jueves, 11 de septiembre de 2014

La región vacía. Introducción





Mario Szichman

A trece años de los atentados contra las torres gemelas, un adelanto de mi novela La región vacía, inspirada en los acontecimientos de ese fatídico día.
 


Para Carmen Virginia Carrillo.

Sin su empecinamiento,

sin su brillante edición,

esta novela sencillamente

no existiría.





El periodista esperó con paciencia a que Marcia volviera a revisar la fotografía. Cada familiar de algún muerto parecía replegado en el día anterior, coexistiendo con fantasmas a través de los cuales la vida fluía como en un desagüe roto.

—No estoy segura —dijo Marcia finalmente—. Podría ser uno de mis hijos. Pero no estoy segura.

En la foto, un hombre estaba cayendo de cabeza en una perfecta vertical. Marcia no podía decidir si la foto era en blanco y negro, o en color. Aquello que no era blanco estaba formado por nítidas sombras. Tampoco pudo decidir si el hombre ya estaba muerto.

—Esos pisos que aparecen detrás de la figura… —dijo Marcia.

—Deben haber sido los últimos pisos de la Torre Norte  —respondió el periodista. Tal vez el setenta y ocho o el setenta y nueve.

—Parece una perfecta zambullida —comentó Marcia, y enseguida se arrepintió de sus palabras. Sintió ganas de reír. Desde la muerte de sus hijos, no pasaba día sin que algo le causara risa, o le llenara los ojos de lágrimas, siempre por razones inexplicables. Tosió para apaciguarse.

 —En realidad, es apenas una foto en una secuencia —dijo el periodista. Había algo rígido en sus movimientos. Algunas escenas lo forzaban a mirar al suelo—. Hay doce fotos en total. Esta pose no se repite en el resto.

—El rostro está oculto.

—En dos de las fotos el hombre muestra el rostro hacia la cámara, pero tampoco hay mucho que ver —dijo el periodista—. Algunos suponen que tenía una pequeña barba.

—Ninguno de mis hijos usaba barba.

—No le podría asegurar que el hombre tuviera barba. Tal vez la sombra hace suponer que tenía barba. En una de las fotos su piel parece oscura, aunque puede haber sido un efecto del viento, de la fuerza de gravedad. Han hecho pruebas con cadáveres en túneles de viento. Son muy interesantes.

Marcia pensó que el hombre había sido despachado hacia la muerte en esas centésimas de segundo capturadas por la foto. Parecía engendrado por la mecánica. La parte derecha de la torre estaba rayada por líneas verticales blanquecinas y grisáceas que avanzaban hacia la parte izquierda hasta convertirlas en líneas agresivamente blancas y negras. El hombre parecía desplomarse en el eje de esa composición, en el centro exacto de una vertical línea blanca. Su pierna izquierda estaba plegada, su zapato se apoyaba en el tobillo derecho.

—El fotógrafo debe ser un gran artista —dijo Marcia—. Parece más preocupado por la simetría que por el hombre cayendo. –Se arrepintió de su malignidad.

—Richards Drew. El fotógrafo se llama Richards Drew —dijo el periodista. Tenía una forma extraña de hablar, pensó Marcia, parecía haber memorizado las palabras—. Fotografió a Robert Kennedy cuando lo asesinaron en Los Angeles. Fotografió a la viuda de Kennedy cuando lo insultaba, exigiéndole que dejara de sacar fotografías de su esposo muerto. Drew guarda en su casa la camisa ensangrentada de Robert Kennedy, como un trofeo.

—Si al menos pudiese saber qué ropas usaba el hombre de la foto —dijo la mujer.

—Una camisa, un pantalón. Al parecer, en tonos oscuros  —dijo el periodista.

—Mis dos hijos usaban camisas oscuras. Sus pantalones eran de color caqui.

— ¿Es posible entonces que…? —Comenzó a preguntar el periodista en voz baja.

Marcia siguió contemplando la foto con la pasión de un religioso que intenta descubrir algún artefacto sagrado en medio de la trivialidad. El problema con esos hijos muertos era que amordazaban los recuerdos de Marcia, le impedían pensar mal de ellos. La muerte los condenaba a la inhumanidad. Cada uno de sus gestos parecía recopilado para que aflorara el martirio. Algo había ocurrido antes de sus muertes que seguía afligiendo a Marcia. Pensó en el rostro magullado de Mark, los días previos al 11 de septiembre. Sin su muerte, se habrían borrado esas señales. Ni siquiera el recuerdo perduraría. Marcia hubiera dado el oro del mundo por ver alguna foto de sus hijos aglomerados en la oficina de Cantor Fitzgerald junto con decenas de sus compañeros. ¿Cómo había reaccionado Mark? ¿Qué objeto tendría Gerald en su mano izquierda? ¿Estaría jugando con la cadena de su llavero? ¿La habría trasmutado en un rosario?

