miércoles, 7 de diciembre de 2016

Los peligros de la sexualidad explícita

Mario Szichman



Howard Hawks
El señor Jourdain, protagonista de El burgués gentilhombre de Moliére, descubría un día, perplejo, que todos los seres humanos hablaban en prosa.
En estos días me ha ocurrido algo similar tras leer The Grey Fox of Hollwyood, de Todd McCarthy, una biografía del director de cine Howard Hawks. Descubrí que si todos los seres humanos hablan en prosa, todos los escritores solo parecen hablar de sexo. La sexualidad, encubierta o desaforada, nunca se halla muy alejada de la narrativa, del teatro, y está siempre presente en el cine.
Tal vez el mayor impulso que recibió la sexualidad en la pantalla grande provino de los censores de Hollywood. Existe una separación de las aguas en los filmes anteriores o posteriores al código Hays, que institucionalizó la manera de censurar.
Estados Unidos es uno de los países más puritanos del mundo. Y las ligas de moralidad, son casi tan antiguas como su fundación. Con el surgimiento del cine, esas ligas tuvieron su agosto, y Hollywood se convirtió en centro de todas las campañas destinadas a combatir la perversión. Intentando anticiparse a la tempestad, directivos de los estudios cinematográficos crearon en 1922 The Motion Pictures Producers and Distributors Association. La intención era la autocensura, para anticiparse a que seres extraños a la industria decidieran usar sus criterios morales.
La asociación fue liderada por Will H. Hays, un abogado republicano con buenos contactos en las altas esferas. Aunque Hays intentó frustrar los intentos de que el gobierno federal censurara los filmes, su opinión sobre qué debía ser eliminado de las películas, tampoco resultó muy saludable. El funcionario creó una lista de temas o situaciones que debían eliminarse de los rodajes. Oficialmente, era conocida como La fórmula. Pero, para los productores y guionistas de Hollywood, era conocida como la lista de “no hagan esas cosas feas, y actúen con precaución”.
En 1930, Hays creó el Comité de Relaciones de Estudios Cinematográficos para implementar la autocensura. Pero los productores de Hollywood se le rieron en la cara, pues no había instrumentos legales para hacer cumplir las normas.
Luego, con la llegada del sonido a las películas, en 1927, se acrecentaron las exigencias para forzar a los ejecutivos de Hollywood a cumplir el código. Como explicó Alfred Hitchock en su célebre libro de entrevistas con su colega Francois Truffaut, el cine mudo permitía libertades vedadas al cine sonoro. Inclusive, cuando una película era un fiasco como drama, comentó Hitchcok, bastaba incorporarle subtítulos ingeniosos, y transformarla en una comedia.
En ese umbral del cine mudo al sonoro, el diablo metió la cola. Martin Quigley, propietario de una influyente revista de cine, inició una campaña para ampliar el Código Hays. Además de incluir más temas prohibidos, planteó la necesidad de promover la moral de los espectadores y obligarlos a acatar los principios de la teología católica. Así surgió el llamado Código de Producción.
Al principio, algunas circunstancias se confabularon para convertir ese código en papel mojado. La principal fue la Gran Depresión que afectó a decenas de millones de estadounidenses a partir del derrumbe de la Bolsa de Nueva York en 1929. Los estudios necesitaban convencer a los espectadores de la conveniencia de pasar algunas horas en compañía de seres semidesnudos o incursos en toda clase de pecados, especialmente la propensión a las relaciones extramaritales. Eso creó un subgénero cinematográfico, el llamado Pre-Code. A partir de la década del sesenta, una vez el código fue abolido, varias productoras ganaron mucho dinero ofreciendo a la venta esos filmes no censurados.
Hay excelentes muestras de ese Pre-Code, especialmente en los famosos musicales de Busby Berkeley. Si se comparan sus musicales sin censura, como Footlight Parade, 42nd Street y Gold Diggers of 1933 con los numerosos que creó luego, especialmente Dames, o Gold Diggers of 1935, se descubrirá un paulatino revestimiento del cuerpo de las coristas.
Para el año 1934, Joseph I. Breen se convirtió en el Gran Inquisidor del código de producción. Breen tenía un poder casi omnímodo revisando guiones, escenas, y hasta la ropa de actrices y actores. Una de las primeras víctimas fue nada menos que Tarzán de los monos. Fugaces escenas de una mujer desnuda en Tarzan and His Mate, fueron eliminadas de la película. Luego, en 1943, vino el famoso incidente con el western The Outlaw. Breen negó la aprobación al filme porque en la publicidad previa otorgaban gran importancia a los senos de la actriz Jane Russell. El estreno de la película se postergó varios años.

