domingo, 2 de abril de 2017

Diversiones de antepasados ilustres


Mario Szichman


Antoine de Sartine fue jefe de la policía de París entre los años 1759 y 1774, durante el reinado de Luis Quince de Francia. Según contó François Vidocq en sus memorias de rapiña y redención, Sartine usaba a sus presos más diestros como espectáculo para complacer a poderosos invitados.
“Ignoro el tipo de individuos que reclutaba como policías”, dijo Vidocq en sus memorias. “Pero sé muy bien que bajo su administración, los ladrones eran seres privilegiados, y abundaban en París”.
Sartine se interesaba “muy poco revisando las tareas” de los ladrones, indicó Vidocq. Pero sí se lucía con ellos. “De tanto en tanto, cuando uno de los ladrones le parecía inteligente, se divertía con ellos”.
Por ejemplo, si un extranjero prominente llegaba a París, Sartine ordenaba a los delincuentes con mayor experiencia que le hurtaran algún objeto. Luego, ordenaba poner carteles en París, donde se ofrecían cuantiosas recompensas para quien localizara el botín. Una vez la víctima del robo se presentaba en la jefatura de policía, Sartine lo invitaba a su despacho y le entregaba las prendas robadas. De esa manera, podía demostrar que la policía francesa era la mejor del mundo, y él, un funcionario irremplazable.
En ocasiones, según Vidocq, Sartine llamaba a los ladrones más meritorios, y los arengaba de ésta manera: “Caballeros, el honor y la reputación de los ladrones corre peligro. Por ejemplo, me dicen que no pueden concretar cierto robo. El dueño de objetos de valor está en guardia día y noche. Les ruego que forjen sus planes. Además, recuerden que también mi honor está en juego, pues he jurado a algunos amigos que coronaremos la empresa con éxito”.
Vidocq aseguraba que embajadores, príncipes, en una ocasión el propio monarca de Francia, engalanaron con su presencia esos juegos de vigilantes y ladrones.
“En esta época, apostamos a la velocidad de un caballo”, decía Vidocq. “En la época de Sartine, se apostaba a la destreza de un cortabolsas”.
Vidocq sugería que la pericia de un ladrón era un invento de la policía. Los ladrones no eran tan hábiles como se creía. Cuando algún delincuente no acataba las reglas del juego impuestas por Sartine, de inmediato era apresado, y enviado a prisión en las colonias, de las cuales, muy pocos retornaban vivos.
Tan poco temibles eran esos ladrones, que a veces eran usados como objetos de trueque en juegos de seducción. Un ladrón era invitado a una vivienda de una persona de alcurnia para mostrar cómo podía abrir una caja fuerte en escasos minutos. Si una mujer presente se compadecía del desdichado atracador, Sartine ordenaba ponerlo en libertad, a cambio de obtener favores de la señora.
Las Memorias de Vidocq indican que la corrupción de su tiempo estaba tan extendida, que era difícil distinguir entre policías y ladrones. Su carrera lo demuestra. Cuando se puso del lado de la ley, acabó con muchas bandas de salteadores simplemente golpeando a la puerta de sus viviendas y llevándolos a la cárcel. Aquellos de sus ex compañeros realmente inteligentes y audaces, fueron reclutados y provistos de uniformes. En muchas ocasiones, la superioridad hacía la vista gorda a sus tropelías, o compartía el botín. “Nadie les exigía abandonar su lucrativa profesión de saquear bolsillos ajenos”, decía Vidocq. “Solo que denunciaran a sus camaradas”.