Marcia había hallado los planos de la oficina donde habían muerto sus hijos, emplazado a sus compañeros en los lugares donde solían sentarse. Trabajaban en la zona de canje de acciones ordinarias, en la parte sur del piso 104. Desde allí podían observar la Estatua de la Libertad. Pero Mark le había dicho en su llamada final que en ese momento podía ver el Empire State Building. Eso indicaba que se había desplazado de su escritorio hacia el área de mercadeo de bonos, en la parte este de la oficina. ¿En qué momento sus hijos se enteraron que iban a morir? Los dos creían que una avioneta Cessna se había estrellado por equivocación contra la Torre Norte. Estaban seguros de que en cualquier momento los rescatarían. Les parecía un incidente menor.

Hubiera deseado encerrar a sus hijos en una foto (una foto en blanco y negro, de grano grueso) y compartir con ellos la observación de un objeto. Por ejemplo, una jarra repleta de lápices. Podía ser Mark, o Gerald. ¿Todavía seguían existiendo jarras repletas de lápices en una oficina repleta de computadoras? O tal vez el cooler. Mark o Gerald sorprendidos por la cámara en el momento en que el cooler soltaba una burbuja gigante. Alguien tendría que haber sacado una foto de sus momentos postreros. Varios helicópteros habían sobrevolado los últimos pisos de las torres antes del colapso, tal vez las cámaras de video estaban activadas.

Marcia sentía que la verdad rondaba en torno a ella, estaba por decirle algo terrible al oído, y luego se alejaba. Su oficio la marcaba. Pensaba de la misma manera en que organizaba sus collages. Miró al periodista. Lo imaginaba flotando en una suspensión coloidal. Sus hijos estaban sentados en un cuarto, cada uno columpiándose en su propio mundo, para siempre.

Marcia le preguntó al periodista si podía quedarse con la foto. Era un acto reflejo, una previsión inútil, pero no estaba dispuesta a despedirse de sus muertos. Tal vez detrás del hombre cayendo en una perfecta vertical se hallaba la oficina donde trabajaban sus hijos. Quizás ampliando la foto podría verse el telón de fondo, algún rostro en blanco y negro, granulado. Tal vez el de Mark. Por alguna razón necesitaba que fuera el de Mark.

—Necesito esa foto —dijo el periodista—. Tengo que seguir preguntando. Le puedo enviar una copia.

—¿Cómo encontró mi nombre?

—Me encargaron que revisara una lista de quienes trabajaban en Cantor Fitzgerald.

—Sí, allí trabajaban mis hijos. Junto con más de seiscientas personas. ¿Piensa preguntarles a todos los familiares?

—Mi lista es bastante reducida. Esta persona debe tener unos veinticinco años. No había más de una docena de personas de esa edad trabajando ese día en Cantor Fitzgerald.

—No sé —dijo Marcia—. No parece ser la foto de ninguno de mis hijos.

Marcia intentó serenarse antes de alzar la vista. Fingir era la pauta. Mostrar estoicismo era la norma. Los familiares de las víctimas se saludaban cautelosos, cada uno detrás de sus máscaras, intentando proteger un secreto. Nadie quería que violaran la intimidad de sus muertos, descubrir hechos vergonzosos. La muerte siempre sorprendía infraganti. Esos seres inanimados eran objetos de culto, estaban protegidos por sobrevivientes rígidos, arrogantes como toda víctima, incapaces de compartir recuerdos comunes. Habían sufrido, tenían derecho a ser despiadados. Para ellos no existía un antes que explicara la solidaridad del después. Creaban sus propias madrigueras para rechazar a los extraños. Un vendaval los había desgajado de sus rutinas. ¿Qué solidaridad desata un vendaval? ¿Qué existe antes de un vendaval?

Las enfermedades brindan la oportunidad de una despedida, hasta el peor de los accidentes ofrece la ilusión de que no hubo desamparo, pero en esta ocasión no existían protocolos. Todos los canales por donde circula la muerte habían sido obliterados por el vendaval. Era una tragedia urdida para no dejar resquicio a la esperanza.

El periodista movió la cabeza y se levantó del sofá. —Seguiré indagando —dijo—. Lamento haberla incomodado.

—En caso de que necesite preguntarle algo más ¿tiene un teléfono donde pueda llamarlo?

El periodista extrajo una tarjeta de un pequeño estuche de cuero, y escribió unos números con un bolígrafo que brillaba en la parte superior, como si tuviera lentejuelas. Marcia le pidió que se lo prestara. Diminutos diamantes se aglomeraban en la cúpula del bolígrafo, fabricada con plástico transparente.

—Es el regalo de una amiga —dijo el periodista.