Entre tanto, Estados Unidos libraba una guerra contra las potencias del Eje junto con sus aliados, Gran Bretaña, la Unión Soviética y Canadá. Como parte de la propaganda, Hollywood produjo numerosos filmes bélicos. Las escenas eran mucho más horrendas que el físico de Jane Russell. Pero la obscenidad de la guerra era aceptable, no la sensualidad de la actriz.
Uno de los grandes directores que se atrevieron a desafiar el código en la década del cincuenta fue Otto Preminger. En 1953, filmó The Moon is Blue. Es la historia de una adolescente que enfrenta a sus dos pretendientes señalando que su propósito es conservar la virginidad hasta el casamiento. Fue el primer filme en la historia del Post-Code code donde pudieron usarse las palabras “virgen”, “amante” y “seducir”.
Pero Preminger era un veterano a la hora de burlarse del código. Fallen Angel, un magnífico filme de la década del cuarenta, protagonizado por Dana Andrews, muestra una escena en una comisaría donde un jefe de policía tortura a un preso. El código no permitía ese tipo de situaciones, pues ponía en duda la proverbial honestidad de la policía. 


Preminger filmó luego The Man with the Golden Arm (1955), donde Frank Sinatra interpretaba a un drogadicto, y Anatomy of a Murder (1959) en que el tema era la violación de una mujer, y la venganza que concretaba su esposo.
Ya para ese momento, el código, aunque vigente, estaba muerto. Además, los guionistas habían aprendido maneras de eludir la censura. Quizás el mejor film de gángsters de la historia de Hollywood es White Heat, protagonizado por el grande entre los grandes, James Cagney. Filmado en 1949, y dirigido por Raoul Walsh, cuenta la historia de un villano, Arthur "Cody" Jarrett, jefe de una banda de criminales que además es un demente. Pese a estar casado con Verna (Virginia Mayo), el verdadero amor de Cody es su madre "Ma" Jarrett (Margaret Wycherly). Y eso se exhibe de manera muy explícita. Cada vez que Cody es aquejado por terribles dolores de cabeza, se encierra con su madre en un cuarto, quien lo sienta en su falda y lo acaricia. El amor entre ambos es tan manifiesto, que todavía se desconoce cómo la película pudo pasar la aprobación del censor.
Los filmes producidos a partir de la década del sesenta, más osados en sus temas, nunca tuvieron la calidad de aquellos hechos durante las décadas del treinta y del cuarenta. La sexualidad explícita muy difícilmente cautive al espectador. En un filme de Stanley Kubrick, La naranja mecánica, se torturaba al protagonista mostrándole algunas escenas de campos de concentración y otras eróticas. Al cabo de un tiempo, había que ponerle una especie de grampas en los párpados, para que no los cerrara durante la proyección de los filmes. El erotismo desenfadado era para el personaje principal tan desagradable como la contemplación de cadáveres empujados con palas mecánicas. Es mejor mantener en secreto el misterio de dos cuerpos que se aman. La intimidad no es un invento de los puritanos. Por alguna extraña razón, toda ilusión que se protege entre cobijas, luce mejor.


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