miércoles, 18 de febrero de 2015

De la diseminación: El acoso de los textos

Mario Szichman


Sketch de Cthulhu hecho por Lovecraft        

La pintura, el cine, la escultura, el teatro, siempre brindan ideas para escribir, posiblemente más que la literatura, aunque esta última tiene una ventaja para el escritor: la voz del narrador. Esa cita de Dostoievski –apócrifa–  indicando que toda la narrativa rusa proviene de El Capote de Gogol, es real en el sentido de que Gogol aglutinó los temas principales que luego desarrollarían las generaciones siguientes, especialmente la sátira y personajes al borde de la locura —el humor, después de todo, es una locura razonante—. Siempre hay que emprender un camino partiendo de algo. Gogol, en ese sentido, indicó la senda a decenas de escritores rusos.

Todavía no se ha hecho una evaluación de la profunda influencia que ha tenido William Faulkner en la literatura latinoamericana. Onetti la reconoció,  no sé si García Márquez en algún momento, pero es evidente que la prosa de Faulkner es contagiosa, saludablemente contagiosa, especialmente en sus párrafos prolongados, como en El Oso, o en Light in August. (En español se traduce como Luz de agosto. Pero el título no refleja la ironía que prima en el idioma original. La novela cuenta la odisea de una mujer que queda embarazada de un galán de pueblo, así como sus peripecias para encontrar al seductor y obligarlo a que se case con ella y le brinde un apellido a su primogénito. La mujer dará a luz en agosto, y ese es uno de los significados del título. Pero Light in August también puede traducirse como “liviana en agosto”, la situación en que piensa hallarse la mujer luego del parto).
Un principio rector, cuando se intenta narrar, es decidir qué es necesario excluir. En una ocasión,  un crítico visitó el atelier de Augusto Rodin, el gran escultor francés. Rodin estaba diseñando la cabeza de algún francés famoso, pero no le convencía la manera en que había quedado la nariz. El crítico comentó que la tarea de Rodin fue remodelar la escultura sin tocar la nariz, no sé si alterando los pómulos o las mejillas.  
Ese tipo de perspicacia funciona tanto para el escultor como para el narrador. Rodin demostraba que la materia nos constriñe, y debemos trabajar exclusivamente el espacio asignado, en lugar de extendernos en todas direcciones una garantía de perpetrar mamarrachos.  
En ese sentido, la obra de H.P. Lovecraft es épica por las circunstancias en que debió permanecer en el anonimato hasta los últimos días de su vida. Recuerda un poco a Franz Kafka, aunque Kafka, pese a la leyenda inventada alrededor suyo, era mucho más conocido que Lovecraft: varios de sus relatos, fragmentos de sus novelas, fueron publicados mientras vivía.
Según informa Michael Dirda en The Times Literary Supplement, el culto a Lovecraft crece con cada día que pasa. Hippocampus de Estados Unidos acaba de publicar su Collected Fiction en tres volúmenes (1.600 páginas, a un precio de 180 dólares).  La edición, a cargo de S. T. Joshi, ofrece, según Dirda, “una completa historia textual de todos los relatos, indica todo cambio en los manuscritos y cada alteración en las diferentes versiones”. También Hippocampus publicó Lovecraft and a world in transition, Collected essays on H. P. Lovecraft (645 páginas, 65 dólares). Por su parte, Norton acaba de lanzar The New Annotated H. P. Lovecraft ( 864 páginas, 39,95 dólares).
Para Dirda es realmente increíble que, con la excepción de una pésima edición de The Shadow Over Innsmouth en 1936, todas las narraciones de Lovecraft recién fueron publicadas tras su muerte. A partir de su redescubrimiento, en realidad su descubrimiento a fines de la década del cincuenta, la fama de Lovecraft aumenta de manera inexorable. Solo Edgar Allan Poe lo supera en fama en el territorio de la literatura fantástica, posiblemente por su oscuridad en vida, su fabulosa erudición, su creación del mundo paralelo de Chtulhu. El librero Vincent Starrett decía que Lovecraft había sido “su más fantástica creación”.
Jim Thompson señalaba en A Horse in the Baby’s Bathtub que “Hay treinta y dos formas de escribir un relato y las he usado todas, pero existe sólo una trama narrativa: las cosas nunca son lo que parecen ser”.
Ese es precisamente el mundo de Lovecraft. Existe un mundo que suponemos real, aunque es solo la fachada de un mundo más rico, más desconcertante, más cruel, comandado por los dioses de las más excéntricas mitologías. Lovecraft trabaja lo que hizo Mircea Eliade en el mundo del eterno retorno. Despojado de su pátina de cultura, el ser humano es un animal feroz, el más feroz de los seres vivientes. La cultura es su disfraz, la religión su ropa seglar, y el sexo y la muerte –esta frase le pertenece a Faulkner– sus puertas de ingreso y de salida de este planeta.
“Lo más misericordioso en el mundo”, dice Lovecraft en El llamado de Cthulhu es “la incapacidad de la mente humana para correlacionar entre sí todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia, rodeados por sombríos mares de infinidad. Accedemos a la tierra convencidos que no debemos viajar muy lejos… Pero algún día el ensamblaje de todo ese conocimiento disociado abrirá panorámicas de realidad tan aterradoras… que nos tornaremos dementes ante la revelación, o escaparemos de la mortífera luz hacia la paz y seguridad de una nueva edad obscura”. Me encanta esa frase última. Cuando todas las religiones y todas las utopías nos prometen la luz al final del túnel, Lovecraft anticipa el infierno en la tierra.