—Me fascina todo lo que tenga que ver con la escritura. No se imagina la cantidad de estilográficas que tengo en mi escritorio —dijo Marcia revisando el bolígrafo, tratando de descubrir cómo funcionaba—. Es que hago collages.

—Hay que hacer girar este extremo —dijo el periodista haciendo emerger la punta. No parecía muy interesado en el oficio de la mujer. Marcia tomó el bolígrafo y dibujó un rostro en un anotador.

—Muy bello —dijo mientras seguía haciendo trazos. Implantó en el rostro una boca muy gruesa.

El periodista aprovechó para revisar algunos de los collages que Marcia había colgado en una pared de la sala.

—No me diga que le gustan —dijo Marcia.

—Leí en alguna parte que eso es lo que diferencia a las mujeres de los hombres.

— ¿Los collages? También los hombres hacen collages —dijo Marcia, y rió.

El periodista no la acompañó en la risa.

—Inclusive la mujer más fuerte se muestra débil a la hora de exhibir su talento —señaló el periodista—. Por alguna razón necesita que le acaricien la cabeza. Eso es lo que diferencia a las mujeres de los hombres.

—Con esos collages me gano la vida. Y usted es un machista. Nunca vi un periodista con chaleco. Le queda ridículo. ¿Piensa salir de safari?

—Hay muchas maneras de ganarse la vida —explicó el periodista sin quitar la mirada de los collages—. Más lucrativas y que exigen menos esfuerzos.

—Realmente no sé por qué sigo haciendo collages. Es cierto, se gana más dinero haciendo diseño gráfico.

—Usted siente orgullo de esos collages, por eso los pone en las paredes. ¿Quiénes están en esa foto?

—Mis hijos, Mark y Gerald. Mark tenía en esa foto ocho años, y Gerald once.

Los niños sonreían sin convicción. Estaban sentados en un muelle, al borde de un lago.

—No me gusta la sonrisa de Mark.

—Gracias por el cumplido. Mark siempre tuvo problemas.

—Pero Gerald no parecía muy protector. Los hermanos mayores suelen ser protectores.

—Siempre estaba encerrado en su mundo.

—Sus hijos no parecían muy felices.

—Le aseguro que disfrutaban del Lake George. Los llevaba todos los años de vacaciones. Y no voy a caer en su trampa. No le voy a decir que cómo se atreve a criticar a mis muertos.

—Me gusta más este collage —le dijo el periodista señalando otro.

—Son los acantilados de Étretat. Los pintaron Courbet y Monet. Algún día iré a Francia y los pintaré. Es una promesa que les hice a mis hijos.

—Pero el mejor es este —dijo el periodista señalando otro collage.

—Le robé la idea a Bacon. Él hizo una pintura en homenaje a George Dyer, uno de sus amantes.

—Me gusta esa figura desapareciendo por una puerta.

—Dyer se suicidó en la habitación de un hotel en París, Bacon acababa de inaugurar una muestra muy importante.

—Es el collage que más me gusta.

—Nunca lo pude vender.

—Tendría que rebajar la calidad —le propuso el periodista—. Es lo que hacía Scott Fitzgerald. Primero escribía cuentos de calidad, y después los convertía en basura para poder venderlos a las revistas.

— ¿Le gusta Scott Fitzgerald?

—Nunca lo leí en mi vida, pero averigüé que hacía eso. También recomendaba no arrojarles margaritas a los cerdos.

—Prefiero morirme de hambre antes que hacer eso.

 —Estoy seguro que también escribe poesía.

—¿Me toma por una solterona? ¿Cree que soy una candidata a un asilo? Crié dos hijos. He tenido amantes. Sí, también escribo poesía.

—No veo que haya colgado un solo poema en esta sala.

—Tengo otras habitaciones, tengo un dormitorio. Hay muchos lugares donde podría haber puesto mis poemas. He escrito tórridos poemas. A usted lo escandalizarían, basta ver su chaleco. Un hombre que usa ese chaleco se escandaliza ante cualquier cosa. Todos los poemas están en mi dormitorio. ¿Quiere verlos?

—Ahora me va a contar de su cáncer de pecho.

—Usted no debe durar mucho en sus trabajos.

—Le pido disculpas.

— ¿Se nota? Me hicieron cirugía plástica. Pensé que no se notaba.

Marcia se puso de perfil para que el periodista observara su pecho derecho.

—No, no se nota, y usted no debería ser tan honesta.

—Gracias.

— ¿Este es el momento en que puedo acariciarle el pecho?

— ¿Este es el momento en que debo darle una bofetada?

El periodista suspiró.

— ¿Cómo hace sus collages?

—Tengo una serie de reglas —le dijo Marcia y le devolvió el bolígrafo. El periodista lo usó para marcar un redondel en su tarjeta de visita. No tenía mucha destreza.

—¿Qué herramientas usa?

