martes, 23 de agosto de 2016

The Poison Artist. Una novela con la atmósfera y la calidad de un film noir


Mario Szichman



A veces todo un género, literario, teatral, o cinematográfico, surge de la carencia. El neorrealismo italiano,  con esos rostros inolvidables, esas callejuelas que parecen conducir al Monte Calvario, y esos conflictos que comparten el mundo de la picaresca y de la tragedia griega, es resultado de una guerra devastadora, y del apremio de hacer de la necesidad, virtud. Basta mencionar la película Ladrón de bicicletas, un ícono del cine italiano, que ni siquiera contó con intérpretes profesionales –aunque eso sí, fue dirigida por Vittorio de Sica. 
Detour (1945) una joya del film noir norteamericano, está repleto de incoherencias y errores de cámara. Ha sido analizado hasta la última escena. Roger Ebert, un excelente crítico, dijo que la película “está tan llena de imperfecciones, que impediría a su director ser aprobado en una escuela de cine”. (Afortunadamente, el director fue Edgar G. Ulmer, asistente del gran F.W. Murnau en dos clásicos del cine mudo: The Last Laugh y Sunrise). El filme fue rodado en seis días. Sus protagonistas, dijo Ebert, “son un hombre que solo sabe poner mala cara, y una mujer que se burla de todo”. Y sin embargo, “sigue vigente,  inquietante, escalofriante, como la verdadera encarnación del alma condenada de todo film noir. Nadie que lo ha visto puede olvidarlo”. 
Es tan doloroso ver al protagonista (Tom Neal), caer en las garras de una mujer fatal, (Ann Savage), que varios críticos alegaron que la película era la descripción de una pesadilla.
Por cierto, para Ebert, la gran diferencia entre el policial norteamericano y el film noir es que los malos de las películas policiales “saben que son malos, y desean serlo, en tanto el héroe del noir piensa que es un buen tipo emboscado por la vida”. 

