Para
Carmen Virginia Carrillo,
con
recuerdos de Mick Kelly,
fervorosa
aprendiz de milagros.
Si
bien su cuerpo se extinguió,
persiste
imperturbable
su
luminoso amor por la vida.
Los buenos libros nunca nos dejan en
paz. Además de evolucionar con nosotros, contradicen nuestras emociones. En
ocasiones, empezamos a detestarlos. No siempre se muestran indulgentes. Tienen
la mala costumbre de regañarnos de manera constante. Pueden tener setenta
páginas, o mil quinientas. Siempre, resultan inesperados. Aunque son producto
de autores, nunca son totalmente creados por ellos, pues abundan las
transcripciones, ya se trate de cuentos o de escritos sagrados.
Como esos manuscritos que un amanuense
descubre en una gaveta, o detrás de un armario, forman parte de la memoria de
la tribu. Cervantes era adicto a esos descubrimientos. A cada rato, la
narración de Don Quijote se
interrumpe por esos cuentos cortos que nada tienen que ver con los avatares del
protagonista. (Robert Louis Stevenson era otro aficionado a esos hallazgos. Y
Dostoievski incorporó uno de esos relatos ajenos a su prosa, “El Gran
Inquisidor”, en Los hermanos Karamazov).
Esos libros tan especiales cuentan con
algunos atributos: su lerdo deslumbramiento, la aparición de personajes o
situaciones que no figuraban en nuestro canon de lectura, o en nuestras
expectativas de vida, y el hábito del autor de mantenerse en un discreto segundo
plano, para que nadie lo culpe por revelar incómodas verdades.
Esos textos necesitan relecturas. Es
muy difícil que nos persuadan la primera vez. Solo al cabo de un tiempo, como señala
la expresión en inglés, They grow on us.
Cuando los analizamos como una novedad, es más el fastidio que la fascinación.
Se enfrentan con nuestro estilo de vida, o nuestra manera de pensar, de examinar
el mundo. No temen denunciar nuestra hipocresía. Y eso irrita. Vivimos
encarcelados en los modales que aconseja nuestra sociedad. Tenemos dos
posibilidades: o transigimos con ella, o nos convertimos en excéntricos, de
aquellos que son saludados de manera afable por seres que nunca más querrán circular
por nuestras vidas.
The
Heart is a Lonely Hunter, de Carson McCullers
(1917-1967) es un libro excepcional en las letras norteamericanas por varias
razones: por las verdades que enuncia, por la serenidad con que las enuncia,
por su tragedia, y porque, pese al discreto segundo plano de la autora, esa
tragedia la encarna, y posiblemente la condujo a la destrucción.
McCullers comenzó la novela cuando
tenía 20 años. La publicó en 1940, cuando tenía 23. Oriunda de Columbus,
Georgia, en The Deep South de Estados
Unidos, trató de reflejar, en una prosa que suponía realista, las costumbres y
desdichas de sus pobladores en un país que recién comenzaba a emerger de la
Gran Depresión. Pero su propósito fue trastocado mientras redactaba la novela. Intentó
hacer la radiografía de un pueblo acosado por la miseria, el prejuicio, la
desesperanza, y terminó redactando una alegoría. Quiso hacer realismo, y el
realismo quedó cancelado por un tono que se acerca más al grotesco de Erskine
Caldwell, o al gótico de William Faulkner.
Sin excepciones, sus principales
personajes integran el elenco estable de los misfits y de los freaks,
seres inadaptados y esperpentos, como surgidos de una película de Ted Browning.
No han crecido en un lugar, sino brotado de manera inesperada, tras algún
cataclismo, sin importar la clase de portento. Además de carecer de raíces,
esos seres resultan imposibles de transplantar. Son marginados que buscan a
marginados, ya sea para odiarlos, o para protegerlos, aunque la torpe
protección supera a la animosidad.
John Steinbeck escribió una gran novela
ambientada en la misma época, aunque en California: The Grapes of Wrath. Pero su texto es realista. El ser humanos está
sometido a los rigores del clima, enfrentado a la sequía, a la lucha por la
subsistencia. El cuerpo predomina, las pasiones están a flor de piel. En
cambio, los personajes de Carson McCullers deambulan por su población
intentando sobrevivir, —lo más desconcertante, con dignidad—, y en sus
respectivos periplos asumen el rol de fantasmas. Sí, la carne existe, con sus
deseos y fantasías, con sus perversas transgresiones. Pero es más excusa que
realidad.
Hay una sexualidad exacerbada, aunque
casta, en todos los personajes. El deseo está en todas partes, pero nunca
consumado. Hombres adultos desean a menores, la amistad casi se confunde con la
homosexualidad, sin concretarse.
¿Quién protagoniza The Heart is a Lonely Hunter? Hay varios candidatos. ¿La adolescente
Mick Kelly? Es posible. La música es su forma de trascender. Otros críticos se
inclinan por el sordomudo John Singer, un judío. Singer significa cantor, y es
irónico que se le aplique ese apellido a una persona que solo habla por señas.
Ya en los primeros párrafos de la
novela, McCullers estableció el tema. “En los rostros que había en las calles”,
dice, “existía la desesperada contemplación del hambre y la soledad”.
