miércoles, 29 de junio de 2016

Semilla de maldad: la niña homicida


Mario Szichman

Potboiler:
“Un libro, o un filme creados con medios
 baratos, no por razones artísticas, sino
 con la intención de ganar dinero”.
Diccionario Merriam-Webster's



La novela The Bad Seed, de William March (1954), debe ser uno de los potboilers más curiosos en la historia de la literatura estadounidense. Es sensacionalista, se devora en escasas horas, el tema es muy desagradable, y es difícil encontrar un personaje simpático o atractivo, pero marcó también una divisoria de aguas. Por una parte, atrajo los elogios de escritores como Ernest Hemingway, John Dos Passos, Carson McCullers y Eudora Welty. Por otro lado, la primera edición vendió un millón de copias en pocos meses. Fue un éxito taquillero en un teatro de Broadway gracias a una excelente labor del dramaturgo Maxwell Anderson, y a las actuaciones de Patty McComarck, en el rol de una niña asesina, y de Nancy Kelly, como su atormentada madre. Ambas actrices, junto con otros intérpretes de la obra teatral, participaron luego en la versión cinematográfica  dirigida por Mervyn LeRoy, que obtuvo cuatro nominaciones al Oscar, incluida Patty McComarck, y atrajo cientos de miles de espectadores, aunque su final “feliz” debe ser uno de los más horrendos en la historia de Hollywood. (La niña asesina moría al ser partida literalmente por un rayo).
Si bien la novela de March es un modelo de narración –resultó finalista en The  National Book Award– el propio autor fue el primero en considerarla un potboiler.  En ese sentido, puede figurar al lado de otros potboilers prestigiosos como Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, o Sanctuary, de William Faulkner. Y por similares razones. A veces un autor prestigioso trabaja un tema incómodo que lo atrae y lo repele al mismo tiempo mientras, como decía Roberto Arlt, Dios, o el diablo, le recitan palabras inefables al oído.
Leer The Bad Seed  tras haber visto la película hace medio siglo, es una inusitada sorpresa. Es como si el filme, definitivamente un potboiler creado con la indudable intención de obtener dinero, mucho dinero, hubiera servido de burdo taparrabos para encubrir una gran novela plagada de claves inquietantes sobre la sexualidad humana.  
Cuando un narrador es realmente talentoso, su vida personal siempre figura en un discreto segundo plano, alentando preguntas de difícil respuesta. La sexualidad de March –sublimada en sus novelas– animó la creación de la niña Rhoda Penmark, un monstruo de ocho años de edad, amable, cortés y cariñoso. Rhoda asesina por un inflexible sentido de justicia, e ignora tanto el pecado como el remordimiento.  
Pero Rhoda no está sola. March parece sugerir que ese ambiente edulcorado en que la niña ha crecido, rodeada y agobiada por mujeres depredadoras y banales, y por hombres de agazapado desarrollo, ha contribuido a la creación del monstruo.
Hay dos narrativas superpuestas en The Bad Seed, una que podría caracterizarse como del Smart Set, donde se discute cine, poesía, pintura, sociología, y especialmente psicoanálisis, y otra donde solo interesan las pasiones humanas sin veladura alguna. Sigmund Freud decía que en los juguetes de los niños se plasmaban los resabios del hombre primitivo. Y esos diálogos que animan a los personajes de The Bad Seed representan apenas el barniz que encubre de manera imperfecta los apetitos humanos.  
March nunca se casó, nadie le conoció una relación con una mujer, tuvo dos graves episodios psicóticos, y, como señaló su amigo Klaus Perls, padeció la tragedia de “quienes deben satisfacer sus intereses sexuales en zonas donde pueden ocurrir tragedias”.
En la novela, Monica Breedlove, una mujer “liberada”, quien ha sido analizada durante un tiempo por Freud, habla sin problema alguno de la “envidia del pene” o de fantasías incestuosas. Su hermano Emory, posee “una homosexualidad larvada”. Christine Penmark, la madre de Rhoda, carece de vida sexual. Su esposo es el eterno ausente. Cuando descubre que su hija es una asesina, pasa por todas las etapas, desde la desesperada protección de Rhoda, la apatía, la total indiferencia por su suerte, hasta una acción criminal.
Como en Young Goodman Brown, el cuento de Nathaniel Hawthorne, cada personaje tiene una vida diurna, y otra nocturna. Pulcros modales encubren deseos bestiales. Leroy, el conserje del edificio donde vive Rhoda, muestra la tipología de un violador de menores, y cuando la niña le causa una horrenda muerte, el lector simpatiza con su acto.

