domingo, 27 de septiembre de 2015

Las nuevas formas de matar


Mario Szichman


Prólogo  

Parece una pareja feliz. Ahí están, George “Tiny” Mercer, y su flamante cónyuge, Christy, observando dichosos el ojo de la cámara.
George tiene el cabello rígidamente estirado hacia atrás. Su bigote es poblado. Su blanca camisa abierta en el cuello exhibe una cadena y un crucifijo, pues en fecha reciente, George encontró a Jesús.  
En cuanto a Christy, es muy delgada. Su largo cabello enmarca un rostro ovalado.
George apoya su mano derecha sobre el hombro de Christy. Las autoridades de la prisión estatal de Misurí han tenido la delicadeza de permitir a George Mercer lucir “civvies”, vestimentas de civil, en lugar del traje de presidiario. Desde el casamiento, a comienzos de la década del ochenta, hasta su ejecución, el 6 de enero de 1989, ese abrazo será la máxima expresión de intimidad permitida a George y a Christy. En la prisión estatal de Misurí no se autorizan visitas conyugales. Sólo limited kissing and hand holding, (besuqueos limitados o tomarse de las manos), según dijo Stephen Trombley en su excelente libro The Execution Protocol.
La única muestra de erotismo en la noche de bodas de George y Christy fue cuando la novia, acompañada por sus damas de honor, cruzó la calle que separa la entrada de la prisión de un estacionamiento, se desnudó con sus acompañantes e hizo un paso de baile.
Únicamente después de la ejecución, cuando Christy robó el cadáver de George, la viuda pudo contemplar por primera vez sus partes íntimas.   

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        Estudio tras estudio demuestra que la pena de muerte es discriminatoria, no disuade a nadie de seguir asesinando, es una invariable hemorragia de dinero, y ha sido un constante instrumento de irreparables injusticias. Sin embargo, sigue teniendo un enorme atractivo para la clase política de Estados Unidos. Según señaló Robert Sherrill en la revista The Nation (8 de enero de 2001), en aquellas regiones donde los jueces son electos, exhibir las muescas en las cachas de la pistola brinda crecida cantidad de votos. Charlie Condon se convirtió en procurador general de Carolina del Sur en 1994, tras recordarles a los votantes que había enviado a 11 condenados al pabellón de la muerte.
Y ser negro, hispano, pobre o retardado mental constituye alguno de los atributos que jurados y fiscales toman en cuenta a la hora de despachar a alguien al cadalso.

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        Bill Armontrout era director de la prisión estatal de Misurí cuando George Mercer fue ejecutado. Y pese a ello, siguió siendo amigo de Christy, su viuda. Cuando el periodista Trombley le preguntó cómo era posible mantener una conversación con una mujer que lo consideraba responsable de la ejecución de su esposo, Armontrout admitió que la situación era incómoda. “Cada vez que la veo”, señaló el funcionario, “Ella me dice, `Bill ¿por qué mataste a mi Tiny? Dios te ama pero ¿por qué mataste a mi Tiny?´ Es realmente una muchacha muy extraña”.
            Armontrout recordó que George y Christy “se casaron luego que él ingresó al pabellón de la muerte”. Durante la ceremonia de bodas, fue uno de los testigos. “Mi oficina estaba frente a la penitenciaría, calle por medio”, dijo Armontrout. “Al concluir la ceremonia, no permitimos a los recién casados que pasaran un solo minuto a solas”. La única muestra de pasión en la noche de bodas fue cuando la novia y sus damas de honor, “salieron a la calle y se quitaron las ropas. Las tres quedaron totalmente desnudas... me imagino que era una especie de ritual”, reflexionó Armontrout.

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       En Estados Unidos, la responsabilidad penal está determinada por la llamada norma procesal M'Naghten, según la cual la persona que comete un crimen debe percatarse de la naturaleza y cualidad de su acción, y saber además que su conducta viola la ley. De lo contrario, el sitio del transgresor no es la cárcel, o la silla eléctrica, sino un asilo para enfermos mentales, del cual difícilmente emerja algún día.
            En 1992, el entonces gobernador de Arkansas Bill Clinton interrumpió la campaña que realizaba en New Hampshire para las primarias presidenciales, a fin de asistir a la ejecución de Rickey Ray Rector, un negro condenado a muerte por asesinar a un policía. Tras disparar al policía, Rector intentó suicidarse, pero el balazo que se alojó en su cabeza forzó a los cirujanos a practicarle una especie de lobotomía. Como consecuencia, quedó convertido en un zombie. Ignoraba inclusive en qué consistía la pena de muerte, al punto que cuando le ofrecieron su última cena, Rector decidió guardar un trozo de torta creyendo que tras la ejecución regresaría a su celda.

