miércoles, 25 de febrero de 2015

De Los Judíos del Mar Dulce a la captura de Adolf Eichmann: Miradas a una ciudad

Mario Szichman
“Nadie es un gran hombre a bajo precio”
Balzac


Nadie escribe en sus inicios, como termina escribiendo al final. Generalmente empezamos a escribir cuando somos la última generación en la cadena familiar. Y eso nos hace ignorar la evolución de los cuerpos, el acoso de las enfermedades, las muertes que nos acechan en el camino.  
Marcel Proust, en uno de sus momentos de realismo mágico, narra una escena donde están reunidos muchos personajes que conoció en su infancia y adolescencia, y a los cuales les perdió la pista. Tras varias décadas, y con la excepción de algunas coquetas mujeres, ha caído una nevada sobre los cabellos de esos seres reencontrados. El tiempo tiene sus ademanes para uniformar la vejez.  
Cuando comenzamos a escribir, generalmente es porque tenemos algunas cuentas que saldar. Y los pobres destinatarios de esa venganza suelen ser nuestros familiares. Es muy difícil encontrar una infancia feliz, aunque conozco un narrador que asegura haberla tenido. Es uno de los seres más oportunistas y ladinos que he visto en mi vida. Y temo que esos atributos provienen de su fementida infancia feliz.
Pero la vida permite también saldar cuentas con nuestro pasado. Si somos sagaces, y no nos dejamos arrastrar por el rencor, podemos reconocer nuestra culpa en el desorden de este mundo. La persistencia en la ironía, en el enojo, en la necesidad de no dejar títere con cabeza, nos deshumaniza. El humor, en cambio, calma los nervios, permite un apaciguador distanciamiento. Y además, hace morir de envidia a nuestros enemigos.
He viajado, no demasiado. Inclusive he escrito de ciudades que nunca pisé en mi vida, como Londres, Guayaquil, Quito y Madrid.  (Visité Madrid muchos años después de escribir Los Papeles de Miranda, donde transcurren varios episodios de la vida del Precursor. Mi única obsesión era conocer La Puerta del Sol, que imaginé de manera muy distinta. Me gusta más la soñada Puerta del Sol que la real). Las ciudades más transitadas por mis personajes son Buenos Aires, Caracas y Nueva York. Nueva York es una presencia cotidiana, está ahí (y observada desde mi atalaya,  en  las márgenes del río Hudson, es para caerse de espaldas). Además, es fácil de recorrer. Es muy larga y muy estrecha. Es la isla de la fantasía,  siempre en estado de construcción, la de los perpetuos andamios.  
Caracas, en la buena época, era otra ciudad en perdurable estado de construcción. Urbanizaciones enteras fueron arrasadas por la piqueta del progreso, dando a los habitantes de la Sultana del Ávila una sensación de precariedad imposible de soslayar. Si eso no ha ocurrido con Nueva York es por su dificultad para esparcirse. Los ríos East y Hudson constriñen su expansión. Los rascacielos no surgieron por capricho, sino por necesidad.  
En cuanto a Buenos Aires, para mí ha pasado a ser una entelequia. Tiene hermosos parques, el de Palermo, avenidas elegantes, como Santa Fé, una calle que era en una época la calle de la elegancia, Florida, aunque últimamente, me dicen, se ha convertido en una especie de bazar persa.  
Pero los paisajes urbanos sólo se explican por sus habitantes, por el transcurrir de sus vidas, por las cicatrices que dejan los tumultos sociales. Hay ciudades que inspiran audacia, otras, avaricia. El ser humano tiene una increíble capacidad para sedimentar estados de ánimo, anquilosar sus partes blandas con la herrumbre de deseos insatisfechos, de ocasiones perdidas.
Marchamos hacia la muerte desde nuestro nacimiento, pero la vida nos ofrece coartadas, maneras de aplazar el momento de la inexistencia. (La idea es de Sigmund Freud).    
Y creo que en ese sentido, los escritores son privilegiados. A muchos se les permite regresar a sus personajes, a sus horizontes, clausurar ciclos, revisar etapas, encontrar el momento de inflexión. Si uno mira filmes clásicos, o revisa novelas de los maestros, observará cada vez menos descripciones, y en cambio, un intenso interés por los estados de ánimo de los protagonistas, y especialmente por sus conflictos. Los grandes narradores pueden ser bastante gárrulos al comienzo de su carrera, pero se vuelven cada vez más escuetos y más profundos a medida que avanzan en el conocimiento del corazón humano. En el comienzo es la verborragia, al final, perdura la taquigrafía de las emociones. Menos es más.

