domingo, 11 de enero de 2015

Los pueblos a quienes quitan sus medios de subsistencia no suelen rebelarse: La tragedia de los pastusos


Mario Szichman


Una de mis novelas, finalizadas, pero inéditas, tiene nuevamente, como uno de los protagonistas, a Simón Bolívar. (La cuarta en que aparece el Libertador). Es una especie de viaje a la semilla, del desconocimiento hacia –es mi esperanza– la comprensión del personaje.
     
Bolívar es tan diferente como los sucesivos retratos que se han hecho de él tanto en vida como después de muerto. Excepto, por supuesto, el último, la cirugía estética que ordenó el fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez Farías, asignándole un rostro que lo hace parecer casi obeso, con labios gruesos (los labios del Libertador eran líneas filosas) rasgos de alguna comiquita y una piel cetrina. Se trata de un Bolívar que no hubiera reconocido ni la madre que lo engendró. Me imagino que es un prócer a medio terminar. Si Chávez hubiera vivido algunos años más, habrían sido inevitables otras refacciones al rostro del ilustre caraqueño.
Me ocurre con Bolívar algo que no me ha sucedido con otros próceres de la independencia. En mi novela Los papeles de Miranda arrogué al Precursor atributos que, en definitiva, parecen corresponder más a Bolívar:
Lo que tienes frente a tus ojos no es un ser humano sino una cebolla”, le dice a Miranda su tío José. Y luego, reflexionando frente al espejo, Miranda piensa: “Me saco una capa, y otra capa, y otra más, y es cierto, al final, nada queda, apenas una invención. Yo soy el Ossian de la independencia americana. Tengo documentos para probarlo”.
Pero Miranda tenía una columna vertebral que lo mantuvo de una sola pieza en todos sus avatares, y lo condujo de una experiencia trágica a otra. Al final, fue traicionado por sus compañeros de empresa, incluido Bolívar, y concluyó prisionero en La Carraca, en Cádiz, siempre optimista, convencido hasta el final de que recuperaría la libertad. Tuvo muchas vidas diferentes, en la Revolución Americana, en la Revolución Francesa, en la lucha por la independencia de Venezuela, pero era un personaje que podríamos calificar de “chapado a la antigua”. El mismo Bolívar –al menos el Bolívar de mi imaginación– lo veía más cercano a la Ilustración y al reinado de Luis XVI, que contemporáneo de los jacobinos. Podríamos decir, con Bajtin, que las complejidades de Miranda forman parte del mundo de Tobias Smollet, pero incomprensibles para Dostoievski, o para Heine.
El ser humano suele ser un saco de imposturas, y del mismo modo en que la moda nos viste de una cierta manera, y nos afeita el rostro, o lo deja con poblada barba,  le sube o baja la falda a las mujeres, y pone en su cabeza enormes capelinas o pequeños gorros, la moda cultural, las costumbres literarias, nos arrogan ciertas conductas, nos obligan a adoptar poses, hasta cambian nuestras enfermedades. Creo que Trotsky, o quizás Victor Serge en sus Memorias de un revolucionario, mencionan el caso de algunos lánguidos poetas que alteraron su físico y cambiaron de achaques una vez los bolcheviques asaltaron el Palacio de Invierno.
Bolívar fue el más moderno de sus contemporáneos.  En él resultó nefasta la admiración que sentía por Napoleón Bonaparte. Vivió en un continuo desfasaje. Quizás el historiador del siglo diecinueve que mejor lo describió fue el político argentino Domingo Faustino Sarmiento. Al menos, me causa una enorme envidia la manera en que describió a Bolívar.
“Nadie, a mi juicio, ha comprendido todavía al inmortal Bolívar, por la incompetencia de los biógrafos que han trazado el cuadro de su vida”, decía Sarmiento en su introducción al Facundo. “En La Enciclopedia Nueva, he leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en que se hace a aquel caudillo americano toda la justicia que merece por sus talentos, por su genio; pero en esta biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he visto al general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las masas; veo el remedo de la Europa, y nada que me revele la América”. Y añadía luego: “Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara, americana pura, y de ahí partió el gran Bolívar; de aquel barro hizo su glorioso edificio. ¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja á cualquier general europeo de esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe, a quien quitan el poncho para presentarlo desde el primer día con el frac (…) La guerra de Bolívar pueden estudiarla en Francia en la de los chouanes; Bolívar es un Charette de más anchas dimensiones (…) Bolívar, es todavía un cuento forjado sobre datos ciertos. Bolívar, el verdadero Bolívar, no lo conoce todavía el mundo: y es muy probable que cuando lo traduzcan á su idioma natal, aparezca más sorprendente y más grande aún”.
