domingo, 21 de febrero de 2016

La comedia humana y el reciclaje de profesiones


Mario Szichman


           
Hay filmes que definen toda una época. No pretenden ser excepcionales, pero necesitan abordar algún tema que está en el aire, brindarle consistencia y un conflicto que lo catapulte a un final tragicómico. Como es, en definitiva, la vida.
Office Space, con guion y dirección de Mike Judge, es uno de esos filmes. Narra la historia de un grupo de empleados atrapados sin salida en las oficinas de una moderna corporación. Hasta que un día, el management decide brindarles una salida: echar a varios de ellos para reducir gastos y aumentar las ganancias de la empresa.
Algunos de esos empleados, aterrados ante la reducción de personal, convencidos de que pronto les llegará el turno, urden una maniobra para convertirse en millonarios. Uno de ellos, experto en computadoras, diseña un programa para retener fracciones de centavo de cada transacción comercial que realiza la empresa. Como se trata de centenares de canjes diarios, los empleados empiezan a acumular decenas de miles de dólares en escasos días. El esquema falla cuando se enteran de las penas de cárcel que deberán pagar por la infracción. Arrepentidos, deciden entregarse a la justicia. En realidad, el quiebre ocurre cuando descubren que no podrán recibir en la cárcel visitas conyugales.  (Afortunadamente, Office Space tiene un final feliz. Siempre antes de ir a ver una película, averiguo dos cosas: si tiene un final feliz, y si algún perro es maltratado o muere. Elimino de mi lista todo filme que cumple con uno de esos dos requisitos).   
En general, las corporaciones norteamericanas se distinguen porque hay cada vez menos soldados y cada vez más generales. Trabajé en dos de ellas como periodista, durante casi tres décadas. Recuerdo especialmente a un supervisor. No era un autómata, o uno de esos stuffed shirt que encubren su incompetencia con arrogancia y una buena dosis de estupidez. El supervisor que causó mi admiración lideraba a un grupo de periodistas encargado de realizar investigaciones de corporate malfeasance,  chanchullos en las grandes corporaciones. Y los viernes, antes de comenzar su tarea, invitaba a todos los empleados del grupo a desayunar, a cambiar ideas, a congeniar. Los empleados le tenían gran afecto porque siempre asumía su responsabilidad cuando se registraba algún problema, nunca tenía la excusa chavista de que la culpa, infaliblemente, la tiene el otro.  
El supervisor era tan bueno, que lo echaron a patadas escaleras arriba, luego de que el management buscó alguna implausible excusa. En realidad, a los ejecutivos les disgustaba su buen ejemplo, pues podía cundir de manera peligrosa. Ignoro qué nuevas tareas le asignaron. Tal vez no le estipularon tarea alguna. Quizás confiaban en que su sentido del honor lo obligaría a renunciar, o a pedir el retiro. Sabía tres idiomas, además del inglés, y era lo que se llama “un hombre de mundo”.  
Mientras permanecí en la empresa siempre lo veía solo, muy amable, muy sonriente, dispuesto a responder a cualquier pregunta de sus exsubordinados. Se la pasaba tomando infinidad de apuntes, o consultando libros, o frente a su computadora. Estoy seguro de que le subieron el sueldo, además, de reducirle la responsabilidad a cero. En muy escasas ocasiones alguien desea ser un burócrata. Seguramente, el exsupevisor se moría de aburrimiento. O quizás, bajo su máscara de sanidad anidaba un bombardero loco.
Me hacía recordar un poco al Milton de Office Space, un empleado que, sin saberlo, ha sido despedido de la empresa, aunque sigue recibiendo el salario por un error de la oficina de contabilidad. Milton cumple todos los días su horario en la compañía, aunque sus jefes no le asignan tarea alguna. La manera sutil de ponerlo de patitas en la calle es obligarlo cada semana a cambiar de cubículo en la oficina, hasta que finalmente un día se encuentra en una especie de prisión. Al menos el último cubículo es un cuarto sin ventanas, y el espectador duda que exista alguna salida. Pero Milton encuentra la salida, descubre además una crecida cantidad de cheques de viajero de su odiado jefe, quema la empresa y se va a disfrutar de su retiro en un balneario mexicano. Y está dispuesto a que si las Margaritas no satisfacen su paladar, también incendiará el sitio vacacional.
Pensaba en Office Space porque hay toda una temática en el cine y en la narrativa norteamericana ligada con esas bruscas transformaciones de Doctor Jekyll en Míster Hyde. La comedia que para mí sigue siendo ejemplar es El mundo está loco, loco, loco, loco, dirigida por Stanley Kramer y protagonizada por Spencer Tracy,  Milton Berle, Sid Caesar, Buddy Hackett, Ethel Merman y Mickey Rooney. Es la historia de un grupo de personas, de diferente estrato social, que intenta encontrar un tesoro enterrado por un mafioso. El tesoro transforma a seres amables, civilizados, en monstruos de codicia, ansiosos por obtener el tesoro y eliminar a sus rivales durante la frenética búsqueda.