Las ediciones de los textos de Proust, de Balzac, de Diderot, de Voltaire, sus numerosas variantes, son resultado de los críticos, de un público lector.  
En la historia de la literatura abundan los escritores que, descontentos con sus textos originales, o tras recibir reprimendas, decidieron enmendarse a sí mismos la plana. Ahora contamos con una versión completa, autorizada, de A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, de Ilusiones perdidas, de Honorato de Balzac, de The Sound and the Fury, de William Faulkner. Pero poco tenían que ver los textos originales con aquellos que leemos en la actualidad.  
La vida del texto es un poco la vida del escritor. Ilusiones Perdidas consta de tres partes justamente porque la idea original de Balzac era solo escribir una de ellas: Un gran hombre de provincias en París. Pero, ya instalado Lucien de Rubempré en París, donde se convierte en exitoso periodista y en fracasado escritor, Balzac descubrió la necesidad de hallar los antecedentes de su trágico destino. Así surgió Los dos poetas, y Eva y David. Los contemporáneos de Balzac tenían una idea de ese drama que poco se relaciona con el legado a la posteridad. Algo similar sucedió con la novela de Proust, varias de cuyas partes se diseminaron en revistas literarias ofreciendo una versión inconexa, desequilibrada, de sus propósitos e intenciones.
Quizás donde se nota con más claridad  los problemas derivados de la reelaboración de textos es en The Sound and the Fury. La novela fue publicada originalmente en 1929. Luego, en 1946, Malcolm Cowley publicó The Portable Faulkner, una selección de textos del narrador, en su mayoría fragmentos, aunque incluyó espléndidos relatos completos como El Oso, o Una Rosa para Emily.  
Al final del libro, Cowley incluyó el famoso apéndice The Compsons, donde Faulkner narra la historia de la trágica familia que puebla las páginas de The Sound and the Fury. Ese apéndice ha traído muchos problemas a los críticos de Faulkner, pese a que es uno de los mejores textos salidos de su pluma. El problema tiene que ver con la cronología.  
Tras colocarlo como apéndice en la antología de Cowley, Faulkner decidió incorporarlo a nuevas ediciones de la novela. Pero como prólogo. De esa manera, reconstruyó el texto. Un lector que lea solo el original de 1929 puede creer que Faulkner era un profeta, pues pronosticó episodios ocurridos durante la segunda guerra mundial. (1939-1945). Algunas editoriales, como Vintage, se han negado a incluir el prólogo pues se presta a la confusión. Faulkner aprovechó el apéndice divulgado inicialmente en The Portable Faulkner  para extender la vida y las peripecias de algunos personajes, especialmente de Candace, Caddy, uno de los personajes más trágicos, más tiernos, de toda la literatura norteamericana, posiblemente universal, y de Quentin, su incestuoso hermano. Caddy es la secreta amante de su hermano, y eso lo conduce al suicidio. Amaba a su hermano, nos dice Faulkner, “A pesar de él. No solo lo amaba. Amaba en él a ese amargo profeta e inflexible incorruptible juez de lo que consideraba el honor de su familia”. Y con su salvaje ironía, Faulkner nos informa que el hermano, a su vez, “no amaba el cuerpo de su hermana sino algún concepto de honor de los Compson, aunque sabía que sólo descansaba de manera temporal en la frágil y diminuta membrana de su doncellez semejante al equilibrio de una miniatura del globo terráqueo sobre la trompa de una foca amaestrada”.
Volviendo a Lovecraft, creo que en ese contexto la gran incógnita, la gran hazaña del autor es haber trabajado un mundo paralelo no solo en sus ficciones, sino en el ámbito de lo inédito.   
Cuando observamos las pulcras ediciones de La Pleyade de París, sus volúmenes dedicados a los principales autores franceses, viene a la mente el cuidado que menciona Dirda al analizar las antologías del narrador norteamericano, esa “completa historia textual de todos los relatos, todo cambio en los manuscritos, cada alteración en las diferentes versiones”.  
Uno corrige para los críticos y para los lectores. Lovecraft no tenía lectores convencionales, carecía de críticos en publicaciones. Es bueno recordar que la producción de Lovecraft era llevada a cabo en una gigantesca caverna sin ecos. ¿Quiénes eran los interlocutores de Lovecraft? ¿Qué personas le reclamaban cambios en sus tramas, o le instaban a corregir sus escritos?  
Es evidente que ese mundo paralelo le proporcionaba a Lovecraft ideas, un abundante material de discusiones, pero no era el mundo que suelen habitar los intelectuales.  
Quizás una búsqueda –creo que fascinante– de la metodología de Lovecraft sería explorar ese universo al cual tuvieron acceso escasos privilegiados. Y desde ese cosmos, sus acólitos procedieron como Kafka quería ver actuar a Sancho Panza en sus vínculos con Don Quijote: “enviándolo de manera irrefrenable a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie”. Y de esa manera, Sancho Panza logró “un grande y útil esparcimiento hasta su fin”.


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