domingo, 21 de septiembre de 2014

El linaje de la impostura




Mario Szichman



      Creo que Miguel Ángel fue acusado de falsificar estatuas y de hacerlas pasar por artefactos de la antigüedad griega o romana. Primero las enterró para que “envejecieran” durante algunos meses, y las localizó luego, vendiéndolas a los aristócratas de su época. Resulta interesante que una imitación de Miguel Ángel es, ahora, más valiosa que el original plagiado. Y esa vuelta de tuerca muestra que a veces, la idea de la obra auténtica y de la copia es imposible de aclarar.
     Presumo que Miguel Ángel no fue el único inmortal que falsificó obras de arte. Cuando un artista recibe las cornadas del hambre está dispuesto a vender su alma al diablo. Si alguien lo hizo, muchos lo hicieron. Si James Joyce escribió cartas pornográficas a su esposa, seguramente hay centenares de narradores y poetas que hicieron algo parecido con sus cónyuges o amantes. Si Miguel Ángel falsificó pinturas o esculturas, también lo habrán hecho Rafael, Leonardo o Goya.
      En una investigación que hice para una reciente novela, descubrí a un artista holandés que se halla a la altura de Vermeer y de De Hooch, y le atribuí la confección de obras eróticas. La idea era que falsificadores modernos vendieran esas obras de arte por muchos millones de florines o de dólares.
      Ignoro si eso ocurrió, aunque lo considero probable. ¿Por qué elegí ese pintor en particular y no Vermeer o de De Hooch? Pues se trataba de un bon vivant que se rodeaba de amantes. En cierta ocasión, fue a un burdel, eligió a una prostituta, y luego la llevó a la Academia de Arte, no sé si de Amsterdam o de La Haya, para que posara en sus cuadros. (Fue expulsado de la Academia). Tanto Vermeer como De Hooch eran buenos padres de familia, los dos con una numerosa prole, y aunque eso nada significa, sus compromisos artísticos y el solo hecho de llevar los niños a la escuela debía insumirles buena cantidad de horas del día.
      En cambio, el pintor del que hablo no tenía más obligaciones que su arte y tratar con afecto a su esposa. El resto del tiempo se la pasaba en el mercado, haciendo sketches de jóvenes vendedoras. Varios de sus cuadros son alegorías de doble sentido, y sus modelos, mujeres muy bellas. En mi relato di un paso más allá. Si ese artista describía escenas pasionales en sus pinturas públicas ¿no existirían otras aún más escabrosas en su desván? No hay historia del arte que no sea también una historia de la procacidad. No he visitado las cuevas de Altamira, pero estoy seguro de que las primitivas pinturas están habitadas por parafernalia amorosa, como los muros de Pompeya. Los nobles romanos, que todavía no habían descubierto el cine porno, encargaban a famosos artistas la decoración de las paredes de sus cámaras nupciales con escenas que pondrían rojo de vergüenza a un estibador.
      Por lo tanto, decidí añadirle a mi novela una nueva faceta quimérica al pintor, que por cierto existió. Imaginé que había pintado cuadros voluptuosos, y los había escondido, para venderlos posteriormente a través de un mercader de arte. No pudo hacerlo porque murió joven. En realidad, una de las cosas interesantes de los pintores holandeses del siglo diecinueve era sus prematuras muertes. (Vermeer falleció a los 43 años, De Hooch a los 38 años. El pintor que incluí en mi novela falleció a la misma edad que De Hooch).
       Todo eso fue inventado por otro personaje de la novela, tres siglos después del fallecimiento del pintor. La idea de ese personaje, un falsificador de pinturas, era crear la leyenda de esas obras eróticas desconocidas. ¿Cómo hacer para descubrirlas? ¿Quién tiene acceso a obras de un pintor abandonadas tres siglos en un secreto desván? Puede tratarse de una persona que adquirió una vivienda antigua. Pero hay una desventaja en ese tipo de fraude. La impostura necesita un linaje, alguien que aparece súbitamente alegando que adquirió una vivienda y encontró pinturas muy valiosas en alguna parte de la casa, resulta sospechoso. Más de una persona debe pensar si no será demasiada casualidad. Es difícil que el verosímil narrativo lo acepte. En cambio, si la vivienda ha sido heredada por un descendiente de un artista famoso, el fraude es más fácil de admitir, y aquel que falsifica obras de arte no debe tener problemas falsificando documentos. (En El día del Chacal, Frederick Forsyth ofrece buenos datos sobre la manera en que puede crearse una genealogía con ayuda de los archivos del gobierno).
      Una vez se consiguen los documentos, aparece la pareja perversa del falsificador y del tasador, el encargado de verificar que el comprador de un cuadro falso ha adquirido en realidad un original. 
       El falsificador de mi novela consigue ofrecer varios cuadros eróticos (falsos) de un genuino artista, gracias al árbitro del gusto. En realidad, corresponde al tasador vender gato por liebre, convencer al comprador de la autenticidad del fraude. Pues las falsificaciones se notan a la legua. Solo quien es un creyente puede aceptar lo falso como verdadero.
     En el camino tropecé con  el fascinante mundo del holandés Han van Meegeren, quien llegó a venderle un “genuino” Vermeer al mariscal Herman Goering, uno de los líderes del nazismo (hice la reseña en un post anterior. Hay un excelente libro sobre van Meegeren, The Man who Made Vermeers, de Jonathan Lopez). Me pregunto: si no hubiera existido Vermeer, La Cena en Emaús pintada por van Meegeren y atribuida al pintor holandés del siglo diecisiete, ¿sería una obra de arte? Es posible. En realidad, van Meegeren no falsificó obra alguna de Vermeer. Su famosa impostura radica en que la atribuyó al artista holandés. No existe un original de La Cena en Emaús con la firma de Vermeer.

