domingo, 20 de marzo de 2016

La poesía de Edmundo Bracho: Cómo escapar hacia espejismos alternos


Mario Szichman



Recorrer la poesía de Edmundo Bracho es como visitar las ruinas de una antigua ciudad perdida. Cada escombro, cada inscripción, carece de entorno, de contexto, y brilla en solitario,  pétreo e inexplicable. No obstante, si el lector tiene la paciencia de anudar los datos y extraerles su secreta coherencia, el desmigajado paisaje comienza a tomar sentido.
En Noche sobre noche[i],  su penúltimo libro (siempre escribimos nuestro penúltimo libro), los epígrafes son poemas, y los poemas mantienen un equilibrio inestable: están sobrecargados de sentido, medidos en su afecto.  
El poeta ha descubierto, hace ya bastante tiempo, que sólo en lo efímero encontramos lo trascendente. Prescinde de la elocuencia, desdeña el corolario. Si la magia tradicional se basa en el asombro seguido de la decepción, Bracho nos descubre otra magia, que consiste en dotar nuestro entorno con ojos de flamante insistencia. Y si vivir es una pesada carga, para un buen poeta es una mezcla de gabinete de las maravillas y caja de sorpresas. Cada uno de los poemas y epígrafes de Noche sobre noche es una experiencia insoslayable, única.
 La intención del poeta parece ser siempre la de “escapar... hacia espejismos alternos” (El otro reino), acompañado de otras voces de las cuales va surgiendo el anagrama de las simpatías secretas.  
Más bricolage que narrativa, sus libros Hospitalario (1997) y Orilla Revuelta (2003) son como esas muñecas rusas que se van insertando sucesivamente en sus estuches y se niegan a ser descifradas más allá de sus propias redondeces. Un constante pudor oscurece el sentido. Ese hombre que reposa en una sala de hospital, o al que se le ha muerto la hermana, ese hombre que agoniza, que sabemos que solo estará muerto con su última expresión, conjura palabras con algo más que la destreza de un encantador. Después de todo, un mago fragua flores, las deja caer para que se conviertan en un pañuelo, nos invita a una trabajosa búsqueda de espejismos, y en ese itinerario descubrimos que no valía la pena aguzar los cinco sentidos.  
Por unos instantes, nos hacemos la ilusión de que la magia es un hecho concreto, y luego, viene el “letdown”, la ocurrencia de que es solamente un truco, y el intento de abolir la sospecha. Pero las frases que va hilvanando Bracho tienen la densidad del dolor, el peso específico del deseo. Alguien, desde alguna parte, murmura, “Carne sin fábula tras la experiencia. /Carne ya harta”. Otro parece responderle, “El dolor ha de ser seco. /De otro modo será ruido, y pérdida la mirada. /Los ojos han de vivir bajos. / Bajos han de mirar como perro fiel”. Un tercer doliente (¿o es el primero?) Enuncia, “Sin remedio la noche me falta/ y me falla, / y donde amanezco a todos les falto de corazón”. Cualquiera menciona “esa herida atroz/ que se vuelve traición bajo mi aliento”.
            Barajando destinos posibles Bracho va enunciando una solapada narración, reconstruyendo mundos alternos. Y después existe otra magia: la del voice over. Entre los poemas Bracho intercala el coro de las películas “noir” de las décadas del treinta y del cuarenta, creando sus propios diálogos, incorporándolos a ídolos que sólo morirán cuando perezca el cine.
Cada lector cuenta con predilecciones secretas. Este lector hubiera querido escribir La vida agria, de Luciano Bianciardi, o The Red Right Hand, de Joel Townsley Rogers o The Nothing Man, de Jim Thompson. Ahora, envidia no haber tenido la imaginación para insertar en sus textos esas inventadas voice over.
Repito como un mantra:
“–Sí, detective Spade, éstos son zapatos de tacón rojo. Pero de talla muy pequeña como para no merecer inocencia”. 
            (Voz de Edward G. Robinson);

“– ¿Y acaso tú, Sam, ya paseaste en barca a Beatriz sobre tal invento?”
             (Voces de Ricardo Cortez y Joan Crawford);
 “–La muerte es una flor que florece una vez sola.
 –Quizá sea así, señor Celan, pero siempre la he visto florecer entre colillas de cigarrillos y en tarros de latón barato dispuestos con la mejor flojera en el jardín”.
 (Voces de Isabel Corey y René Dary);
“–Ahí va enrumbado a la escena de muerte. Como todo investigador: soñando ser una inmaculada construcción de sí mismo. Y sin pista de nada”.
             (Voz de Orson Welles).

Pienso en Lauren Bacall y en Humphrey Bogart; en Gloria Grahame, y en Robert Mitchum, y en Edward G. Robinson, y en esa pléyade de gun molls, de incómodos héroes, y heroicos villanos, y los imagino sonrientes, seductores, envueltos en el humo del tabaco, mostrando apenas sus perfiles, tanteando y aceptando el peligro en un suntuoso banquete. Y los veo de repente alzar sus copas de champán, descubro que están en el paraíso (¿en qué otro sitio podrían estar?), sonriendo, sonriendo a Edmundo, su fiel, talentoso y discreto amanuense, que tantas palabras ha inventado para sus bocas, y estoy convencido de que lo bendicen al unísono, por conferirles frases tan bellas.

Corolario:

En uno de sus escritos, “Noir (fotomatones)” Bracho cierra su colección de poemas enunciando: “En caso de que sus amigos disfruten de esta película, por favor, no revelen el final”.  Dejamos ese final abierto como tarea del lector.





[i] Kalathos Editorial, Caracas, 2015.

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