campuzano. O tal vez, pasaba buena parte del tiempo en la cama, y la patriota Rosita Campuzano lo atendía como enfermera. San Martín sufría de terribles úlceras gástricas. Y era un adicto al láudano, que aliviaba sus síntomas.

En cuanto a Monteagudo, consigue, al menos en la novela, que a sus plantas caigan, rendidas como leonas, gran cantidad de mujeres patriotas, porque realmente el caballero es muy seductor. (Los grabados de la época nunca le rindieron homenaje a su estampa de galán, y por una razón muy específica: Monteagudo era un hombre de enorme energía, que nunca se quedaba quieto en un mismo lugar más de dos minutos, y sus retratistas tenían dificultades intentando capturar sus rasgos más viriles).

Si calculamos que en “La venganza de los patriotas” se registran dos encuentros amorosos por página, debemos concluir, al llegar a la página 250, que se han registrado ya alrededor de 500 apareamientos. Quizás mi cálculo esté equivocado, y una primera lectura haya obviado algún encuentro sexual. Podría intentar una segunda lectura, pero antes me corto las venas.

Curiosamente, no existe una sola escena homoerótica. Podría atribuirse a que la novela tiene como protagonistas a varios próceres de la independencia, que sólo merecen nuestro mayor respeto.

Cuando el general San Martín no está en la cama, o disuadiendo a sus soldados de entrar en combate pues lo importante es ganar a los godos por cansancio, está diseñando una bandera. Bonasso dice que la bandera es de sencilla confección. No compartimos su criterio. El primer presidente de Perú, el Marqués de Torre Tagle, ordenó otro diseño del estandarte, pues su bosquejo era imposible de concretar.

Durante la novela, el general José de San Martín es acusado de apatía, de prejuicios monárquicos, y de querer coronarse rey. Eso, según Bonasso, es toda una fabricación de sus enemigos alentada por las usinas de rumores. En realidad, parte del Plan de San Martín, que es de una increíble astucia, consiste en hacer creer a sus enemigos que es apático, que tiene prejuicios monárquicos, y que quiere convertirse en un usurpador de la corona real. En cuanto a la otra parte del Plan maestro de San Martín, es imposible de dilucidarlo, o tal vez este comentarista obvió algunas páginas.

Para hacer prosperar la parte del Plan que divulga Bonasso –y también para tender una bonita trampa a los godos–, San Martín instituye la Orden del Sol. Y aunque su propósito ostensible es crear una aristocracia autóctona, fortaleciendo así las sospechas de sus enemigos de que tiene prejuicios monárquicos y quiere convertirse en un usurpador de la corona real, no debemos creer en los propósitos ostensibles. No cuando se trata del general San Martín inventado por Bonasso. San Martín, según el autor de “La venganza de los patriotas”, nunca quiso decir lo que dijo sino todo lo contrario, inclusive si lo estampó al pie de un documento oficial de su puño y letra.

Lo mismo ocurre con la figura de Monteagudo. Bonasso presume, sin ofrecer pruebas, que Monteagudo fue injustamente acusado de todos los desmanes que verdaderamente cometió.

Lo mejor de “La venganza de los patriotas” es que nada de lo ostensible es real, en tanto mucho de lo oculto e indescifrable forma parte del increíble Plan esbozado por sus eróticos protagonistas, y que Bonasso, con su fragorosa prosa, nos permite ignorar en qué consiste.

El resultado es una novela hiper sexualizada, donde se rinde vasto homenaje a Venus, escaso homenaje a Marte, y ningún homenaje a la verdad histórica. Y eso es lamentable. Un personaje de la talla de Bernardo de Monteagudo merece no una, sino varias novelas. Por la época en que le tocó actuar, por los personajes que frecuentó y con los que se asoció, por su vida personal, por su asesinato y por las secuelas  de su muerte.





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