sábado, 27 de diciembre de 2014

El camino a la felicidad universal está empedrado de malas intenciones



Mario Szichman



Gran parte de las novelas inglesas de los siglos XVIII y XIX comienzan describiendo la infancia del protagonista. Solo Lawrence Sterne, en esa obra incomparable titulada Tristram Shandy, rompió el molde al mantener al héroe en el útero materno durante un buen trecho de la narración. En realidad hizo algo más: dedicó varias páginas a reseñar, con sutileza, la copulación entre el padre y la madre, que condujo a la gestación de Tristram Shandy.
Aunque es mejor comenzar una novela in medias res, en el medio de las cosas, y obligar al lector a hundirse en la acción sin darle tiempo a averiguar qué está ocurriendo, pues de esa manera seguirá leyendo para descubrir algún misterio, resulta inevitable aludir a una infancia cuando el protagonista es un personaje histórico.
Un cuento de Roald Dahl, uno de los mejores cultores del género en Gran Bretaña, comienza con una madre observando asustada a su bebé recién nacido. El médico ha pedido resignación a la progenitora. Es evidente que el niño tiene escasas posibilidades de sobrevivir. Lo único que se puede hacer es rezar y aguardar un milagro. Y el milagro ocurre. El bebé es arrancado de las garras de la muerte y bautizado Adolf Hitler.
De todas maneras, Hitler, como otros famosos malvados de la historia, fue un buen hijo. Tenía a su madre en un altar, y cuando la perdió, lloró sinceras lágrimas de dolor. Tal vez el malo que causa desastres a la humanidad no nace, sino que se hace, aunque deben existir aspectos de su personalidad que lo encauzan hacia la perversión de los valores.
El único rasgo que siempre me llamó la atención del Hitler adolescente es que en cierta ocasión, junto con uno de sus amigos, decidió comprar un billete de lotería, una acción absolutamente trivial, compartida cotidianamente por millones de personas a nivel mundial. Pero Hitler instaló la diferencia: decidió que ese billete ganaría el premio mayor de la lotería, y forjó un castillo de sueños, planificando de manera meticulosa lo que haría con su parte del dinero. La apuesta fracasó, posiblemente Hitler pensó que alguna conspiración judeo–masónica le impidió ganar a la lotería, y el mundo pagó caro por ese delirio frustrado.
Habría que preguntarse si la alucinación en sí abre las compuertas a la destrucción. Por supuesto que no. Todas las artes tienen su buena cuota de delirantes que han transformado sus ensueños en obras maestras. Pero ¿qué ocurre cuando todos los delirios fracasan, uno tras otro?
La segunda ambición de Hitler consistía en transformarse en pintor, pero se le negó el ingreso a una academia de bellas artes en Viena, debido a su falta de destreza. Con escasos recursos, y grandes sueños, Hitler se convirtió en un vagabundo. Se ganaba la vida con gran dificultad pintando acuarelas que vendía en las calles. Por supuesto, una vez llegó al poder, comenzaron a cotizarse muy bien, y en la actualidad, solo los millonarios pueden colgar esas acuarelas en las paredes.
Como buen autodidacta, el Führer en ciernes devoraba libros, de una manera caótica, desordenada. Pero algo aprendió de tantas lecturas: tomar atajos. Siempre dejaba sorprendidó a los generales de la Wehrmacht con sus ocurrencias. Cuando ordenó la Operación Barbarroja, la invasión a la Unión Soviética, se aproximaba el invierno. Varios generales le dijeron que habría que esperar a la primavera, tras recordarle a Hitler que el General Invierno había diezmado a las fuerzas de Napoleón. Pero el Führer desechó los argumentos de jefes militares, señalando que el invierno afectaría de manera similar a rusos y los alemanes.  Al fin y al cabo, el invierno era democrático.
A Hitler lo salvó el ejército. No lo protegió de la locura, pero al menos le ayudó a disciplinarla. Tuvo un ejemplar desempeño en las trincheras, estuvo a punto de morir cuando su regimiento fue atacado con gas mostaza, y una vez desmovilizado, realizó tareas como espía de las fuerzas armadas. Fue justamente en ese papel que se puso en contacto con una organización política de derecha, precursora del partido Nazi. Era obviamente un delator, o, como dicen en Venezuela, “un patriota cooperante”. Y a partir de ese momento comenzaron a forjarse sus vínculos con el aparato militar de la derrotada Alemania.

