miércoles, 14 de diciembre de 2016

Las dos muertes del general Simón Bolívar: “Novela pura, gran novela en el más estricto sentido del término”


En el año 2004, publiqué la novela Las dos muertes del general Simón Bolívar, la segunda parte de la Trilogía de la Patria Boba, que incluye también Los Papeles de Miranda, y Los años de la guerra a muerte. Ya para esa época colaboraba desde Nueva York con el diario Tal Cual de Caracas, que dirigía Teodoro Petkoff. Y Teodoro, con gentileza y afecto, escribió este prólogo, que para mí constituye un enorme galardón. M.S.

                                                       Las dos muertes del general Simón Bolívar:
“Novela pura, gran novela en el más estricto
sentido del término”
Teodoro Petkoff

"No es la muerte lo que me preocupa, sino la inmortalidad, que impide a una persona descansar tranquila en su tumba”, pone Mario Szichman en boca de Bolívar, cuando éste vive sus últimas horas en Santa Marta. No necesariamente incurre el novelista en una licencia literaria. Bien pudo Bolívar haber pronunciado esa frase. Se non é vera, é ben trovatta. Nada de extraño habría sido que El Libertador, tan celoso de su gloria, intuyese que no iba a ser la suya una inmortalidad tranquila. No lo ha sido. Desde que Guzmán Blanco instaló los altares de esta religión laica que es el culto a Bolívar, en ella se han amparado algunos de los más grandes pillos y prevaricadores de nuestra historia, y, sin duda, todos los tiranos o aspirantes a tales, para cohonestar desde latrocinios hasta crímenes de lesa humanidad, escudándose tras la grandeza del caraqueño. Ciertamente, Bolívar no ha podido descansar en paz.
Sin embargo, la religión bolivariana ha producido algunos resultados inesperados para sus creadores y chamanes. Inventada como un artificio para legitimar poderes autoritarios o abiertamente dictatoriales, el mito bolivariano ha prendido en el alma popular venezolana. A pesar de que los sacerdotes de este culto han sido, por lo general, unos tipos impresentables para el venezolano del común, Simón Bolívar es casi un miembro de la familia. Se mantiene con él una relación amable, coloquial, para nada reverencial, como la que se establece con los santos patronos de las festividades religiosas venezolanas. En los altares de cultos populares como el de María Lionza, El Libertador ocupa un espacio propio, en cordial sincretismo con la Diosa, así como con el “Negro” Felipe y con Guaicaipuro. Al igual que las grandes religiones universales, la bolivariana se anida en esos pliegues del espíritu de donde la ciencia no ha podido desalojarlas, proporcionando, como aquellas, consuelo y alivio para las cuitas, no sólo políticas, de sus fieles. “Si Bolívar volviera...”, “Si Bolívar estuviera vivo...”. Por ello, así como la fe de los católicos ha sobrevivido a todos los crímenes y desaguisados que desde su Iglesia y en nombre de ella se han cometido, la fe bolivariana ha resistido todas las trapacerías y sinvergüencerías que se han adelantado colgándose de la guerrera del general.  Es la robustez popular del mito la que mantiene viva la superestructura litúrgica desde donde ofician quienes manipulan, explotan y trafican con la fe bolivariana de los humildes. Estos sepulcros blanqueados, pensaría el agonizante Bolívar, cuando filosofaba sobre la inmortalidad en la cual estaba a punto de entrar, habrían de ser los que le impedirían descansar en paz.
Desde luego que para combatir a impostores y fariseos, que juran el nombre de Bolívar en vano, no es necesario en absoluto demoler al personaje. Esa sería una empresa ociosa, estéril y contraproducente. Entre otras cosas porque su incuestionable fulgor ha sobrevivido hasta a los asaltos de los “bolivarianos”, de los “bolivareros”, de los amantes de la moneda que lleva su nombre. No era poca cosa aquel hombrecito de metro y medio, de rara tenacidad y energía, amén de una sobresaliente inteligencia y de un enorme coraje físico. Un político (lo de militar fue una necesidad accesoria, en quien comprendió que la política que pretendía adelantar sólo era viable por otros medios), de excepcionales cualidades y visión, que, como todo aquel que actúa en política, por supuesto que se contradijo a sí mismo muchas veces, porque, como todos, debía enfrentar situaciones y coyunturas cambiantes, para las cuales no existían, ni podían existir, respuestas unívocas. Su talento fue, precisamente, el de saber contradecirse, el de no aferrarse a posturas dogmáticas. Tal vez leyó a Locke: “Sólo los estúpidos no cambian nunca de opinión”.  