LA CARGA DEL HOMBRE BLANCO


La “Venus hotentote”, una mujer africana, fue exhibida como un monstruo en Londres y en Paris, a comienzos del siglo diecinueve. Luego de su muerte, a los 25 años de edad, sus genitales fueron conservados en una campana de cristal, en Le Musee de l'Homme, en París.
Saartjie Baartman, el nombre real de la “Venus hotentote”, contaba como principal atributo con unas enormes nalgas. Su cuerpo, que duró escasamente sobre la tierra, tuvo sin embargo un inmenso impacto en los años posteriores a su muerte. Se estima que su paso por el mundo contribuyó a fundar en Europa el llamado “racismo científico”. Todo parecía demostrar, a los iluminados antropólogos de la época, que solo los europeos eran la raza elegida. El resto de quienes habitaban la tierra eran seres inferiores, afectados por toda clase de anomalías.
Saartjie o Sara Baartman, fue trasladada de Sudáfrica a Inglaterra en 1810, posiblemente como esclava, y exhibida en la Sala Egipcia de Piccadilly Circus, en Londres, en noviembre de 1810. La mujer abandonaba una jaula emplazada sobre una plataforma, y era presentada ante los espectadores como un tipo especial de bestia.
Años después, alrededor de septiembre de 1814, un hombre, Henry Taylor, se mudó con Sara a Francia. Taylor la vendió a un domador de animales, S. Réaux, quien la exhibió durante quince meses en el Palais Royal, donde causó sensación. Sus desproporcionadas zonas erógenas parecían confirmar que pertenecía a una primitiva etapa de la evolución humana.   
Naturalistas franceses la visitaron, entre ellos George Cuvier, fundador de la disciplina de anatomía comparada.
Baartman murió en diciembre de 1815, tras una severa inflamación. Se supone que la causa fue viruela. Y aunque el científico Cuvier disecó su cuerpo, no se preocupó de hacerle una autopsia, a fin de averiguar las causas de su muerte. Al parecer, Cuvier solo se interesaba por los seres humanos, y Sara no pertenecía a esa categoría. Su interés en la mujer era confirmar sus sospechas de que individuos de otras razas, como los africanos, eran el eslabón perdido entre los animales y seres superiores como los franceses.
Cuvier logró interpretar los restos, a fin de acomodar sus hallazgos a sus teorías sobre la evolución racial.  Logró tropezar con lo que había buscado. Era evidente que la Venus hotentote poseía rasgos simiescos. En uno de sus trabajos explicó que sus pequeñas orejas eran muy parecidas a las de un orangután. Y su vivacidad, cuando aún caminaba en este mundo, podía compararse a la de un chimpancé.
Los restos de Sara fueron exhibidos tras su muerte en el Museo del Hombre de París. Durante un siglo y medio, los visitantes pudieron observar la disección de Cuvier: su cerebro, su esqueleto, y sus genitales, además de un vaciado en yeso de su cuerpo.
Recién a fines de la década del sesenta del siglo pasado, varias feministas denunciaron que la exhibición en el museo parisino era una afrenta a la mujer.
La Francia donde pululaban fenomenólogos, existencialistas, recreadores del psicoanálisis y famosos y aggiornados antropólogos como Claude Levi Strauss, descubrió que en pleno París, había una especie de monumento al racismo, ejemplificado por partes seccionadas del cadáver de la Venus hotentote. El esqueleto cesó de ser exhibido en 1974, y el vaciado en yeso del cuerpo, en 1976. Sus restos fueron devueltos a Sudáfrica en el 2002 y recibieron una digna sepultura en Cabo Oriental.
Sara Baartman no fue el único personaje exhibido como una anomalía en un museo. Durante buena parte del siglo diecinueve,  y en casi la primera mitad del siglo veinte, las presuntas ciencias plagadas de racismo florecieron en Estados Unidos y en Europa. Rasgos fisiognómicos considerados bestiales, adornaron las páginas de los libros de Cesare Lombroso, o periódicos como Der Stürmer publicado por Julius Streicher en la Alemania nazi.
Cuando el paleontólogo Stephen Jay Gould visitó el museo parisino, antes de que se borraran las huellas de la presencia de la Venus hotentote, observó que las partes pudendas de la mujer se hallaban en compañía de “los genitales disecados de tres mujeres del Tercer Mundo”. En cambio, dijo Gould, “no encontré en el museo ningún cerebro de mujer. Tampoco había genitales masculinos adornando la colección”. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario