miércoles, 30 de septiembre de 2015

Las recompensas de la novela histórica


Mario Szichman

Jean-Andoche Junot, duque de Abrantes



Hace poco volví a ver Master and Commander, un filme dirigido por Peter Weir, y que se basa en tres novelas de Patrick O'Brian.  La película tiene una extraordinaria fotografía, excelentes actuaciones, y escenas de batallas en el mar que ya se han convertido en clásicas.  Pero por boca de su protagonista, el capitán Jack Aubrey (Russell Crowe), se traza una imagen de Horatio Nelson, el más famoso de los héroes de la armada británica,  que me parece edulcorada, falsa. Nadie duda de que Nelson fue un líder extraordinario,  con superiores dotes estratégicas y gran valentía. Fue herido varias veces en combate, y eso no es usual entre los jefes militares, que rehúyen la primera línea de fuego. Perdió la visión de uno de sus ojos en Córcega, y un brazo durante un fracasado intento por capturar Santa Cruz de Tenerife. Según los historiadores, los marineros españoles que encontraron el brazo de Nelson solían usarlo para revolver café. Murió, también de manera heroica, durante la batalla de Trafalgar, en 1805, que acabó con la amenaza de la armada napoleónica hasta la batalla de Waterloo, en 1815.
Pero además de sus dotes guerreras, Nelson era un ser humano, y como tal, cometió algunos hechos no muy edificantes. Dudo que pertenezca al santoral.  
Mostrar a un prócer en sus múltiples facetas, es muy sano. Pues explica que la gloria está al alcance de todos, no de algunos elegidos. Siempre he dicho que amo a los héroes de mis novelas históricas: a Francisco de Miranda, a Simón Bolívar, al Diablo Briceño, a José Félix Ribas, aunque más por sus defectos que por sus virtudes. Si alguien desea emular a un prócer por sus bondades,  juega a perdedor, o cae en el ridículo, como suelen hacerlo de manera cotidiana los propietarios de la Revolución Bonita que, por otra parte, son unos genios a la hora de falsificar la historia. Pero quien admite los defectos de los padres fundadores está en condiciones de superarlos, pues intentará evitar los mismos errores.
Una de las grandes figuras de la primera época de la lucha por la independencia de la Gran Colombia fue José Félix Ribas. Es uno de los protagonistas de Los años de la guerra a muerte, junto con El Diablo Briceño, y con José Tomás Boves, el asturiano, un gran caudillo popular. Ribas es un personaje trágico. Tras la derrota en Maturín, se vio obligado a huir de las fuerzas españoles acompañado de su sobrino y de uno de sus criados. Un esclavo lo delató, fue capturado, y posteriormente decapitado, el 31 de enero de 1815. Su cabeza fue cocinada en aceite, y enviada a Caracas. En la capital de la Capitanía general de Venezuela su cabeza fue colocada dentro de una jaula, y colgada en un lugar público. Dicen –y yo reiteré la versión en Los años de la guerra a muerte– que su esposa vivía cerca del sitio donde habían puesto la cabeza de su esposo, y la observaba en cada despertar.
Pero hay otro costado de Ribas que no todos los historiadores venezolanos deciden explorar. Era un empedernido jugador que solía perder fortunas en las mesas de juego. Y le costaba distinguir entre el erario público y su bolsillo. En realidad, con la excepción de Bolívar, que empezó la lucha por la independencia como uno de los hombres más ricos de Venezuela, y terminó oscilando entre la pobreza y la miseria, en ocasiones debido a transacciones familiares donde otros se llevaban la parte del león, varios próceres de la independencia no eran muy pulcros con el tesoro de la nación.  Parecían protochavistas.
Hace unos días, revisando mis archivos, encontré esta breve nota publicada por The Morning Chronicle de Londres el 6 de noviembre de 1815, diez meses después de la ejecución de Ribas: “Cuatrocientos setenta y cuatro fábricas existían el 3 de agosto de 1813; ¡y en los once meses siete días del gobierno republicano sólo se levantó la casa del general Ribas!”