Un político de su tiempo, a quien le tocó actuar en medio de turbulencias y tempestades terribles y tomar decisiones muchas veces atroces –que, ciertamente, mal pueden ser  extrapoladas para juzgarlas con ojos de nuestra época-, pero que, sin embargo, aún colocadas algunas de ellas contra el telón de fondo de los paradigmas de aquellos años, resultan harto discutibles. En este sentido, dicho sea de pasada, el lector venezolano tiene a su alcance trabajos esenciales para aproximarse al Bolívar de carne y hueso, que lo despojan de los atributos gargantúescos con los cuales se le ha recargado. Desde la obra seminal de Germán Carrera Damas hasta la reciente de Elías Pino Iturrieta, pasando por la de Luis Castro Leiva, no son pocas las que se han ocupado de desmistificar y desmitificar a El Libertador. Quien, por cierto, una vez reducido a su dimensión humana, nos resulta, paradójicamente, aún más grande que ese que quiere vendernos su mitología, porque en él se confunden, como debe ser, el brillo de sus luces y los abismos de sus sombras. 
Aceptarlo, entonces, como una inevitabilidad en nuestro particular panteón criollo, pero oponiéndose de plano a la utilización instrumental de su figura, sería hoy, tal vez, un criterio para darle paz a su inquieta alma. Dejarlo, al fin, en una inmortalidad tranquila, sin querer atribuirle otras virtudes que las que su época le permitía exhibir ni excusando sus debilidades, sin las cuales su condición humana sería reducida a puro misticismo. Asunto, hoy día, más pertinente que nunca, porque ya se sabe que el culto bolivariano se encuentra hiperestesiado de un modo grotesco, por una “revolución” (comillas indispensables) que procura fundarse  más sobre su figura deificada que sobre su pensamiento -del cual se hacen citas “todo terreno”, abusivamente descontextualizadas-, pero incluso falsificando o distorsionando las respuestas, tanto de pensamiento como de acción, que en su azarosa vida dio a las circunstancias  y que posteriormente sirvieron para construir el mito. Carente de pensamiento teórico, Hugo Chávez quiere hacer del Bolívar ad usum que ha fabricado, el cemento de esa quincalla ideológica que es su movimiento político, manipulando obscenamente la devoción sin pretensiones que los humildes sienten por El Libertador.
En este sentido, este libro de Mario Szichman, argentino de nacimiento, pero que se ha dedicado a querer a Venezuela, sobre cuyas gentes e historias ha escrito otros textos, constituye una notable aproximación novelística al ciudadano y general Bolívar. Nada puede ser más peligroso que hacer ficción sobre personajes que dejaron historia e historias, documentadas en miles de páginas. Se corre el inmenso riesgo de traicionar al protagonista, transformándolo en un constructo meramente ideológico, tanto para bien como para mal –y por lo general, para mal. O también se puede perpetrar una de esas horribles biografías noveladas, equivalentes a una segunda muerte de la infortunada víctima. Szichman elude ambas trampas y con indudable maestría narrativa y profundidad y agudeza discursiva, nos entrega un Bolívar que, preparándose para morir, revisa su vida sin complacencia ni autoindulgencia, dialogando con el pequeño entorno que lo rodea o consigo mismo. En la novela toda la acción está en la mente de Bolívar y en las reflexiones que comparte con el reducido grupo de sus interlocutores en San Pedro Alejandrino. Hay una suerte de técnica cinematográfica, de sucesivos flashbacks, que van llevado a Bolívar hacia atrás en su vida, en una incesante seguidilla de recuerdos y densas meditaciones alrededor de ellos.
Cuando Perú de Lacroix le pregunta qué diferencia hubo entre la barbarie de Boves y el “rigor en el trato al enemigo” que dispensaban los patriotas, antes de responderle Bolívar se hunde en su pensamiento. “Es cierto, prácticamente cada acto cometido por Boves ha tenido su remedo en algunos de los nuestros. ¿Que Boves mató a ancianos, mujeres y niños? ¿Y qué hizo el coronel patriota Campo Elías cuando llegó a Calabozo? Una cuarta parte de la población fue pasada a cuchillo porque se declaró realista. ¿Saqueos? Los nuestros superaron en ocasiones a los cometidos por los Infernales de Boves. ¿Atrocidades? El Diablo Briceño ascendía a sus soldados según las cabezas de godos que cortaban. Quien le traía veinte cabezas era designado alférez. Con treinta cabezas se conseguía el rango de teniente. Con cincuenta, el de capitán. Entonces ¿qué nos diferencia de Boves?”