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         George Mercer pasará a la historia de la pena capital en Estados Unidos por ser el primer sujeto de experimentación que murió por inyección letal administrada por una máquina. Mercer fue sentenciado por violar y asesinar en 1978 a Karen Keeton, la mesera de un bar, en su vivienda de Belton, cerca de Kansas City. La ejecución tuvo lugar el 6 de enero de 1989, 11 años después de la condena. Permaneció en el pabellón de la muerte de Misuri más que ningún otro preso. Y aunque no era precisamente un santo, muchos piensan que una condena a cadena perpetua hubiera sido suficiente castigo.
 En Estados Unidos la Constitución prohíbe toda clase de cruel and unusual punishment (castigo cruel e inusual). Por lo tanto, sus autoridades han ido refinando los métodos para despachar a sus criminales al otro mundo. Cada método ha sido proclamado más “humano” que el anterior. La cámara de gases era muy humana hasta que resultó vastamente desprestigiada por el uso que le asignaron los nazis. Y la silla eléctrica parecía bastante humana hasta que se multiplicaron the botched executions, las ejecuciones chapuceras.
El 24 de julio de 1991, Albert Clozza fue ejecutado en Virginia. Los electrodos se hallaban en mal estado y la corriente eléctrica aplicada causó a Clozza una muerte peor que cualquier clase de agonía. Se acumuló vapor en la cabeza del condenado, y sus globos oculares saltaron de sus órbitas, anegando su pecho de sangre. Tal vez la ejecución más horrenda en la historia de Estados Unidos fue la de Jessie Tafero. El 4 de mayo de 1990, Tafero fue ejecutado en la prisión estatal de Florida. El condenado recibió tres descargas eléctricas de 2.000 voltios cada una. Debido a que el amperaje era incorrecto, surgieron de su cabeza llamas, humo y chispas y su carne se guisó en sus huesos antes que le llegara la piadosa muerte.
            La inyección letal parecía un sistema más humano a la hora de ejecutar un prisionero. Además, en un país como Estados Unidos, donde la industria farmacéutica reina soberana, y los médicos son más respetados que los filósofos, la inyección letal contaba con el prestigio de ser algo científico. Ni la horca, ni la cámara de gas, ni la silla eléctrica cuentan con una parafernalia similar de tubos intravenosos, drogas recetadas, una camilla de hospital, técnicos en medicina, doctores y un protocolo de ejecución que recomienda dar un sedante al futuro cadáver.  
Pero la inyección letal administrada por seres humanos comenzó a enfrentar una serie de problemas. Como explica Fred Leuchter, inventor de la máquina encargada de administrar la dosis mortal, no se trata simplemente de inyectar una droga en el brazo de un condenado. Se requieren tres drogas separadas. La mayoría de los sentenciados suelen ser drogadictos, cuyo sistema vascular está muy dañado. “Es difícil”, dijo Leuchter a Trombley, “introducir esas tres substancias en el orden correcto y con la presión adecuada. Es por eso que inventé mi máquina, basada en las investigaciones farmacológicas más recientes”. 