—¿Piensa hacerme un reportaje? Aquellas que elijo por capricho. Nadie me obliga a recortar esas figuras con tijeras dentadas. Las ensamblo usando Titebond, un pegamento para madera. Nadie usa Titebond en mi oficio.

—Porque deja grumos y se seca muy rápido.

—Sí, hay que usar una espátula de madera para eliminarlos enseguida. ¿Cómo lo sabe?

—Trabajé como reportero policial. Conozco la textura del Titebond. Lo usan para sellar la boca a los soplones.

—Creí que era la única usuaria de Titebond en Nueva York. Ha desaparecido de los estantes. Ahora lo encargo a su planta de Columbus, termino pagando más por costos de envío que por el producto.

—Vaya a New Jersey, pruebe en Union City. Conseguirá Titebond en cualquier cerrajería. Pero pague al contado. La policía puede rastrearla por su tarjeta de crédito. Ese pegamento se usa con fines inconfesables. El tubo de dos onzas es el preferido por los enforcers. Nunca compre tubos de dos onzas.

—Bueno, ahora quiero que me acaricie la cabeza. ¿Ve talento en esos collages?

—No lo sé. —El periodista le tendió su tarjeta—. El número de mi oficina es este —dijo señalando el trabajoso redondel que había impreso en la cartulina—. Y el de mi apartamento es este  —añadió, subrayando los números que había escrito con el bolígrafo. Tenía una escritura infantil.

—Jeremiah Richards. Nunca oí hablar de usted.

—Nunca firmo mis artículos.

— ¿Hay alguna hora en que pueda llamarlo?

—Es muy difícil que me encuentre en el apartamento. Pero siempre puede dejar un mensaje en la contestadora… Uso este chaleco para hablar con los sobrevivientes. Se distraen, se mueren por saber para qué lo uso, y así nunca se enfurecen cuando les hago preguntas. Todos creen que cuando salgo de sus casas me voy de safari.

—No he colgado un solo poema en mi dormitorio —le dijo Marcia.

—Es muy honesto de su parte. Por ahora le presto el bolígrafo —dijo el periodista—. Llámeme cuando decida devolverlo.



Ya llegaría el período de la meditación, el inútil ensayo de acariciar rostros en tres dimensiones, el inevitable momento del desengaño. Marcia se había resignado a rozar con sus dedos fotos desacopladas de la tragedia, algunas en blanco y negro, otras en el estridente color de la Polaroid. Sus hijos trascendían la muerte que les aguardaba, la hacían trivial. Marcia se negaba a aceptar ese final, quería atrapar sus miradas en los momentos postreros, cuando ya conocían el desenlace. Durante una época, bastante antes de la muerte de sus hijos en la Torre Norte, Marcia había visitado las colecciones de fotografía del Radcliffe College empecinándose en los rostros inanimados. Numerosos fotógrafos, especialmente a fines del siglo diecinueve, dedicaban casi tanto tiempo a retratar a los muertos como a los vivos, pasaban horas ataviándolos para asignarles una apariencia de vida.

Algunas madres contemplaban la cámara con serenidad, exhibiendo a sus bebés muertos. A veces, sus rostros afloraban junto a féretros que parecían de juguete. Había serenidad en esos bebés que la cámara captaba con los ojos abiertos o cerrados, aunque todos ellos parecían carecer de una vida previa. Nadie había podido domesticar sus diminutos miembros para que perdieran la rigidez, o logrado que residieran en una habitación con seres vivos. Sus figuras parecían suspendidas de alambres, anidando en las intercaladas dimensiones de un collage, esos objetos artísticos que Marcia había creado para ganarse la vida.

Marcia sabía que la muerte no era una continuación de la vida. Cuando observaba esas imágenes de solemnes difuntos se sentía abrumada por la impotencia, nunca por la aflicción. Carecían de sorpresa, inclusive cuando la violencia encrespaba sus miembros o indignaba sus bocas. Lo macabro parecía fingido, anticipaba el horror con excesivas señales, era proclive al ridículo. Estaba preparada para esos cuerpos rígidos, ese era justamente su trabajo, ensamblar rígidas figuras.

Sus collages se habían convertido en una manera muy enervante de llevar el pan a la mesa. Seleccionaba en revistas fotos de edificios, jardines, vestidos, esculturas, relojes antiguos —nunca entendió muy bien su fascinación con los relojes antiguos— y los pegaba en cartulinas donde generalmente ubicaba seres de sonrisas desconcertadas, incómodos en su adustez.

La fotografía nunca lograba convencer, la torpeza se instalaba en la pausa. Marcia también se había impuesto sus reglas. Nadie la obligaba a recortar esas figuras con aserradas tijeras, o a ensamblarlas usando Titebond. ¿Dejaría de emplear ese pegamento porque lo usaban los enforcers?














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