En esa época, las comunicaciones transatlánticas demoraban meses, o nunca llegaban a destino. Es posible que cuando The Morning Chronicle publicó la información, sus editores desconocían aún la suerte corrida por Ribas. Escribieron una especie de snapshot de un personaje que se presumía vivo. Pues la muerte,  especialmente una muerte trágica, obliga a modificar la redacción de una noticia.
Me parece muy productiva la encrucijada en que maniobra la buena novela histórica: debe combinar la ficción con algo más cercano a la crónica, o a los diarios personales, todo aquello imposible de anticipar. El Nelson imaginado por el capitán Jack Aubrey es una figura de cartón, porque ya se conoce su destino. Los héroes de verdad, o los villanos de verdad, son tan atrayentes porque no intervienen para complacer a sus descendientes, e ignoran el futuro. Muchas veces, ni siquiera actúan de manera racional, especialmente cuando se dejan arrastrar por la pasión amorosa, el gran motor de las buenas obras de ficción. En Los Papeles de Miranda dediqué algunas páginas a Lady Hamilton, la amante de Nelson, un personaje muchísimo más interesante que el beatificado por Hollywood.
En estos días, como parte de una nueva novela, tropecé con otro militar francés que tiene escasos atributos de héroe histórico, pero es formidable como personaje de novela: el general Jean-Andoche Junot, duque de Abrantes (1771-1813).
Es posible que Junot no fuera tan conocido de no ser porque se casó con Laura Permon, quien pertenecía a la nobleza de Córcega, y escribió unas fascinantes memorias sobre el período napoleónico. Laura Permont, luego Laura Junot, al final la duquesa de Abrantes, logró reinventarse como escritora tras Waterloo. Aunque perdió buena parte de su fortuna, consiguió atrincherarse en una suntuosa mansión de Versalles con sus sirvientes, que nunca recibían su salario, y a quienes adiestró en el arte de repeler acreedores. Tenía también la extraña idea de que los comercios de la zona eran su despensa particular.
Entre sus numerosas amistades figuraba Honorato de Balzac. Fueron esporádicos amantes, aunque prevaleció la amistad intelectual, y en el intercambio de secretos literarios, fue Balzac quien se quedó con la parte del león. La duquesa de Abrantes era un interminable inventario de anécdotas. Fue amante de Napoleón cuando éste era apenas un oficial de bajo rango, y de Klemens Wenzel von Metternich, el ministro de Relaciones Exteriores de Austria, quien arregló la  détente con Francia. Metternich es famoso por su labor en el Congreso de Viena, tras el derrocamiento de Napoleón, que dividió Europa entre las mayores potencias.
Balzac siempre se vanagloriaba de ser el cronista de la sociedad francesa. Pero ¿cuántos cronistas tienen el privilegio de conversar con una dama muy encantadora y memoriosa que conoció a los principales personajes de su época? Y no precisamente cualquier época de la historia. Después de Adolf Hitler, Napoleón Bonaparte es el personaje histórico que ha generado más libros. Abundan también las biografías de sus lugartenientes más notorios, de sus mujeres y de sus protegidos, de sus ministros y de sus queridas.
La figura del general Junot no tuvo mucha trascendencia durante el siglo diecinueve, aunque fue recuperada por los historiadores del siglo veinte, gracias al psicoanálisis. No es famoso por sus hazañas guerreras, o por sus labores administrativas, aunque fue gobernador de París, pero sí por su amor a Napoleón, y por su progresiva demencia. Ni siquiera Balzac podría haber obtenido demasiado provecho de las confesiones que hizo Laura Junot sobre el general Jean-Andoche Junot. Tal vez Samuel Beckett o Harold Pinter hubieran podido explotar sus avatares personales. Algunos historiadores sugieren inclusive que hubo una pasión homoerótica de Junot por Napoleón, y que su demencia se fue agravando no solo por las numerosas heridas sufridas en combate, sino por el rechazo del emperador a sus avances.
