miércoles, 18 de marzo de 2015

El obsesivo y su rutina: La libertad creadora consiste en la absoluta falta de libertad


Mario Szichman



En fecha reciente leí una novela bastante interesante. Es la historia de un pintor cubano que vive en Estocolmo, empieza a ser conocido, se enamora de una muchacha sueca, y decide pintarla. Hay también una intriga semipolicial. El pintor tiene un colega, un peruano, que se muestra muy interesado en un collar que posee la madre de su amiga. El collar parece ser una copia de un famoso artefacto arqueológico que un día desapareció de un museo. En esa instancia, la novela recuerda un poco la trama de El halcón maltés,  de Dashiell Hammett sobre un grupo de personas ansiosas por arrebatarse mutuamente una estatuilla que vale su peso en oro. Luego viene la ruptura entre el pintor y su amante, y una tentativa relación amorosa con dos amigas. El final anticipa un ménage à trois.
El autor tiene mucho talento. Sabe describir situaciones, crear suspenso, y refleja bastante bien el ambiente artístico de Estocolmo, así como sus relaciones familiares y amorosas. Los diálogos son creíbles, y las motivaciones de sus personajes plausibles. Pero hay algo que falta: obsesión.

Creo que si el protagonista de una novela es un pintor, necesita vivir obsesionado con la pintura, su cuerpo debe tener como único propósito pintar.  William Sloane,  autor de The Craft of Writing fue uno de los grandes editores neoyorquinos de mediados de la década pasada. Gran parte de sus conocimientos los volcó en la enseñanza a escritores en ciernes, oficio que practicó durante cuatro décadas. Además, escribió dos excelentes novelas de suspenso, To Walk the Night (1937) y Edge of Running Water (1939). Los consejos que prodigaba Sloane también los usaba de manera provechosa en su ficción.  

Sloane decía que cuando un escritor elegía un enfoque narrativo, debía ceñirse a sus parámetros, y no abandonarlos jamás. “Su elección debe ser consciente y precisa, elaborada escena por escena, capítulo por capítulo, o libro por libro”. Por lo tanto, “requiere moldear toda su narración en los términos fijados por esa decisión”. Si el autor ignoraba esa premisa “ignoraba al lector”. Eso implica que el escritor debe ponerse una camisa de fuerza y renunciar a toda libertad.  
El problema con parte de la narrativa moderna es que se toma muchas libertades, y el resultado no es una ampliación del horizonte literario sino un incremento del ego. Generalmente, esa libertad permite al narrador usar su novela como una tribuna de doctrina donde emite sus opiniones, formula juicios, crea personajes con el único objeto de rebatirlos, y se pierde en divagaciones.  
Sloane decía que al lector nada le importa el escritor sino la historia que cuenta y en la cual se sienta incluido. El lector no le pide al escritor “por favor, quiero saber de usted, de lo que piensa del mundo, del arte, de la vida, de las eternas verdades”. No, lo que dice es: “Hábleme de mí. Quiero sentirme más vivo. Si me va a proporcionar un personaje, quiero que ese personaje sea yo”.  El crítico daba el ejemplo de Shakespeare. “Es imposible averiguar algo de Shakespeare leyendo a Shakespeare”, decía. “Inclusive su existencia es disputada entre eruditos y críticos hasta el día de hoy, porque siempre se limitó a escribir acerca de usted y de mí. Y eso es lo que quiere el lector: que escriban exclusivamente acerca de él”.  
Habitamos un solo cuerpo, generalmente tenemos escasas rutinas, que vamos repitiendo a lo largo de los años. En el caso de la novela que antes mencionaba, el pintor cubano tiene numerosas alternativas, una libertad que la vida depara en escasas oportunidades. No todos contamos con la libertad para amar que poseía Giacomo Casanova. Y si leemos sus deliciosas aventuras es porque transcurrieron de verdad. Es difícil imaginar una novela que tenga la vitalidad de las memorias. Las reglas de la ficción lo impiden. (Al menos las de la buena ficción). Es más plausible un asesino en serie que un amante en serie, pues el primero se hace inteligible, trágico, por la obsesión de asesinar personas. El amante en serie, a menos que incurra en alguna de las patologías de Kraft–Ebbing, puede elegir diferentes objetos sexuales, y al cabo de un tiempo, sus expediciones se hacen monótonas y triviales.