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      Cuentan que en una ocasión, un rabino convocó a dos personas para resolver una disputa. El rabino escuchó primero a una de las personas, y le dio la razón. Luego atendió a la otra persona, y también le dio toda la razón. Ambas personas se despidieron del rabino agradecidas de que les otorgara la razón. Cuando la esposa del rabino lo increpó por darle la razón a todo el mundo, el rabino respondió: “Esposa mía, tú también tienes razón”.
Si bien estudio tras estudio demuestra que la pena de muerte no disuade a nadie de seguir asesinando gente, otros estudios, igualmente respetables, demuestran que al menos en una instancia la ejecución cumple con su propósito: impide al asesino cometer más homicidios. Y tiene un elemento de disuasión adicional. En su trabajo In Spite of Innocence, Michael L. Radelet, Hugo Adam Bedau y Constance E. Putnam, muestran otro ángulo de la pena capital al indicar que “convence al inocente que es preferible declararse culpable”. Pues, si el inocente insiste en su inocencia y el jurado que investiga las acusaciones lo considera culpable, corre el peligro “de un castigo mayor”: la ejecución, en lugar de una prolongada condena en la cárcel. Y eso no es algo tan desatinado como se supone. En su libro, Radelet, Bedau y Putnam recuentan decenas de casos en que una persona inocente quedó atrapada en los engranajes del sistema judicial y a través del perjurio de testigos, del racismo de los jurados, de fiscales más interesados en ganar un caso que en hallar al verdadero culpable, y de funcionarios corruptos, concluyó en el pabellón de la muerte.

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Los partidarios de la pena de muerte sostienen que el principal objetivo es la disuasión. Pero ese no parece ser el caso de Florida. El 25 de mayo de 1979, John Spenkelink fue arrastrado a la cámara de ejecución amordazado y gimiendo. El horrible espectáculo, registrado por las cámaras de televisión, parecía suficiente para que todo criminal en ciernes pensara dos veces antes de matar a alguien. Sin embargo, en tanto en los tres años previos a la ejecución el cociente de asesinatos en Florida fue de 904, en los tres años siguientes promedió 1.440, un 59 por ciento de aumento. Al parecer, los únicos que obtienen beneficios de la pena capital son los contratistas y subcontratistas vinculados a la industria de la muerte.  
El periódico The Sacramento Bee calculó que en California se gastaron mil millones de dólares entre 1977 y 1993 a fin de procesar a condenados a muerte. En ese lapso, fueron ejecutadas exactamente dos personas. El Dallas Morning News, de Texas, estimó que enviar a un asesino al pabellón de la muerte cuesta como promedio 2,3 millones de dólares, alrededor de tres veces el gasto de mantener preso a alguien en una cárcel de máxima seguridad durante 40 años.
¿Por qué la pena de muerte sigue teniendo tanta popularidad en Estados Unidos, que se precia de pertenecer al primer mundo? A fin de cuentas Canadá, Alemania, Francia, Italia y Gran Bretaña han abolido la ejecución del prisionero en las últimas décadas. Solo China, Irak, Irán y Arabia Saudita siguen aplicando la ley del talión. La única explicación es que los políticos norteamericanos consiguen votos cuando se muestran sedientos de sangre. El peor insulto que puede recibir un político es el de ser Soft on crime (blando en relación al delito). Lo demás no importa, ya se trate de discriminación, despilfarro de dinero o la perpetuación de flagrantes injusticias.

Epílogo
          George Mercer quiso ser enterrado con su chaqueta de motociclista. El estado de Misurí le prohibió ese último deseo. Por lo tanto, tras su ejecución, su viuda, Christy, decidió acatar su última voluntad y proporcionarle la chaqueta.
“Cuando lo mataron”, dijo Christy al periodista Trombley, “para mí fue realmente difícil lidiar con el hecho. Todo ocurrió tan rápido. Primero lo mataron, y luego se lo llevaron a una funeraria. Pero yo necesitaba despedirme de él, decirle adiós. Por lo tanto, junto con una amiga, fuimos al cementerio y sacamos su cadáver. Yo solo quería volver a verlo una vez más… fue terrible. Abrí su ataúd. Su rostro estaba todo contorsionado…”  
Christy reconoció que su acción carecía de sentido, pero ella se negaba a aceptar que jamás volvería a ver a su esposo. La viuda recordó las circunstancias en que George fue ejecutado. Vio como lo colocaban en una camilla de hospital, cubierto con una sábana, rodeado de extraños que se aprestaban a verlo morir. Y luego de esa terrible noche, su único deseo fue volver a verlo.
En el cementerio, tras sacar a George de su ataúd, Christy quitó la mortaja a su esposo, y al inspeccionar su cuerpo desnudo descubrió la última indignidad a que había sido sometido. Una parte no escrita del Protocolo de Ejecución en Misurí es insertar un tapón rectal y un catéter en la persona a punto de ser ejecutada. Para que no manche las sábanas. Pero George retornó a su ataúd luciendo su chaqueta de motociclista.

 



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