miércoles, 23 de marzo de 2016

Los lectores empiezan a decidir qué autores merecen ser divulgados


Mario Szichman




Una gran revolución está afectando a la industria editorial, una de las últimas rémoras de la sociedad precapitalista.  En esta ocasión, algunas empresas han comenzado a consultar a los lectores sobre sus preferencias, y eso tendrá innegable influencia en la promoción de un libro, y en ocasiones, a prescindir de títulos.
En algunos rubros, la industria editorial sigue funcionando como los gremios de artesanos previos a la Revolución Francesa. Aunque el autor ha ido perdiendo privilegios, todavía cuenta con prerrogativas que no armonizan con su status. Pocos están dispuestos a aceptar que son proletarios u oficinistas del libro, apenas un engranaje en la cadena de producción de textos, no su factor principal.   
En el peor de los casos, la industria editorial puede prescindir del autor. Lo contrario, resulta impensable. Cuatro mil o cinco mil años de producciones literarias permiten a la industria tener cuerda para rato. Pero ¿qué hace el autor si no tiene acceso a la industria, o a intermediarios tales como el agente literario, el editor, o al personaje más importante de todos: el lector?
Muchos velos se han tendido intentando erigir al autor en una especie de ungido por los dioses. Eso es un invento relativamente reciente. No sucedía en otras épocas. Puede observarse lo ocurrido en el siglo diecinueve, cuando surgieron monstruos de la escritura como Dickens, Balzac, Alejandro Dumas, Tolstoi, Dostoievsky, Mark Twain, Guy de Maupassant,  Flaubert, Eugenio Sue, Emile Gaboriau, Pérez Galdós, o Poe. Con raras excepciones, el status de todos ellos recién empezó a ser reconocido tras sus muertes, y en buena parte, gracias a la academia.
En realidad, el productor literario funciona como actor de reparto. En los periódicos que divulgaban folletines, el escritor ocupaba el sitio del entertainer, jamás el del protagonista. Servía de señuelo para que los lectores compraran hojas impresas y adquirieran las mercancías divulgadas en las publicaciones.  
Según Borges, el diario se basa en la dudosa premisa que cada veinticuatro horas ocurren cosas interesantes en el mundo. (En la actualidad, el internet nos quiere hacer creer que las cosas interesantes suceden a cada minuto).  
En el siglo diecinueve había que rellenar muchas hojas, buena parte de las cuales  ofrecían productos. Una posibilidad eran las grageas de información. Pero el folletín, con sus truculentas historias donde se barajaban muertes, pasiones y guerras, constituía un gran atractivo.   
Hasta mediados del siglo veinte, especialmente en Estados Unidos, las secuelas del folletín fueron excerpts de memorias o narraciones. Fragmentos de lo que serían luego famosas novelas aparecieron primero en The Saturday Evening Post. Es muy difícil que la firma de un importante escritor estadounidense haya sido soslayada por esa revista.
Con el transcurso de los años, los narradores han ido perdiendo esas formidables muletas que son los diarios y las revistas. Cada vez hay menos periodistas, o menos olfato periodístico, entre los escritores. Leí en fecha reciente que un narrador venezolano había decidido abandonar la redacción de sus crónicas. Al parecer, su intención es dedicarse tiempo completo a sus obras de ficción. Yo le aconsejaría que revise su decisión. El periodismo, el contacto con el periodismo, es una saludable manera de no residir en la torre de marfil, o en el limbo, o rodeado de fantasmas que rápidamente pierden todo contacto con la realidad. (Hemingway y Jim Thompson siguieron haciendo periodismo casi hasta el final de sus vidas. Y con buenas razones).  
Una de las secuelas de esa dedicación exclusiva a la escritura es la decadencia en materia narrativa. Chejov decía que la medicina era su esposa legítima y la narrativa su amante. Sabía que era imperiosa una cotidiana inmersión en la realidad para renovar sus sensaciones, y persistir en la tarea creadora.
Muchos productores de libros muestran temprano su agotamiento. (“Los escritores norteamericanos”, decía Scott Fitzgerald, “no tenemos segundo acto”).  Algunos conservan su fama gracias a fieles seguidores que nunca los leen. El problema es que la industria editorial empieza a impacientarse con esos escritores, y busca maneras de acrecentar sus ganancias. En ese sentido, un reciente desarrollo puede obligar a muchos literatos a salir del marasmo. Nadie está a salvo de la nueva embestida. Inclusive en los más famosos, el status de inamovible puede transmutarse en precario. Quien desee vivir de la literatura –algo que todavía suena como mercantilista y por debajo del aura del creador– requiere aggionarse y aceptar que las cosas han cambiado. Un personaje esencial, muchas veces desdeñado, puede pasar a primer plano: el lector.

