miércoles, 20 de mayo de 2015

¿Es posible escribir buenas obras, una tras otra?

Mario Szichman


Edgar Allan Poe, uno de los escritores más “comerciales” de Estados Unidos, recibió un face–lift de los románticos franceses, con Charles Baudelaire a la cabeza, y se transformó en un poeta maldito al que solo preocupaban sus demonios interiores.  
 “Si cualquier hombre ambicioso abriga la fantasía de revolucionar, de un solo golpe, el mundo universal del pensamiento humano, de la opinión humana, del sentimiento humano”, dijo Poe en cierta ocasión, el camino “del renombre universal se despliega delante suyo, sin interferencias”. Es suficiente “con escribir y publicar un libro muy pequeño. Su título podría ser: ´Mi corazón al desnudo´. Pero ese pequeño libro debe ser fiel al título”. Poe estaba convencido de que ningún hombre se atrevería jamás a redactar tal libro, “pues el papel se arrugará y arderá a cada trazo de su feroz pluma”.  
A diferencia de Baudelaire, Poe creía que el oficio de escritor era una impostura. Siempre se mostró cínico en relación a su oficio, al estilo de Ambrose Bierce, quien en su Diccionario del Diablo definía al cínico como un “Canalla que debido a una falla visual observa las cosas como son, y no como deberían ser”.  
T. S. Elliot, quien realmente admiraba a Poe, nunca pudo perdonarle que uno de sus ensayos (creo que en Método de Composición) tuviese como único propósito desmenuzar la creación de su poema más famoso, The Raven. Poe explicó cómo su única intención había sido conmover  una audiencia con un poema que pudiera leerse de una sola sentada. Ofreció pormenores sobre los efectos creados para conmover al público, y de qué manera las estrofas tenían como objetivo elevar el trance hasta la exclamación final, forzando a las damas a extraer sus pañuelos a fin de secar las lágrimas y a los hombres a toser de manera discreta.
Elliot creía, o necesitaba hacer creer a su audiencia, que estaba por encima del común de los mortales. Y revelar la cocina literaria (o en el caso de Poe la poética) podría derribarlo de su pedestal.    
Toda persona necesita enaltecer su oficio, quitarle los andamiajes, elevarlo a las esferas celestes. Y en el caso de los escritores, esa necesidad se eleva a la enésima potencia.
Nadie le pide a un médico o a un albañil que busquen inspiración antes de curarnos una dolencia o de añadir un cuarto más a una vivienda. Pero resulta difícil aceptar que un escritor pueda crear sus novelas, sus obras de teatro, sus cuentos o poemas, sino que la inspiración corone sus sienes. Y esa es, quizás, la razón de que buena parte de los escritores carecen de segundo acto.
¿Quién va a permitir que un médico, tras realizar una exitosa operación mate a dos pacientes? ¿O que un albañil, luego de construir una bella mansión erige una vivienda que se derrumba porque no ha diseñado bien los cimientos?  
Alfred Hitchcock hizo más de 50 películas. Todas son recordables, y algunas de ellas memorables. Nunca alardeó de su inspiración, aunque fue un genio. Decían que sus filmaciones eran la cosa más aburrida del mundo porque nunca improvisó una sola escena. Antes de iniciar sus tareas los intérpretes, los decoradores, los músicos, los directores de cinematografía, sabían exactamente que debían hacer. Los libretistas entregaban sus textos con meses de anticipación. Y las últimas correcciones estaban listas semanas antes de iniciarse el rodaje.  
En mi biblioteca hay varios libros que enseñan cómo diseñar tramas, urdir intrigas, crear personajes, y especialmente, seducir a los lectores para que una vez abran un libro, no lo cierren hasta la palabra “fin”. (Estoy hablando de libros de alrededor de 250 páginas). Esos ensayos comparten una sugestión: antes de sentarse a escribir, un narrador debe saber cómo terminará la novela, quien será el protagonista y el antagonista, cuál será el conflicto central. Es posible que en el transcurso de la narración deba añadir algunos personajes o eliminar otros. Pero siempre en función de la trama, que permite arribar sin tropiezos del punto de partida a la página final, sin que el autor se pierda en vericuetos o disquisiciones que empobrecen la narración.  
Hace poco descubrí un manual donde el autor explicaba cómo armar una novela súper interesante, aunque lo más interesante era el prólogo, en que el autor explicaba las teorías de Lajos Egri, un intelectual húngaro que creó en Nueva York una escuela para asesorar a dramaturgos. De esa manera descubrí una joya titulada The Art of Dramatic Writing. Aunque el libro está consagrado al teatro, cualquier persona interesada en escribir quedará deslumbrada por la sabiduría de sus conclusiones. Al igual que Elements of Fiction Writing, de Ansen Dibell, el trabajo de Egri desmenuza los factores centrales de toda obra de ficción: su propuesta central, los personajes que la encarnan, y el conflicto.