LAS APARIENCIAS ENGAÑAN

El mayor acierto de March fue crear a Rhoda Penmark, una especie de proto Barbie o de Lolita. Es bella, rubia, cortés, e inteligente. En la versión cinematográfica, el crítico del New York Times Bosley Crowther dijo que Patty McCormack, la actriz encargada de interpretar a Rhoda, no parecía una niña de ocho años, sino alguien capaz de competir con Marylin Monroe.  
Mientras los adultos, y especialmente las mujeres que podrían ser sus abuelas, la adoran, los marginales como el conserje Leroy, o sus compañeros de escuela, sospechan de ella, y la temen con sobradas razones. Cuando el niño Claude Daigle gana una medalla de oro que Rhoda ambicionaba obtener, y luego aparece muerto, todos sospechan de Rhoda. Las autoridades de la escuela donde ocurrió el presunto incidente le dicen a la madre de Rhoda que deberá buscar otro sitio en el que pueda seguir estudiando, pues no tendrán cupo para ella al año siguiente.  
Christine Penmark comienza a atar cabos, y la historia empieza a transcurrir hacia el pasado. Christine recuerda otros incidentes. Luego que Rhoda se aburrió de uno de sus perros, el animal sufrió, según la niña, “una caída accidental” desde la ventana de su apartamento.  En otra ocasión, una vecina le prometió a Rhoda un collar muy bello para después de su muerte. Poco después, la vecina apareció muerta tras rodar por las escaleras de su casa. Rhoda heredó el collar.
Pese a su disciplina, buenos modales, y persistentes estudios, Rhoda debe ser cambiada de escuela con frecuencia, tras ser considerada “una niña fría, autosuficiente, que crea sus propias reglas”.  
Tal vez  el atributo principal de la novela es que obliga al lector a ser el tercero en discordia. March tenía la mirada de un entomólogo, y en cada escena hay una narración objetiva, y un subtexto que pone en entredicho cada una de las palabras pronunciadas. Christine, la madre de Rhoda, parece navegar entre el sueño y la pesadilla. Es invitada a una fiesta, y solo contempla al resto de los concurrentes, o emite infrecuentes opiniones, mientras reflexiona sobre su vida secreta.
¿Cuál es la razón de que su hija se haya convertido en una asesina? ¿Existe alguna posibilidad de salvarla de un trágico destino? Christine empieza a interesarse en casos policiales, y descubre que es hija de una asesina que acabó con prácticamente toda su familia para quedarse con la fortuna. Atribuir los crímenes de Rhoda a una herencia simbólica, es quizás el único traspié de March. Un toque a lo Cesare Lombroso que no armoniza con su admiración y conocimiento del psicoanálisis freudiano. Quizás en esa parte específica del relato, March necesitaba un fuerte elemento del potboiler a fin de justificar el intento de asesinato de Rhoda por parte de la madre.
El final de la novela es impecable. En su intento de que la historia no se repita, Christine decide dar a Rhoda píldoras para que duerma el sueño eterno. Luego se suicida alojándose un balazo en la cabeza. Una vecina descubre el cadáver de Christine, y a Rhoda agonizando. Lleva la niña al hospital y le salva la vida. Horas después regresa Kenneth, el ausente padre de Rhoda. La vecina que salvó a Rhoda le dice a su padre: “No desespere señor Penmark. No siempre podemos entender la sabiduría de Dios, pero es necesario aceptarla. No todo le ha sido arrebatado. Al menos Rhoda se salvó. Todavía usted tiene a Rhoda. Debe sentirse muy agradecido”.



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