EL FALSIFICADOR
QUE NO PUEDE IR A LA CÁRCEL

     Siempre me ha fascinado el ensayo o la novela que crea misterios en base al ocultamiento de datos. Quienes aseguran que van Meegeren fue tan excepcional que logró engañar a Goering, no están diciendo la verdad. Por una parte, quién mintió a Goering no fue el falsificador sino el intermediario, el encargado de vender la pintura. Goering era un lego. Ningún millonario que adquiere un cuadro sabe bastante de arte, solo está enterado de su cotización. Conocí un millonario propietario de periódicos de Venezuela que solía viajar a Nueva York para adquirir cuadros en Sotheby o en Christie´s. Me confesó que poco sabía de arte, pero las pinturas suelen ser una excelente inversión. Y si Sotheby o Christie´s las validaba, para él era suficiente.
      Posiblemente, si el Tercer Reich hubiera triunfado, y Goering hubiera continuado algunos años en el gobierno, el cuadro falso de van Meegeren habría pasado a ser un original de Vermeer.
       Eso lleva al cierre del círculo. ¿Qué ocurre si el falsificador se la ha pasado toda la vida imitando obras de famosos artistas y las ha donado a museos sin cobrar un centavo? ¿Tiene que ir a la cárcel? Pues en ese caso, hubo fraude, pero no delito. No se benefició de sus creaciones, y ese es el caso de Mark A. Landis.
      En fecha reciente se estrenó un documental en Nueva York, ‘Art and Craft,’ acerca de Landis. El hombre es realmente fascinante. En el curso de 30 años, Landis ha donado por lo menos 100 obras a 46 museos de arte en 20 estados norteamericanos. Algunas han sido legadas en homenaje a una hermana que nunca existió.
       En el documental se muestra la creación de varias de las obras. Landis las creó fotocopiando originales, añadiéndolos pigmentos y colocándolas en marcos que compró en Walmart. El impostor puede ser acusado de muchas cosas, pero no de estafa. Él se define como un “filántropo”.  Nunca ha obtenido un centavo de sus estafas. Pero en su carrera ha contribuido a desenmascarar el mundo de los comerciantes de arte y de los funcionarios de museos cuya sabiduría resulta dudosa.
      Stephen Holden dijo en The New York Times,  que el documental es una muestra más de que “el mercado del arte es un juego manipulado por directores de museos y propietarios de galerías”. Y luego se pregunta: “¿A quién se puede creer en un mundo donde Norman Rockwell, desechado durante años como un simple ilustrador, llega al panteón de los grandes de Estados Unidos? ¿Cuál es la diferencia entre una pantalla de seda de Warhol y una copia de Landis? No es descabellado suponer que las falsificaciones podrían convertirse algún día en algo importante en el mundo del arte”. 
         A veces, la autenticidad no es garantía de nada. Las obras de Warhol, de Rockwell, de Jeff Koons, son auténticos adefesios.
       Hay un arte genuino y un arte, digamos, de la impostura. Pero, si la patraña es obra de un genio ¿sigue siendo impostura? Si contara con, digamos, diez millones de dólares, y me dieran a elegir entre comprar una obra genuina de Andy Warhol, y una falsificación de Miguel Angel, no dudo que optaría por la segunda.

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