Jonathan Moore


The Poison Artist, la primera novela de Jonathan Moore, recuerda mucho la escenografía del film noir, y al protagonista de esas películas. Abunda en sombríos edificios envueltos en la bruma, en este caso, la de San Francisco.  (La niebla era uno de los recursos favoritos en los policiales de la década del cuarenta. Permitía diluir las imperfecciones de los decorados). En cuanto al protagonista, Caleb Maddox, está seguro de que es una buena persona, y que la vida le ha tendido una serie de trampas.
Los personajes del policial suelen ser de dos dimensiones. Detectives como el Sam Spade de Dashiell Hammett, aunque a veces recorren la ley caminando por la cuerda floja, no la transgreden. Pero Maddox, el toxicólogo de The Poison Artist, no pertenece a esa estirpe. Como es el protagonista, el lector apuesta por su integridad moral. Pero, como es al mismo tiempo the fall guy, típico del noir, parece ser habitante y ejecutor de sus pesadillas.
Ya la primera escena marca el tono de la narración. Caleb retorna a su apartamento, se dirige al baño, y observa su frente. “Aunque en la parte trasera del taxi logró frenar la hemorragia”, todavía quedaban “diminutos fragmentos de vidrio alojados bajo la piel, debido al vaso que ella le arrojó”.  Se trata de un vaso de buen cristal, “quizás Murano”. Bridget, su amante, una artista plástica, parece la encarnación de un sueño. Y de repente, tras oír algunas frases que Caleb dijo en el taxi, se enfurece hasta perder los estribos.
Poco más adelante, Caleb recuerda que apenas comenzó a salir con Bridget, ella hirió su pie mientras caminaban en el Golden Gate Park de San Francisco. La mujer se lastimó con un trozo de vidrio, un preludio a la ruptura con el toxicólogo. Como comentario al margen, Bridget se limita a decir: “realmente no me gusta la sangre”.
Y de esa manera, el novelista va instalando, por cuentagotas, las principales claves del misterio. Bridget apuesta a prolongarse en la siguiente generación. Caleb huye de su herencia simbólica.
La sangre desempeña un rol importante en The Poison Artist, pues el protagonista ha recibido de su padre un legado criminal.
Si de influencias se trata, Moore ha revisado de manera minuciosa bastantes novelas y películas de horror. Hay sugerencias  que Maddox es una especie de doctor Frankenstein –el médico, no el monstruo que le usurpó el título. Al igual que Frankenstein, Maddox usa su profesión con fines encubiertos. Su principal investigación se concentra en el análisis de la capacidad del ser humano para enfrentar el dolor. Aunque cuenta con equipos más sofisticados que el del científico loco, sus objetivos son similares.
Un día, un buen amigo y protector, que es además médico forense de la ciudad de San Francisco, le pide a Maddox que lo asista, de manera extraoficial, en una pesquisa. Varios cadáveres han sido encontrados en la bahía. No hay conexión alguna entre ellos, y las causas de las muertes resultan inexplicables. Casi tan enigmáticas como la reticencia de Maddox para intervenir en la averiguación.
Y aquí, nuevamente, hay que volver a Detour, y mencionar también el estilo narrativo de Moore. Es obvio que Caleb Maddox, como el antihéroe de Detour, se está hundiendo en la locura. Por un lado, es brillante en sus análisis. Hay una escena en que explica a su amigo, el médico forense, las causas de muerte de uno de los hombres hallados en la bahía de San Francisco donde combina una prosa sencilla con una sabia descripción de síntomas y probables causas. Que un lego pueda leer hipnotizado la explicación de cómo actúan diferentes componentes del organismo en un caso de infección, demuestra la calidad del narrador. Pues el instrumental ha dejado de ser el escalpelo y algunas substancias conservadas en tubos de ensayo, y reemplazado por espectrógrafos, computadoras, y elementos químicos muy sofisticados.
Moore sabe combinar muy bien diálogos y descripciones. Los diálogos son escuetos, y como suelen decir en estos lares, right to the point. Y las descripciones tienen la nitidez de una fotografía, ya se trate de mostrar la forma de caminar de una persona, o la manera en que se rompe el parabrisas de un patrullero policial cuando choca contra un obstáculo.
Armonizar los métodos del policial con los de la novela de horror suele ser un ejercicio en desencantos. Pero Moore lo consigue al transitar el territorio del suspenso. Un ejemplo: la primera escena, en que la amante de Caleb le arroja un vaso de cristal de Murano contra su rostro, es una de las claves de la novela. Otra clave es la visita de Caleb a un bar, donde conoce – ¿o reconoce?—a Emmeline, enteramente surgida de un film noir de la década del cuarenta.
Finalmente, Caleb Maddox tropieza con la justicia, encarnada en dos policías, que desean interrogarlo sobre uno de los cadáveres hallado en la bahía. El hombre ha sido visto por última vez en un bar, mientras Caleb se hallaba en el lugar. El protagonista se convierte en una “persona de interés” para los detectives.
Es obvio que Caleb tiene una vinculación directa con el caso, a través de sus labores como toxicólogo y de sus indagaciones sobre los umbrales del dolor. Moore nos muestra cómo Caleb empieza a ocultar datos y a mentirle a la policía.
La pesadilla se instala en la vida de Caleb, con ayuda de la bella y misteriosa Emmeline, quien lo induce a beber ajenjo, el mítico licor verde de poetas y pintores, considerado más peligroso y adictivo que muchas drogas, y prohibido durante muchos años en Europa y en los Estados Unidos. (Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Henri de Toulouse-Lautrec, Amedeo Modigliani, Pablo Picasso, Vincent van Gogh, Marcel Proust y Edgar Allan Poe, eran fanáticos de ese licor).
Quizás lo más fascinante de The Poison Artist es cómo, desde la tercera persona, Moore logra contar la historia usando el exclusivo punto de vista de Caleb Maddox. El lector solo se va a enterando paso a paso de su cambiante personalidad. Aunque desea creer en él, siente, al mismo tiempo, que requiere distanciarse de sus obsesiones. Hay algo en Caleb, que discrepa con la visión que tiene de sí mismo. Quizás desde la primera persona, hubiera sido difícil explicar esa mente escindida.
El mundo irreal de Caleb Maddox tiene la cualidad de la pesadilla. Y las pesadillas son siempre más reales que los sueños. Como señalaba Ernest Jones en su libro The Nightmare, no hay nadie que se suicide debido a un mal sueño, pero hay casos en que una persona decide acabar con su vida a raíz de una recurrente pesadilla.
Maddox ha logrado, durante parte de su vida, mantener el ayer alejado de su vida. Pero con Emmeline, ese ayer regresa, lo persigue, no lo deja en paz. Y además, es eterno.
Víctima y victimario de su pasado, Caleb recuerda, en ciertos aspectos, al protagonista de otro gran clásico de la literatura de horror: Doctor Jekyll and Mr. Hyde. Eso no disminuye la calidad de The Poison Artist. Después de todo, no hay temas originales en la literatura; solo la experta combinación de algunos de ellos contribuye a rejuvenecer un género.  


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