MIRANDO DESDE EL FINAL

En algunos casos, es posible hacer surgir libros como si fueran comparsas de libros anteriores. Cada narrador tiene una novela que actúa como epicentro de toda su obra. Y cada novela, es una emanación del cuerpo del escritor. Como dice Cervantes, “No he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno?”
Aunque todas mis novelas han sido revisadas con ojo crítico y filosa amabilidad, por la profesora Carmen Virginia Carrillo, hay una de ellas, Los judíos del Mar Dulce, que me causó especiales tribulaciones. La escribí entre 1970 y 1971, y cuando la revisé, en el 2013, llegó un momento en que decidí arrojar la toalla. La profesora Carrillo fue quien puso la toalla nuevamente en mis manos y se empecinó para que la terminara.  
¿Cuál era el problema de ese texto insumiso? Posiblemente intenté contar demasiadas cosas en un espacio de unas 50.000 palabras. La historia de la familia Pechof, y su trasfondo histórico, los funerales de Eva Perón, merecía muchas más páginas, y una decantación de los episodios. Estaba mal estructurada, a veces parecía una colcha empatada de retazos. Había ironía, pero escaso humor. Ya he dicho en otras partes que el humor más admirable surge cuando nos burlamos de nosotros mismos. Reírse de los demás es mezquino, propio de seres carentes de grandeza.  
Afortunadamente, Los judíos del Mar Dulce de 2013 es ahora otra novela, y tiene escasos parecidos con la versión original. No podría haberla corregido sin la paciencia, el esmero, o las preguntas de la profesora Carrillo. Puedo asegurar que la imaginación dialógica no es un invento: existe, es imprescindible a la hora de mejorar un texto.
Pero esa revisión a cuatro manos de Los judíos del Mar Dulce tuvo una secuela inesperada. Me permitió retornar al Buenos Aires imaginario de mi infancia, y usar como uno de los protagonistas de mi nueva novela a un criminal de guerra nazi: Adolf Eichmann. Esa es otra de las ventajas de la imaginación dialógica: permite volver a ingresar por la puerta trasera en un ámbito ya visitado.  
Y aquí es donde empieza a imperar la taquigrafía de las emociones, la recuperación de los gestos, pues la evolución del ser humano se basa justamente en su alteración de los modales. Recuerdo que mi abuelo usaba rapé. Siempre cargaba en uno de sus bolsillos una cajita oblonga llena de rapé, primorosamente grabada. Nunca pude entender qué placer existía en ponerse rapé en las fosas nasales y estornudar, pero muchas generaciones de europeos disfrutaban de ese hábito.  
A Proust le resultó suficiente observar una magdalena para erigir “el edificio enorme del recuerdo”. William Faulkner reconstruyó la tragedia de la familia Compson a partir de la imagen de una niña, con los calzones embarrados, descendiendo por un árbol. Balzac intuyó las tres partes de Ilusiones Perdidas en el hombre que devoraba papel. (Por cierto, un personaje histórico). Creo que una muestra de singular tacañería me permitió ubicar a Eichmann en el contexto porteño, mostrar que aparte de haber presidido el asesinato de más de seis millones de judíos, era un ser humano, como todos nosotros, con su familia, sus problemas familiares, sus angustias existenciales, sus dificultades para llevar el pan a la mesa. Después de todo, son seres cotidianos, al servicio de las autoridades reinantes,  en el marco de las leyes vigentes, quienes cometen los más horrendos asesinatos. Los otros, los homicidas en serie, todos aquellos que se dedican a administrar la muerte en privado, actúan al margen de la ley.
El miserabilismo, esa imposibilidad de poner la mano en un bolsillo y sacarla sin extraer una billetera para pagar (“Tiene un cocodrilo en el bolsillo”, solía ser la crítica formulada al tacaño), no es de todas las épocas, ni de todas las culturas. Nunca se me ocurriría vincular a un venezolano con esa práctica. Pero varias décadas de “pálida”, de “galguear”, de tratar de llegar con el sueldo a fin de mes, también deja cicatrices en el alma, y permite que los cocodrilos se instalen en nuestros bolsillos de manera permanente.   
Observé por primera vez esa práctica en Nueva York. Un amigo argentino me invitó a cenar a su casa. Su esposa preparó una cena espléndida, de esas que aparecían en El Satiricón, de Fellini. Yo llevé dos botellas de vino, buen vino, español, pero no excesivamente caro. Y aún antes que mi amigo abriera la boca, ya sabía lo que iba a decir:
–Amigo Mario,  no se hubiera molestado. Oh, pero el vino es demasiado bueno como para consumirlo en esta ocasión. ¿Qué le parece si lo dejamos en mi bodega y lo bebemos en una próxima fiesta? Así se sigue añejando.   