La propuesta central de Romeo y Julieta es “Todo gran amor desafía inclusive la muerte”, nos dice Egri. El rey Lear sucumbe a otra premisa: “La confianza ciega conduce a la destrucción”. Tartufo, de Molière, tiene este tema: “Aquel que cava una fosa para otros, termina cayendo en ella”. En todos los casos mencionados por Egri, el autor no pierde tiempo en anunciar su propuesta, y desarrollarla y profundizarla en el transcurso de la obra. La premisa permite elaborar los caracteres y agudizar el conflicto hasta la confrontación final. Si en Romeo y Julieta todo gran amor desafía inclusive la muerte, los protagonistas deben ostentar ciertos atributos esenciales. Romeo no es cualquier clase de amante. Es un ser impetuoso. No teme desafiar la muerte con tal de poder observar, aunque solo sea una vez, a su adorada, que no es precisamente Julieta, sino Rosalinda. Romeo sabe que Rosalinda estará en la vivienda de los Capuletos, sus mortales enemigos, pero acepta correr todos los riesgos necesarios, y visita la mansión. Allí conoce a Julieta, y cae perdidamente enamorado de ella. Nada frenará su deseo. Y como Julieta no vacila un momento en corresponder a su pasión, la suerte de ambos está sellada.
El rey Lear tiene tres hijas. En su vejez, ha decidido repartir su reino entre ellas: Cordelia, Regan y Gonerila. La única que lo ama con sinceridad es Cordelia. Pero aunque es su hija favorita, Cordelia se niega a fingir afecto. Por lo tanto, Lear decide desheredar a Cordelia, y dividir el reino entre Regan y Gonerila, que saben cómo halagarlo. Esas dos hijas despojan a su padre de todo poder. Lear, avergonzado y afligido, se vuelve loco, y muere.
Si Lear hubiera acatado su inteligencia, en lugar de aceptar mentirosas declaraciones de afecto, otra hubiera sido la historia. O tal vez Shakespeare no hubiera escrito drama alguno con Lear como protagonista. Su carácter causa la tragedia. Su primer error anticipa su destino final.
Y en cuanto a Tartufo, aunque Molière intentó demostrar el fracaso de la hipocresía, su obra trajo imprevistas consecuencias. Algunos críticos de su época dijeron que el retrato de Tartufo era la perfecta encarnación de un jesuita, y la obra, un directo ataque a la iglesia católica. Sin embargo, es evidente que Tartufo no es una institución sino un ser humano animado de pasiones. Quiere seducir a la esposa de Orgon, el hombre que lo acogió en su hogar, y además apropiarse de su fortuna. El deseo y la codicia animan todos sus actos. No tiene paciencia para esperar. Sin esa inquietud, es imposible imaginar la obra. O al menos Molière se hubiera visto obligado a diseñar otra trama, pensar en otros conflictos.  
En todos esos casos, señala Egri, el protagonista, debido a la premisa central, marcha raudo hacia un conflicto que en la gran mayoría de los casos desemboca en su destrucción final.
Los tres elementos de una poderosa trama narrativa están presentes en toda gran obra. Falla el propósito del autor cuando hay más de una premisa vigente, pues debilita a los personajes y apacigua el conflicto. En otras ocasiones, el personaje no obedece a las expectativas creadas por el autor. Es inconvincente. O puede suceder que el conflicto carece de trascendencia.
Volviendo a Alfred Hitchcock: en el filme Los 39 escalones hay un actor secundario, Mr. Memory, que cumple un rol trascendental en la resolución del conflicto. Se trata de un personaje de vodevil que aparece solo al comienzo y al final de la película. Mr. Memory trabaja en un concert hall de Londres y desafía a los espectadores exigiéndoles que le formulen cualquier clase de preguntas. Mr. Memory responde sin vacilar, ya se trate del nombre de un caballo que ganó un Derby en cierto año, el triunfador en una pelea de box, o el nombre completo de algún personaje famoso.  


Hitchcock brindaba al inicio de Los 39 escalones otro dato muy importante sobre Mr. Memory: se trataba de un hombre orgulloso de sus conocimientos, y además, incapaz de mentir. De esa manera ofreció a los espectadores datos para la escena final. Un grupo de espías le había  dictado a Mr. Memory información sobre un secreto militar. Cuando el protagonista de la película le preguntó a Mr. Memory sobre la frase 39 escalones, que encubría el secreto militar, éste no vaciló un momento en revelarlo, pues en la pregunta jugaba su orgullo y su honestidad. Por supuesto, la respuesta le costaba la vida.  
Existen gran cantidad de variantes en una obra de ficción. Cada autor puede ir alterando sus elementos. Egri se restringió a mostrar sus atributos fundamentales. Con ellos, una faena puede ser plausible, moderamente buena, o sublime. Sin ellos, ninguna obra está en condiciones de trascender.




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