Ante la insistencia de quien habría de ser su más fiel cronista, Bolívar reflexiona en voz alta: “¿Quiere un consejo, don Luis? Nunca consulte historias de pueblos famosos. Nada va a ganar leyendo a Tácito. Si quiere descubrir el poder desnudo, libre de las trampas de la retórica, estudie la historia de pueblos desconocidos, nuestra historia. Una historia que creamos, redactamos y reinventamos cada día con impunidad. ¿O cree que algún Guizot se va a tomar el trabajo de viajar hasta estas playas para confirmarla? Decenas de brutos con copiosos apellidos ocupan el centro de la escena, cometen atrocidades, y son relevados por otros bárbaros con apellidos dispensados en alguna parroquia que cometen atrocidades peores”.
Pero, de Lacroix no se conforma y repite: “Tiene que haber una diferencia”. “Claro que la hay” dice el moribundo, “La diferencia es que nosotros ganamos y que Boves perdió”. Y un Bolívar que viene de regreso de todo, remata implacablemente: “¿De dónde sacó la idea de que los buenos siempre terminan derrotando a los malos? Los buenos son una corrección tardía. Los buenos son la gente mala que llega al poder”.
Nuestra guerra de independencia no puede haber sido nada muy diferente a lo que Szichman recrea en cabeza de Bolívar.  “El tiempo está detenido en polvorientas sequías que preceden a lluvias interminables”. “En ese paisaje invariable es posible elevar un catastro de nuestros distintos tipos de desaliento. Basta analizar a qué distancia botamos nuestras armas, en qué sitio decidimos comernos a nuestros caballos, en qué momento las espuelas fueron desuncidas de nuestros talones y comenzaron a ser blandidas en los puños para zanjar disputas. Y de la misma manera que el perro sigue las huellas del excremento del león, las huestes de Boves siguen la pista de nuestra disentería para acosarnos en la fuga”. “La sed es tan grande que los soldados deben beber en zanjas donde hay soldados y caballos muertos. Y las batallas son siempre imprecisas. Ese es el problema con la guerra de exterminio. No hay victoria ni derrota. Sólo cuando un ejército puede hacer una ecuación entre muertos y cautivos empieza a tener una idea de todo lo que le falta por alcanzar...Sin rendición en masa nunca habrá esperanzas de victoria. Y ese fue mi error durante la guerra a muerte. No podíamos calcular el número de presos, ni darles ilusiones a los godos...ofrecerles algo a cambio de su perverso orgullo...La única circunstancia afortunada fue que el imperio español, en su destructiva grandeza, creyó que éramos inferiores”.
En ese viaje hacia el fondo de sí mismo, como en una película en la cual cada secuencia se va disolviendo en la que la precede cronológicamente, Bolívar se reencuentra con los episodios más trágicos y turbios de su peripecia personal, aquellos que involucraron a Francisco de Miranda y a Manuel Piar, que siente necesario explicar, y explicarse a sí mismo, como producto de una suerte de raison d́'Etat, pero, al mismo tiempo, los remordimientos por la entrega de uno y el fusilamiento del otro, no dan descanso a su alma atribulada. ¿Los tuvo realmente Bolívar o ya cuando agonizaba se le habían borrado de la mente? Imposible saberlo, pero el monólogo interior alrededor de los dos personajes de sus tormentos es tan persuasivo que nadie podría afirmar tajantemente que tal cosa nunca pasó por su cabeza. Del mismo modo, de qué hablaron Bolívar y San Martín, en Guayaquil, nunca se supo. Ninguno de los dos dejó acta de esa conversación. Sin embargo, Szichman inventa un diálogo tan absolutamente verosímil que cuesta trabajo imaginarlo pura ficción. Porque un gran atributo de este libro, finalmente, es que aún basado en hechos ciertos y corroborados, lo que Bolívar piensa y dice de ellos, lo que elabora en torno a ellos, a través del escritor, es novela pura, gran novela, en el más estricto sentido del término. Mario Szichman nos ha dado un texto del cual se guardará memoria. 

Caracas, 21 de mayo del 2004

En fecha reciente, la editorial Catalá/Centauro Editores, lanzó la segunda edición impresa de Las dos muertes del general Simón Bolívar. La versión digital de la novela se puede obtener en los siguientes outlets: Amazon; Barnes & Noble; Powell’s Books; Books-A-Million; Ingram; Baker & Taylor; NACSCORP; y Bookazine, entre otros.

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