domingo, 1 de febrero de 2015

De gatos que hacen el amor y otras sorpresas


Mario Szichman

Decidir cuál es el punto de inflexión de una literatura suele ser arbitrario. Para Bertolt Brecht, la literatura moderna se iniciaba con Marcel Proust. O, para decirlo de otra manera: había una forma de escribir posterior a Proust. En comparación con ella, la previa podía ser descartada. Brecht sugería que quien escribía sin haber leído antes A la búsqueda del tiempo perdido lo hacía a su propia cuenta y riesgo.  
Con Proust –esta es mi particular lectura– el cuerpo del autor se ubica en el centro del mundo, especialmente cuando está enfermo. El autor detenta como protagonista a un personaje llamado Marcel, que no puede ser el autor –ya hablaremos de eso, y su proyecto es totalmente insensato: escribir una novela de unas tres mil páginas sobre un niño rico y mimado de la burguesía francesa llamado Marcel, que nunca dispone de bastante tiempo o atesora suficientes ganas, o disfruta del talento necesario para empezar una novela.  
En Proust, los cinco sentidos son una emanación de su organismo, imposibles de ser auscultados desde la mirada médica. La ausencia de un sentido es más literaria que su presencia. Basta leer las páginas dedicadas a la mirada de un sordo. “El hombre sordo”, dice Proust, “descubre con éxtasis que recorre una tierra transformada prácticamente en un edén, donde el sonido aún no ha sido creado. Las cataratas más altas se despliegan solo ante sus ojos como láminas de cristal, puras como las cascadas del paraíso. Puesto que el sonido era para él, antes de su sordera, la forma perceptible que asume la causa del movimiento, los objetos desplazados privados de sonido parecen deslizarse sin razón alguna. Despojados de la cualidad ofrecida por el sonido, exhiben una actividad espontánea, simulan estar vivos. Surgen por voluntad propia, y desaparecen a su antojo en el aire, como los monstruos alados de la prehistoria”.  
Marcel, el novelista en ciernes que nunca podrá concretar su anhelo de escribir una novela recuerda a Sancho Panza. No el Sancho Panza de Cervantes sino el verdadero, el de Franz Kafka.  
Según nos informa el autor “Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de don Quijote, que este se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin”.
Marcel, quien no puede escribir, ha inventado a Proust el escritor, lo sigue en sus andanzas, y de esa manera alcanza “un grande y útil esparcimiento hasta su fin”.
La vida de la persona llamada Marcel Proust está nítidamente escindida. Marcel, el improbable e imposible autor, provee a Proust, su alter ego, de toda clase de experiencias y numerosos seres humanos, incluida su familia, desbrozada en diferentes direcciones, o sus pasiones, muchas veces discordantes. (Pese a su homosexualidad, como lo demostró su biógrafo George D. Painter, Proust también amó a varias mujeres).  
La tarea de Proust fue bastante sencilla: convertirse en un copista, pasar en limpio tanta confusión, dispersas nostalgias y dar unidad al relato, hasta transformarlo, como decía Vladimir Nabokov, en un sencillo cuento de hadas.  
Hay un escritor colombiano, Elkin Restrepo, que me hace recordar a Proust. Siempre aguardo con impaciencia sus nuevos textos. Hace poco leí uno de ellos, Un amor robado (Revista Universidad de Antioquia, Número 318) que confirma su calidad. No esperen gran dramatismo en sus narraciones, excepto el drama de comprobar que nuestro paso por la tierra es efímero, que a pesar de las múltiples tentaciones que nos ofrece la vida terminamos siempre siendo recoletos en nuestros afectos, moderados en nuestras desdichas, y especialmente,  que somos un proyecto totalmente (o felizmente) inacabado.  
Los relatos de Restrepo evocan esas virutas de hierro que necesitan de la piedra imán para configurar imágenes.  
Un hombre se dirige a una vieja casa, de estilo colonial, para reunirse con una pareja de amigos. La mujer ha sido la amante del protagonista. El marido es un personaje relativamente exitoso, pero insatisfecho con sus triunfos, agraviado por el transcurrir de su vida. A poco de andar, el lector descubre que está recorriendo vidas fantasmagóricas, inclusive es difícil estipular si los personajes están vivos o muertos, o si en alguna ocasión lograron empezar a vivir. La única presencia humana es la de los gatos que habitan la mansión. ¿Sigue enamorado el protagonista de Leonor, la mujer que en una ocasión fue su amante?  En cada encuentro, hasta en el más fugaz, parece emerger una constelación de vidas. Restrepo se limita a decir: “Había embarnecido y su cautivadora sonrisa de antes se había tornado melancólica, casi elusiva, distante. Quizás yo veía en ella lo que quería ignorar en mí: que el tiempo había transcurrido y que ahora éramos por entero obra y producto suyo, realmente sus víctimas”.  
Restrepo ha escrito varios libros de cuentos, y bella poesía. En el 2014 publicó Una verdad me sea dada en lo que escribo. En el 2012, sus relatos breves A un día del amor.

Me voy a limitar a los relatos de La bondad de las almas muertas (Editorial Panamericana, Bogotá, 2009)  Si no fuera por la reciente devaluación de la palabra, calificaríamos de mágicos a esos relatos. Cada uno de ellos viene provisto de una tersa escritura, un paisaje urbano o rural bastante común,  seres normales y corrientes,  y una puerta trampa que altera el paisaje y sus protagonistas. Un hombre sale a caminar en la madrugada por una ciudad que le parece extraña, “más íntima y sosegada, menos arbitraria”, al punto que “casi podría amarla”, y tropieza con dos muchachas: “la una con el pelo amarillo y la otra verde, con gafas de fantasía y vestidas al modo punk”. Allí comienza una comedia de equívocos que termina en una tragedia con elementos oníricos.  
En otro relato, una astróloga comienza exhibiéndose como un ángel de bondad y termina convertida en un verdugo, tal vez resultado de vivir en un lugar que la desconoce y la rechaza. “Era como si dentro de la ciudad conocida”, dice Restrepo en su cuento Vecinos, “hubiera otra aún más intricada y caótica que la deformaba y envilecía, mostrando su revés oscuro”.  
En La bondad de las almas muertas, los amores poseen la duración del infierno, las parejas se anudan y desanudan obedeciendo más a la topología que las leyes del deseo, los seres humanos son enclaustrados en nombres que no les pertenecen. En cuanto a los terceros que intervienen en sus vidas son siempre terceros en discordia, demasiado perfectos, o demasiado codiciados, cuyo propósito en la vida es alterar sus existencias de manera irreparable.  
Algunos hombres encarnan vidas que les pertenecen a otros. Algunas mujeres adquieren secretos que ni siquiera se animan a revelar a ellas mismas. Y el reino animal está siempre  al acoso, para alterar sus experiencias. Como ese gato que comparte el amor con dos mujeres, o esos gatos que son la única presencia viva en el mundo de nostalgias retenido en Un amor robado.



No hay comentarios:

Publicar un comentario