Ese diálogo, sin alteraciones, reapareció en Los Judíos del Mar Dulce. Pero, como el anfitrión era un millonario, agregaba: –Con su permiso, llevaré las botellas a mi sommelier de cabecera.
Y a partir de ese diálogo, inventé una situación, aunque estoy seguro que hay poco de invención en el episodio. “Todas las botellas de vino Caballero de la Cepa que Tajmer (el anfitrión) recibía de regalo se las vendía al almacenero de la esquina, que las ponía acostadas en un armario, en la trastienda de su negocio. Y cada vez que alguien iba a visitar a Tajmer, pasaba previamente por el almacén y volvía a comprar dos botellas de Caballero de la Cepa que si bien le salían cada vez más caras debido a su progresivo añejamiento, seguían siendo más baratas que en una vinería”.  
Eichmann no necesitó varias décadas para hundirse en esa tacañería. Llegó a la Argentina en 1950, protegido por una red internacional de nazis, y fue capturado por agentes israelíes en 1960, y ejecutado en 1962.  
El presidente Juan Perón acogió a muchos criminales de guerra en el generoso suelo argentino, tal como informa Neil Bascom en su libro Hunting Eichmann. El otro nazi famoso que circuló por las calles de Buenos Aires antes de huir al Paraguay fue Josef Mengele, el médico encargado de realizar curiosos experimentos con pacientes, algunos de ellos más dolorosos que la eutanasia. Pero Mengele provenía de una familia de ricos industriales, y vivió bien la Argentina. Eichmann, a pesar de que obtuvo mucho dinero durante su época de esplendor, y tuvo ocasión de amar a bellas mujeres, especialmente en Hungría, al llegar a la Argentina tuvo que empezar a partir de cero. Trabajó para la empresa Capri, de capitales alemanes, en la provincia de Tucumán, y luego se instaló en San Fernando un suburbio de  Buenos Aires, en el número catorce de la calle Garibaldi. Con ayuda de sus tres hijos mayores construyó una humilde vivienda, a prueba de inundaciones, que recordaba el bunker donde Adolf Hitler consumó su suicidio, aunque se hallaba a ras de tierra.
Otro detalle que siempre me llamó la atención de la estadía de Eichmann en la Argentina fue su obsesión con la revista Life. Quizás uno de los únicos sueños que se concretaron en su vida fue aparecer en Life. Tras su ejecución por las autoridades israelíes, Life dedicó dos números a una amplia entrevista que le hizo el periodista nazi Wilhelmus Antonius Sassen.
¿Por qué esa obsesión con Life? Revisé los números del semanario de una época previa a la entrevista. Supongo que Eichmann admiraba The American Way of Life, pues representaba un gran contraste con la sórdida vida que padecía como fugitivo. Aunque no tenía automóvil, y jamás lo tendría con su magro salario, si algún día se sacaba la lotería seguramente compraría uno y le pondría neumáticos GoodYear, que hacían de cada viaje un placer. No había autopistas en la Argentina. Lo más parecido eran baches asfaltados por tramos, pero con los neumáticos GoodYear todo se solucionaba. Uno podía poner pececitos de colores en una tina de vidrio llena de agua, depositarla en un guardabarros del vehículo y emprender una travesía. Al llegar a destino comprobaba que ni una gota de agua se había derramado de la tina. Los peces seguían nadando felices. Gracias a esos neumáticos era posible deslizarse en las carreteras como sobre algodón.
Y en las propagandas de lavarropas tres generaciones sonreían a las vestimentas. Ver una radio emplazada en un elegante armario inundaba de alegría el corazón de Eichmann. Los seres humanos lucían ropa de fiesta para disfrutar de esa maravilla tecnológica. Tal vez algún día podría comprar un radio, debe haber pensado, solo era necesario que la electricidad llegase a esa zona de San Fernando. Por el momento debía usar lámparas de querosén que iluminaban los rostros matizándolos con la tonalidad de un cuadro de Rembrandt.  
A veces, el romance de los objetos se transforma en la pesadilla de los objetos. La elección de un lugar de tránsito –no creo que Eichmann pensara eternizarse en la Argentina– puede traer consecuencias catastróficas. La piel se impregna del medio ambiente. Somos, después de todo, el sitio que habitamos. Algunos sitios abren las ventanas a la esperanza. Otros son como puertas trampas que nos transportan a otro mundo. Y no todos gozamos de la inquietante suerte de Alicia en el país de las maravillas.



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