¿Cuánto se lee?
¿Cómo se lee?

“Moneyball for Book Publishers: A Detailed Look at How We Read,” un artículo publicado hace algunos días en The New York Times, es muy ilustrativo.
Andrew Rhomberg, fundador de Jellybooks, una empresa con sede en Londres que se dedica a analizar hábitos de lectura, declaró al periódico que “no sabemos casi nada” de las rutinas usadas por los seres humanos para enfrentar un libro. 
Esto es, básicamente, lo que intentan conocer los ejecutivos de Jellybooks:
– ¿Cuantos lectores devoran un libro de una sola vez?
– ¿Cuántos de ellos abandonan una novela o un ensayo en el segundo capítulo?
– ¿Quiénes son más proclives a concluir un libro, mujeres de más de cincuenta años, o adolescentes?
– ¿Qué capítulos disfrutan más los lectores, qué capítulos pasan de largo, qué frases subrayan?
Según el matutino, la empresa fundada por Rhomberg “ofrece a las editoriales la tentadora posibilidad de espiar a los lectores por encima de sus hombros”. 
El proceso alentado por Jellybooks consiste en entregar de manera gratuita libros electrónicos a algunas docenas de lectores, antes de su publicación. Cuando los lectores  han concluido su tarea, hacen clic en un enlace insertado en el libro electrónico, y bajan la información acumulada en el artefacto. Así pueden enterarse de las horas dedicadas al libro, su velocidad de lectura, y a qué página han llegado.
Hasta ahora, Jellybooks ha examinado las respuestas de lectores a casi 200 libros publicados por siete editoriales, una de Estados Unidos, tres de Gran Bretaña, y tres de Alemania. “La mayoría de los editores no desean ser identificados”, dijo el diario, “pues temen alarmar a los autores”. Por lo general, cada libro es sometido al escrutinio de grupos de entre 200 y 600 lectores.  
Los efectos de esas pruebas han causado bastante preocupación. Como promedio, dijo The New York Times, menos de la mitad de los ejemplares analizados, fueron leídos hasta el final. La mayoría de los lectores abandonaron el escrutinio  en los primeros capítulos. Las mujeres demostraron más paciencia que los hombres a la hora de lidiar con bodrios. La mayoría, llegaron a las 50 páginas. Las más audaces, se rindieron finalmente en la página 100. Los hombres prefirieron dedicarse a otras tareas luego de escrutar 30 o 50 páginas. Apenas un cinco por ciento de los libros ofrecidos por Jellybooks fueron leídos en su totalidad por más de un 75 por ciento de los lectores.  
Como resultado de esos experimentos, una editorial europea redujo drásticamente su presupuesto de mercadeo para un manuscrito por el cual había pagado mucho dinero. Los ejecutivos descubrieron que su codicia por el libro era insensata. El 90 por ciento de los lectores que recibieron una copia anticipada se hartaron del texto antes de llegar al quinto capítulo.
En cambio, una editorial alemana optó por aumentar la publicidad y el mercadeo de una novela de misterio, tras verificar que casi un 70 por ciento de los lectores había llegado hasta la palabra fin.
En otro caso, una novela escrita para un público adolescente, recibió un excelente veredicto de lectores adultos. Eso obligó a cambiar totalmente las operaciones de lanzamiento.
Es obvio que no hay dos lectores iguales. Quizás Jellybooks no se dirige al lector promedio. O la base de datos es reducida. La historia de la literatura está plagada de novelas que al principio no llamaron la atención, y luego se convirtieron en fenomenales bestsellers, como Catch–22 de Joseph Heller. Pero también la historia de la literatura abunda en obras que fueron recibidas por un coro unánime de elogios, y desaparecieron de la memoria popular con enorme rapidez.
Hay sin embargo algo que Jellybooks  busca, y que sus competidores desean encontrar: libros que sean devorados por los lectores, junto con autores capaces de proveer el interés y el entusiasmo necesario para mover las prensas.







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