LA POLÍTICA DEL BUFÓN

Siempre me han aterrado los payasos. Y no debo ser el único. Una de las mejores novelas de Stephen King, It, es la historia de un afable payaso que asesina niños. Pues bien, el histrión político es un derivado del payaso. Y estoy convencido de que un niño puede detectar mejor que un adulto cuan aterrador es un político con rasgos de bufón.
Pero, como los adultos olvidan rápido, ahí están los personajes del teatro griego y romano, que siguen vaciando en bronce los seres humanos de la actualidad. El miles gloriosus, el militar fanfarrón, aparece sin disfraces en las comedias de Plauto.
El histrión político más famoso del teatro universal es Cleón, un demagogo ateniense jefe del partido belicista. Aristófanes lo ridiculizó en su obra Los caballeros. Se trataba de un personaje bastante peligroso y vengativo. La leyenda dice que ningún actor se atrevió a personificarlo, y fue el propio Aristófanes quien debió asumir la riesgosa tarea.
Durante el siglo veinte, el histrionismo político, o la bufonería, parecía el patrimonio de la derecha populista. Basta ver documentales de Hitler o de Benito Mussolini para corroborarlo. La áspera gesticulación, los ojos en blanco, los gestos de desdén, la ampulosidad, el pasearse por el estrado con los puños recostados en las caderas, son el inevitable séquito de sus temibles payasadas. Pero Hitler era muy amable en su vida privada, y Mussolini, un profundo conocedor de la filosofía alemana –leía a Kant en su lengua de origen– tenía hábitos de intelectual. Ambos reservaban la grandilocuencia para la galería.
Es difícil asociar la bufonería política con la izquierda, o con lo que se proclama izquierda. Los personajes de izquierda más famosos del siglo veinte eran generalmente adustos, terriblemente aburridos, inclusive cuando ordenaban masacres, como en el caso de Stalin… Hasta que en el año 1998, Hugo Chávez Frías apareció en la escena política de América Latina.

SADISMO Y SUSPENSO

El ex presidente de Argentina Juan Domingo Perón, quien abrió las compuertas al populismo de derecha disfrazado de doctrina izquierdista, solía decir que en épocas de inflación los salarios subían por la escalera, y los precios por el ascensor. Lo mismo podría aplicarse a la política y a los nuevos personajes que han surgido en las últimas décadas. El periodismo ha tratado de seguir las peripecias de los autócratas por la escalera, cuando éstos han usado siempre el ascensor, y el desfasaje se nota. El periodismo usa escasos héroes de la literatura para describir a un político. A veces, se limita a marcar un gesto. Un político tiene ambiciones napoleónicas, o sufre el síndrome de Sísifo, pero ¿cuántos periodistas han usado la palabra “bufón”, o “militar fanfarrón” para describir a un gobernante? Y, al eliminar categorías que no pertenecen a la política sino a la literatura, muchos elementos capaces de definir a un líder resultan indescifrables. Inclusive sus destellos de locura.  
Siempre pensé en los antes y después en relación a los “Aló Presidente” que Chávez propinaba a sus compatriotas. Un periodista, obviamente, debía limitarse a reseñar el evento, un monólogo interminable donde el jefe de estado cantaba, decía chistes –lo que él suponía que eran chistes, generalmente para burlarse de alguien– filosofaba, formulaba análisis históricos, y opinaba sobre todo, absolutamente sobre todo, porque nada humano o inhumano le era ajeno –especialmente lo inhumano. Había que calarse las peroratas de Chávez, cosa que nunca me atreví a hacer, pero algunos amigos periodistas, que debían cubrir sus discursos, mencionaron con asombro su capacidad para tomar atajos. Para Chávez todo se resolvía en un santiamén. Uno tropezaba en cualquier esquina con la felicidad universal.
Solo un periodista, que nunca olvida la presencia del cuerpo en todas las decisiones humanas, me recordó en cierta ocasión que el ser humano, además de corazón, ideales, ambiciones, y deseos de servir al prójimo, tiene esfínteres. Y ahí, ese amable bufón llamado Hugo Chávez se convertía en un ser muy cruel. Cada “Aló Presidente” era un ejercicio de tortura. Los monólogos presidenciales creaban un suspenso intolerable. Un narrador podría crear una excelente novela simplemente usando como tema, y como escenario, los “Aló presidente” de Hugo Chávez.
¿Cuál era el antes y el después de esos sufridos ciudadanos? ¿Qué ocurría si alguno de ellos, como el Ginesillo de Pasamonte, sufría de mal de orina? ¿Se contaba con medios sanitarios para enfrentar las seis, siete, o diez horas de insufrible monólogo?