En tanto Mick Kelly, a quien conocemos
cuando tiene 12 años de edad, está acosada por la soledad, ansiosa de ser
amada, y sumergida en un mundo de música que la transporta en algo muy similar
a la alucinación (de manera evidente es la encarnación de la narradora), su
contraparte, el sordomudo Singer balancea su narcisismo.
El primer capítulo de la novela
pertenece justamente a Singer, quien trabaja en un negocio de joyería. Su único
amigo es el griego Antonapoulos, también un sordomudo, un ser obeso, a quien
solo le interesa satisfacer su apetito. “Excepto por la bebida y por cierto
solitario placer secreto”, dice McCullers de Antonapoulos, “lo que más le
gustaba en el mundo era comer”.
Y la tragedia comienza cuando el griego
muestra síntomas de extravío y es internado en un hospital psiquiátrico,
sumiendo a su amigo en la pesadumbre.
Singer se reubica en una pensión
administrada por los padres de Mick, y a partir de ese momento, comienza a
entrecruzar su vida con la de cuatro personas: la adolescente, Biff Brannon,
propietario de una cafetería; Jake Blount, un vagabundo, sindicalista y
alcohólico, y Benedict Mady Copeland, un médico negro, abrumado por el racismo,
quien intenta inculcar en su prole los valores de la dignidad y de la rebeldía.
(Uno de sus hijos es bautizado Karl Marx).
De manera sutil, el sordomudo Singer
despierta en quien lo conoce, una misteriosa atracción. “Sus ojos hacían pensar
a las personas que oía cosas que nadie jamás había escuchado, que sabía cosas
que nadie antes había adivinado. No parecía humano”, indica la narradora. Y en
determinado momento, Singer se transfigura “en una suerte de Dios casero”.
De Ring Lardner, un excepcional
cuentista norteamericano, decían que “describía personajes, cuando éstos creían
que nadie los estaba observando”. McCullers tenía esa mirada. Era infatigable
en su capacidad de observación. Y, al mismo tiempo, exhibía gran porfía en
despojar a un personaje de su piel, y analizarlo sólo como un ser humano. Con
la excepción de Faulkner, nadie describió a los negros y a los blancos con
pareja imparcialidad. A veces, inclusive, resulta difícil distinguir quién es
negro o blanco en la novela, excepto por cierta manera de construir la frase, o
el dramatismo de una situación.
Quizás por la influencia del cine en
blanco y negro de su época, con sus dramáticos contrastes, la escritora parecía
seguir a sus personajes con un reflector. De repente iluminaba a uno de ellos,
y comenzaba a acosarlo a fin de descifrar su historia. No hay principio ni
final en ellos. Son castigados por algún drama que les otorga tres dimensiones.
Y excepto escasas anomalías, saben arrostrar los infortunios con ecuanimidad.
La manera de narrar de McCullers es por
el revés de la trama. Un episodio muestra a los blancos observados por los
negros, y otro a los negros contemplados por los blancos. Hay múltiples puntos
de vista, pero una profunda necesidad de entender, de actuar, de aliviar la
congoja.
Algunos críticos ya veteranos, han
comentado las dos o tres lecturas de The
Heart is a Lonely Hunter que han emprendido a lo largo de sus vidas. Cada
lectura ha sido distinta, y enriquecedora. Los personajes han madurado tanto
como los lectores. A veces, han adquirido una sabiduría y amabilidad de la cual
parecían privados en el ritual de iniciación.
Tal vez eso tiene que ver también con
la transformación de Carson McCullers mientras escribía su novela. Llegó un
momento en que dejó de escribir, y comenzó a escuchar las diferentes voces que
clamaban por ser oídas en su relato.
En un momento de la novela, Biff
Brannon, el propietario de la cafetería, le pregunta a Jake Blount, el
vagabundo, sindicalista y alcohólico: “Si pudieses elegir una época de la
historia en que podrías haber vivido ¿qué época habrías seleccionado?”
Es una buena pregunta, e imposible de
responder. Cada época en que vivimos nos ofrece algunas migajas, y niega todo
aquello que consideramos importante. Fragmentos inconclusos de nuestra
existencia pasan ante nuestros ojos sin que podamos entender el significado.
Transitamos por el mundo afrontando traumas y recuerdos, reaccionando ante
eventos que consideramos significativos, y que al cabo de un tiempo pierden
toda importancia.
Aunque Biff Brannon no sabe decidir cuál
es la mejor época de la historia para vivir, sabe qué le gustaría encontrar en
ella: “Un atisbo de lucha humana, y de coraje. El incesante flujo del pasaje de
la humanidad a través del tiempo interminable. Para aquellos que trabajan, y
para aquellos que aman”.
McCullers nos enseña que mientras
vivimos, no hay principio ni final. Afortunadamente, Dios es grande y es
nuestro perpetuo perdonavidas. Hasta el momento en que cesa de perdonarnos.
La vida, nos demuestran los grandes
escritores, se basa, en buena parte, en la necesidad de ser olvidados y
perdonados. Y marchamos tanto tiempo a la deriva, que ni siquiera sabemos que
vendrá primero, si el olvido, o el perdón.
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