Al comienzo de su carrera, durante el sitio que los ingleses impusieron a Toulon, Napoleón ordenó a uno de sus ayudantes que le consiguiera un subalterno capaz de escribir sus despachos. Un soldado se adelantó, y comenzó a redactar en una mesa las órdenes de Napoleón. Cuando el soldado, Junot, acababa de finalizar el despacho, una bala de cañón cayó cerca del sitio donde estaba el militar, y el papel quedó cubierto con la arena desplazada por el cañonazo. Sin inmutarse, Junot comentó: “Bueno, no tendremos necesidad de secar la tinta con arena”. Napoleón quedó muy impresionado por la frialdad de Junot, y de inmediato lo subió de rango.
Junot fue ascendiendo en las filas del ejército y vio acción en Portugal, en España, donde Laura lo visitó para compartir sus aventuras, y en Rusia. También cumplió tareas como gobernador de París. Lo que más se recuerda de él es que se levantaba todos los días a las seis de la mañana, y se dirigía a un río para ir a pescar. Tampoco le gustaba que lo estafaran. En una ocasión, fue desplumado en una casa de juegos de París, y en venganza destrozó los muebles y les cayó a golpes a los croupiers. Napoleón le preguntó luego si se había juramentado para vivir y morir como un idiota.
En el curso de su carrera militar sufrió veintisiete heridas, algunas en su cabeza, e ingresó en una lerda y prolongada demencia.
En 1813, Napoleón sacó a Junot del servicio activo y lo envió a Europa oriental, como gobernador francés de las provincias ilirias, un grupo de territorios en los Balcanes, en la costa oriental del Mar Adriático, que habían sido cedidos por los austríacos tras el triunfo francés en Wagram en 1809, e incorporados al imperio.
Durante un mes, Junot languideció en las provincias ilirias, mientras los efectos degenerativos de sus heridas en la cabeza comenzaban a ceder paso a una conducta cada vez más errática. En una ocasión, ordenó que dos batallones de soldados croatas fueran despachados a Dubrovnik, a fin de eliminar a un ruiseñor que no lo dejaba dormir.
Pero el acto que precipitó su destrucción, y por el cual será siempre recordado, fue el baile de gala que organizó en su palacio, en Dubrovnik, en el sur de Croacia. Junot era un experto diplomático y un buen anfitrión, y solía adornarse para las fiestas con cintas y medallas que había conquistado en los campos de batalla o adquirido en la administración pública.
En esa ocasión, ingresó al salón de fiestas luciendo un morrión emplumado en su cabeza, una espada ciñendo su vientre, y exhibiendo todas sus medallas y escarapelas... Y nada más. Brian Joseph Martin, autor de Napoleonic Friendship: Military Fraternity, Intimacy, and Sexuality in Nineteen Century France, dijo que “los escandalizados huéspedes rápidamente advirtieron que esas medallas y condecoraciones no eran lo único que colgaba del desnudo y lesionado cuerpo" de Junot.  
Las Casas, en su Memorial de Santa Helena, atribuyó la conducta de Junot en Iliria a “una demencia completa”. Los signos de su locura posiblemente fueron atizados por ese ruiseñor que no le permitía dormir. Cuando regresó a Francia, se causó horrendas amputaciones.
Junot se suicidó el 19 de junio de 1813, a los 41 años de edad, en Monthard, arrojándose por una ventana de la mansión que habitaba. Napoleón envió al duque de Rovigo para que se apropiara de las 500 cartas que él, y otro miembro de la familia, habían escrito a Junot, y que fueron guardadas en un cofre, sellado por un juez de paz.
Aunque la “diplomacia desnuda” de Junot podía atribuirse a su progresiva demencia, dice Martin, su escandalosa aparición puede interpretarse también como un rechazo a la orgía de sangre y de violencia que representó la conquista imperial. El cuerpo de Junot era un buen repertorio de esas conquistas. Las verdaderas condecoraciones eran sus veintisiete heridas. Su cuerpo era como un mapa en relieve de todas las tropelías cometidas por un general sediento de gloria que nunca aceptó responsabilidad alguna por su insensatez.
Al costado del camino, tras quince años de guerras que devastaron a Europa, quedaron personajes como Junot que, según la maravillosa frase de William Faulkner, pertenecía a esa “deslumbrante galaxia de exquisitos canallas que eran los mariscales de Napoleón”.






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