EMPRESARIO TEATRAL

Un periodista que logró desentrañar parte del fenómeno Hugo Chávez fue Rory Carroll en su biografía Comandante: Hugo Chávez’s Venezuela (Penguin Press).
La revista británica The Economist dijo que se trataba de la “estimulante biografía de un gran empresario teatral y de un mal presidente”.
Carroll fue corresponsal en Caracas del periódico londinense The Guardian entre el 2006 y el 2012, y supo leer entrelíneas. En vez de apelar a la grandilocuencia, Carroll enfocó su mirada en la decadencia que presidió Chávez durante la época más próspera en la historia de Venezuela.
Decir que cuando Chávez se hizo cargo de la presidencia de Venezuela el país nadaba en la abundancia es hablar con discreción. Señalar que la profusión de dinero lejos de resolver los problemas económicos los agravó, es minimizar el problema. Esa nave llamada Venezuela comenzó a filtrar agua desde la proa hasta la popa en el momento en que el más grande histrión en la historia de América Latina decidió reinventar un país a la medida de sus delirios de grandeza.
¿Cómo es que se llegó a esa situación? El libro de Carroll propone una respuesta: el estilo de gobierno de Chávez fue el desgobierno. Su método de administrar consistía en intentar resolver problemas echando ministros o creando nuevos ministerios. Alguien que se atreve a alterar el rostro de Simón Bolívar para que se adecúe a lo que considera su ideal de belleza, es capaz de cualquier cosa, y ni siquiera la destrucción total de un país le parece suficiente.
En el curso de una década, dijo Carroll, 180 ministros pasaron por Miraflores. Chávez estaba en todas partes, y no estaba en ninguna. Un productor del programa de televisión “Aló Presidente”, informó al autor del libro que el fallecido presidente venezolano hasta elegía los lugares donde había que grabar, los ángulos de la cámara, los temas y los invitados.  Como nadie se animaba a contradecirlo, era imposible mantener el orden en el programa, o grabarlo en el horario estipulado.
Así actuaba Chávez en todas partes. Él sabía de todo, opinaba sobre todo, e impedía a los profesionales dedicarse a sus tareas. Ah, y además las arcas del estado eran de su exclusivo control.
“Aló Presidente era más bien una especie de lotería”, dijo el productor del programa. “Cada uno llamaba para obtener un empleo, una casa, algo. Así no se gobierna un país”.
Y de esa manera, ese “autoritarismo caótico” que presidió la gestión de Chávez concluyó en lo que es hoy Venezuela. Un país con puentes que se caen a pedazos, refinerías que estallan, una inflación incontrolable, un desabastecimiento que sólo existe en naciones sin poder central, y tasas de asesinatos que recuerdan a guerras civiles de baja intensidad.
En estos días, un dirigente opositor venezolano, Leopoldo López, preso en una cárcel por liderar protestas, y por cuya libertad han reclamado hasta organizaciones de las Naciones Unidas, señalando la injusticia de su arresto, divulgó una carta en que aludió con gran recato a su situación, no mencionó los vejámenes a que fue sometido en la prisión militar de Ramo Verde, y en cambio marcó con claridad cómo el descenso de Venezuela en el infierno estuvo precedido por insensatas promesas e inverosímiles atajos.
Nunca me ha resultado más claro que el camino a la ruina de Venezuela”, dice López, “fue iniciado hace años por un movimiento para desmantelar los derechos humanos básicos y las libertades en nombre de una visión ilusoria de beneficiar a las masas a través de la centralización del poder.
“Cuando el actual partido gobernante, el Partido Socialista Unido de Venezuela, llegó al poder por primera vez en 1999, sus simpatizantes consideraban los derechos humanos como un lujo, no una necesidad. Grandes segmentos de la población vivían en la pobreza, y necesitaban comida, vivienda y seguridad. Proteger la libertad de expresión y la separación de poderes parecía frívolo. En nombre de la conveniencia, estos valores fueron comprometidos y luego desmantelados por completo”.
No he leído muchos trabajos de opositores venezolanos donde se formula con tanta precisión el vínculo entre la ruina de Venezuela y la destrucción de los derechos humanos. Sí,  eran muchos en América Latina, no solo en Venezuela, los que consideraban los derechos humanos un lujo, no una necesidad. Para esos sectores, el individuo es un ser absolutamente desechable. Lo importante es lograr la grandeza de la patria, El ser humano deja de ser una cabeza pensante para convertirse en un cuerpo deseante. El estado se va a encargar de llenarle la boca de comida, y la cabeza de fantasías. Los representantes del estado se abocarán a la tarea de pensar por él, de guiarlo, como un lazarillo a un ciego.
Pero todo se paga en esta vida: la irresponsabilidad, la maldad, el transformar en enemigos a quienes no piensan como nosotros, la mentira, la calumnia, y las falsas promesas. No es fácil reconstruir un país (ojalá que la oposición venezolana no intente copiar los cantos de sirena del chavismo, o haga creer que la solución está a la vuelta de la esquina, porque no lo está).
El propio Chávez descubrió, al final de sus días, que la vida carece de atajos, que no existen varitas mágicas, ni siquiera si están forradas con petrodólares.

El periodista Carroll recuerda que ya en los meses finales del gobierno de Chávez, inclusive el palacio de Miraflores empezó a caerse a pedazos. Había filtraciones de agua en el ascensor privado del jefe de Estado. El patriarca en su otoño, el comandante en su laberinto, empezó a ser rodeado por la decadencia a dos pasos de su trono, mientras soñaba con navegar en su mar de la felicidad.

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