El pintor cubano al que hacía alusión no parece muy obsesionado por la pintura. Es una de sus varias tareas.  No ocurre lo mismo con esa auténtica obra de arte que es The Horse´s Mouth del británico Joyce Cary. Es la historia de un pintor, Gulley Jimson, adorador del poeta y pintor William Blake, dispuesto a embaucar a sus prójimos –cuando más ricos, mejor– a fin de concretar sus monumentales obras. Jimson solo tiene un propósito en la vida: crear. Todo lo que hace es en función de su arte. Nada lo aparta de su obsesión. Afortunadamente, The Horse´s Mouth está saturada de humor, es una de las grandes creaciones cómicas de la literatura inglesa del siglo veinte. La testarudez de Jimson por transgredir las barreras de la moral con tal de llevar a cabo sus labores creadoras, multiplica las escenas absurdas. El lector se siente compenetrado con sus odiseas porque comparte su desesperación. Quiere que termine triunfando, pues se lo merece. Y, al mismo tiempo, sabe que la tragedia acecha a Jimson, que en este mundo no pueden prosperar seres como Gulley Jimson.

EL EJEMPLO A SEGUIR

No conozco muchas novelas que sean tan fascinantes a la hora de describir el mundo del arte como The Horse´s Mouth. Quizás la fascinación reside en que Cary instaló el elemento cómico, permitiendo al lector formar parte de la broma. La tragedia de Gulley Jimson, narrada como tragedia, se hubiera desmoronado: el escritor hubiera tenido demasiado que explicar. Pero, cuando el personaje es de una sola pieza, y posee una obsesión, el lector no tiene problema alguno en seguir y alentar sus peripecias. La novela se profundiza en esa aparente falta de libertad donde el personaje marcha sin titubeos hacia el abismo. Ya Henri Bergson había señalado que la falta de flexibilidad pertenece al territorio del humor.  
Existe, por otra parte, otra vuelta de tuerca en la narrativa. Aunque alejada del humor, resulta fascinante para el lector: es cuando el protagonista está tan obsesionado con su profesión, que ésta toma control de su vida, y lo conduce a la destrucción.
En el cine policial norteamericano abundan las tramas donde un poderoso comete un crimen, y en su afán de borrar las huellas, se ve obligado a perpetrar otros. Pero ¿qué ocurre si el poderoso es el editor de un periódico, ha cometido un asesinato y usa a sus empleados para encubrir sus homicidios? El clásico ejemplo es The Big Clock, basado en la novela de Kenneth Fearing. El filme, que tuvo como protagonistas a Ray Milland, como reportero de un importante tabloide, y a Charles Laughton, como el editor que asesina a su amante, es excelente. Pero la premisa es que Laughton está dispuesto a hacer cualquier cosa por desviar la investigación policial. El enemigo está afuera. Luego vino Scandal Sheet, basado en una novela de Sam Fuller, quien fue también un excelente director de cine. Fuller, que amaba el periodismo con pasión, y había trabajado muchos años como reportero, le dio al tema un original viraje: puso al enemigo dentro del asesino. En este caso, el reportero era interpretado por John Derek, y el editor por Broderick Crawford. El editor asesinaba a su esposa, de la cual había estado separado más de dos décadas, sin poder obtener el divorcio, tras un casual encuentro en un baile de Lonely Hearts, corazones solitarios. La diferencia entre el personaje de Laughton y el de Crawford era que Laughton usaba el periodismo para satisfacer su ego, y acrecentar su poder. Era él contra el mundo, pero el editor glosado por Crawford amaba el periodismo, era su obsesión. Y eso era su perdición. Laughton era un canalla, en cambio Crawford era un asesino con gran honestidad profesional. Lejos de descarriar la investigación sobre el asesinato alentaba a su reportero estrella a buscar pistas, y reservaba amplio espacio en la primera plana de su periódico a las pistas que conducían de manera inexorable a su condena. En Scandal Sheet el espectador era ubicado ante un difícil dilema pues resultaba tan arduo aceptar el crimen de Crawford como negar sus atributos, su pasión por el periodismo. No creo que muchos espectadores hayan mostrado simpatía alguna por las tribulaciones de Laughton en The Big Clock. Pero estoy convencido de que más de uno, al observar los dilemas de Crawford, deseó que, por alguna razón inesperada, terminara siendo exculpado. Sam Fuller, como Joyce Cary, conocían bastante el corazón humano. Condujeron a sus personajes por un solo camino, los nutrieron con una obsesión, y crearon seres difíciles de olvidar.




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