Creo que Sarmiento fue quien más se acercó a la incómoda grandeza de Bolívar. Y si algunos ensayistas lo vistieron con frac, era porque llevaba un frac debajo del poncho. Nunca quiso ser un Charette de más anchas dimensiones. La tarea se la dejó del lado republicano a José Antonio Páez –otra figura excepcional, el mejor guerrillero con que contó la Gran Colombia, del cual aún no se ha dicho la última palabra– y del lado español a José Tomás Boves, un caudillo enormemente popular. Bolívar quiso ser, en realidad, el Napoleón americano. Al menos su admiración por el emperador de los franceses está expresada sin rubores en El diario de Bucaramanga, de Perú de Lacroix.
Bolívar fue un general guerrillero porque ni el terreno ni las fuerzas con que contaba, permitían crear grandes ejércitos. Pero, con otros medios a su alcance, hubiera sido tan terrible como Napoleón. Así lo demostró en el asedio a las fortalezas del Callao, en Perú, o cuando ordenó acabar la rebelión de los pastusos, los oriundos de Pasto, Colombia. En ambos casos, en reducida escala, se trató de una guerra de exterminio.
En las fortalezas del Callao entraron unas siete mil personas, huyendo de las fuerzas patriotas, intentando buscar la protección de los españoles liderados por el brigadier José Ramón Rodil. Seis mil trescientas de esas personas murieron de hambre y de enfermedades, enterradas entre los muros de los castillos, o arrojadas al mar y devueltas a la costa.
Por supuesto, Rodil podría haberse rendido mucho antes, y centenares de civiles haberse salvado. Fue una crueldad de lado y lado, pues cuando los españoles sitiaron Cartagena de Indias, también la mortandad de los civiles opuestos a la causa española fue espantosa. Pero en lo que atañe a los pastusos, la crueldad provino de manera abrumadora de las fuerzas al mando de Bolívar.
Quien sobresalió en ambas matanzas fue el general patriota Bartolomé Salom, un fiel lugarteniente de Bolívar.  
Salom era un hombre humilde, honesto; además, carecía de piedad. Entre los prisioneros capturados por sus tropas había niños de nueve y diez años. Al principio de la lucha, esos soldados, incluidos los niños, estaban muy bien alimentados. Era difícil conquistar una población cuyos graneros rebosaban de maíz. El coraje suele ser compinche de la comida en abundancia.
Recién cuando los soldados de Bolívar empezaron a quemar los almacenes de los pastusos y a envenenar sus animales afloró la cordura. Gracias al hambre los pastusos le confirieron humanidad al enemigo, se entregaron a su clemencia. Poco después, Salom recibió una carta de Bolívar donde decía: “Logramos destruir a los pastusos. No sé si me equivoco como me he equivocado otras veces con esos malditos hombres, pero me parece que ahora los muertos no levantarán más su cabeza”.  
Bolívar seguía pensando como un militar, quería oír cañonazos. Pero Salom aprendió mucho de su experiencia frente a los pastusos. La hambruna cedió el paso al tiempo de la plaga. Sólo las guerras presurosas son propiedad de los héroes, el resto pertenece a los verdugos. El sitio a las fortalezas del Callao se prolongó un año. No hubo muchos enfrentamientos. Por supuesto, hubo  actividades belicosas. Pero se trató de algo como un pensamiento tardío. Recuerda esas excusas empleadas por un historiador para cubrir extensos tramos en una historia donde nada ocurre. 
Salom tenía más práctica en delimitar sitios que en preparar batallas. El hambre siempre causa más muertes al enemigo que un ejército. Salom debe haber pensado: ¿para qué arriesgar a mis soldados en osadías cuando existe el recurso de la peste? Una bala de cañón concede humanidad al enemigo, mas no el hambre, o la falta de agua. Los combates azuzan los grandes gestos. En cambio, apenas las carnes del enemigo cuelgan de sus ropas se alzan las enseñas de rendición.
Otras personas observan perros, gatos, caballos, y les asignan funciones. Usan los perros para vigilar las reses, caballos para recorrer largas extensiones, o para tirar de carros. En cuanto a los gatos... bueno, es difícil encontrarle utilidad alguna a los gatos, es mejor excluirlos del argumento. Para el general Salom, la única función de esos animales era ser devorados en algún sitio.
Cuando un pueblo se hunde en la miseria, lo único que le aguarda es más miseria. Satisfacer sus necesidades inmediatas es lo único que cuenta. Es la lucha de todos contra todos, pero no contra el enemigo principal, el gobierno, o el desgobierno que lo ha conducido a esa situación, sino contra quienes pelean por el mismo agua, por los mismos alimentos.
Los romanos enardecieron a los cristianos clavándolos en los maderos. El cristianismo amansó a los hombres con el estoicismo. Aunque el general Salom dedicaba la mayor parte del día a ensordecedoras tareas militares, lo importante era permitir a la sigilosa plaga que condujera los cuerpos del enemigo a la resignación.

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