INVESTIGACIÓN DE UN CIUDADANO
POR ENCIMA DE TODA SOSPECHA

Cuando estaba escribiendo El imperio insaciable (Editorial PuntoCero, Caracas, 2010), un libro sobre la crisis económica de 2009 en Estados Unidos, empecé a recopilar historias de personas que habían cambiado de profesión para enfrentar los nuevos tiempos de apuros. Había miembros de sectas religiosas que se convertían en vendedores a domicilio tras ofrecer Biblias de puerta a puerta, hijos que se disfrazaban de sus madres muertas para seguir cobrando sus pensiones, y abogados que se convertían en juez y en parte, y contrataban asesinos para triunfar en juicios criminales. Algunos temas son más dramáticos que otros, y el del abogado Paul Bergrin me parecía excelente para una novela.
Tras recibirse de abogado, Bergrin comenzó a trabajar en la fiscalía del estado de Nueva Jersey, donde procesó a asesinos y a narcotraficantes. Luego, vino su primer reciclaje: de fiscal se convirtió en abogado defensor. (Del mismo modo en que los secretarios de gabinete se reciclan tras abandonar el cargo y pasan a trabajar como gerentes de corporaciones, generalmente las mismas corporaciones a las que beneficiaron durante su paso por el gobierno). En su rol de abogado defensor, Bergrin representó como clientes a algunos acusados por las torturas y vejámenes a que fueron sometidos prisioneros Iraquíes en la prisión de Abu Ghraib. También defendió a los astros del rap Lil' Kim y Queen Latifah, y a miembros de pandillas callejeras de Newark, en Nueva Jersey.  
Muchos se preguntan si Bergrin quedó contaminado por trabajar durante bastante tiempo con seres al margen de la ley. No es frecuente, pero suele ocurrir en ocasiones. Lo cierto es que el 20 de mayo de 2009, Bergrin fue acusado en la corte de distrito de Newark de haberse convertido en juez y en parte. Al parecer, su exitosa defensa de criminales “se basaba en un brutal cálculo” resumido “en un lema: Sin testigos, no hay caso”. (The New York Times, 21 de mayo de 2009).
La necesidad de obtener dinero, mucho dinero, parece haber sido el móvil principal de Bergrin, quien era “un hombre extravagante, propietario de un Mercedes y de un Bentley, amigo de estrellas de cine y quien gustaba alardear de sus casas playeras en Nueva Jersey en el Caribe”, dijo el diario.  
El abogado fue acusado de orquestar el homicidio de un testigo clave al filtrar su nombre a narcotraficantes que lo mataron a plena luz del día en una calle de Newark; de viajar a Chicago para contratar a un hitman (asesino profesional) a fin de que eliminara a otro testigo en un caso diferente, y de entrenar a algunos testigos para que mintieran al prestar testimonio.
          Tal vez donde Bergrin mostró mayor audacia fue en el caso de Norberto Vélez, acusado de asesinar a su esposa de 27 puñaladas, delante de su hija de ocho años. “La niña cambió su historia entre el momento del asesinato de su madre y el día que prestó testimonio en el juicio a su padre”, dijo el diario. Luego, la niña “admitió ante el tribunal que Bergrin la había adiestrado para que mintiera al presentar testimonio”. El único consuelo fue que, en ese caso, el testigo principal no fue asesinado.
         No corrieron la misma suerte otros testigos. En cierta ocasión, Bergrin defendió a William Baskerville, un poderoso narcotraficante de Newark. Según documentos del tribunal, un testigo confidencial, Deshawn McCray, conocido como Kemo, iba a prestar testimonio contra Baskerville. Entonces, el abogado se reunió con un primo del acusado, y le dijo “Sin Kemo, no hay caso”.
         Tres meses después, McCray fue acribillado a balazos en una emboscada. La fiscalía debió retirar los cargos contra Baskerville.
         Cuando las autoridades hicieron un conteo de los testigos que solían caer muertos en los casos que defendía Bergrin, entraron en sospechas. En el 2008, la fiscalía acusó a Vicente Esteves de dirigir una banda de narcotraficantes en el condado de Monmouth, en Nueva Jersey, y ordenó grabar las conversaciones entre Bergrin y uno de sus cómplices. Así se enteró de que Bergrin planeaba asesinar a un testigo conocido como Junior el Panameño, antes de que declarara ante el tribunal donde debía ser juzgado Esteves.
            En una de las conversaciones, Bergrin aconsejó al hitman encargado de librarse de Junior el Panameño saquear el apartamento del testigo, para hacer creer que el homicidio había formado parte de un robo.
          “Tiene que parecer un robo; esto no puede lucir como un asesinato”, dijo Bergrin al asesino, según documentos de la corte.
            Para la fiscalía, indicó el periódico, el caso de Bergrin refleja también los problemas que causa la crisis económica en el sistema judicial. Es difícil proteger a testigos “en una época en que cuenta con escasos recursos para custodiarlos”, dijeron los fiscales.
         El tema de la codicia ha sido tratado en el cine estadounidense hasta la saciedad. Todo un género, el gangster film, se basa en ella. Aunque la cinematografía europea cuenta con excelentes ejemplos, como lo demuestran los filmes protagonizados por Jean Gabin o Lino Ventura en las décadas de los cincuenta y los sesenta, el muestrario es exiguo. En cambio Hollywood produjo entre 1930 y 1950 más de un centenar de películas con ese tema, lanzando al estrellato a figuras como James Cagney, Paul Muni, Humphrey Bogart, Dana Andrews, Edward G. Robinson o John Garfield. Varios de esos filmes son clásicos del cine. Sus diálogos se repiten como mantras. Y, en todos los casos, aquello que más interesó a los guionistas y directores fue descubrir al Míster Hyde en todo Doctor Jekyll. Es increíble cómo la necesidad de obtener dinero por medios ilícitos puede convertir a un ciudadano respetuoso de la ley en un patrocinante de asesinatos. O en funcionario público de regímenes autoritarios.








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