domingo, 23 de abril de 2017

El criminal y policía más influyente en la historia de la literatura


Mario Szichman



Sin Eugène François Vidocq, no existiría Los Miserables, de Victor Hugo, o, al menos, buena parte de su trama. Sobresalientes novelas de Honorato de Balzac como Papá Goriot, o Ilusiones Perdidas serían muy distintas si se excluyese a Vidocq/ Vautrin convertido luego en el falso abate Carlos Herrera de Esplendores y miserias de las cortesanas, una de las narraciones más subversivas de Balzac. Herrera es un homosexual que intenta seducir al empobrecido noble Eugene de Rastignac. (En la Francia actual, Rastignac es sinónimo de arribista). 
Dos de los principales personajes de Los Miserables están inspirados en Vidocq: Jean Valjean, un delincuente reformado, y su constante perseguidor, el inspector de policía Javert.
Alejandro Dumas convirtió a Vidocq en Monsieur Jackal, y le ofreció el rol protagónico en Les Mohicans de Paris.
Uno de los folletines más famosos de la historia, Los Misterios de París, de Eugene Sue, cuenta con el policía Rodolphe de Gerolstein como encargado de imponer justicia. También se basa en Vidocq. El delincuente que fue luego primer jefe de la Seguridad Nacional en las postrimerías del gobierno de Napoleón, también sirvió de modelo para el detective Lecoq,  creado por Emile Gaboriau, otro folletinista que merece ser revisitado por sus novelas de misterio y crimen. A su vez, Monsieur Lecoq, fue la principal influencia en la invención de Sherlock Holmes, el inigualable personaje de Arthur Conan Doyle.
C. Auguste Dupin, el  primer detective de la ficción estadounidense, está inspirado en Vidocq. Apareció en el relato de Edgar Allan Poe The Murders in the Rue Morgue. Y luego, en El misterio de Marie Roget, y en La carta robada.
La ciudad de París, el setting elegido por Poe, es el más claro homenaje que ofreció a Vidocq el escritor norteamericano. Es imposible imaginar otra urbe para emplazar a Dupin. Aunque Poe vivió en Boston, Filadelfia, Nueva York, y trabajó varios años en Baltimore —ya en esa época importantes ciudades de Estados Unidos— necesitaba un contexto decadente que hiciera creíbles las aventuras del detective y, especialmente, su manera de razonar. Dupin es un lánguido detective, posiblemente opiómano, que vegeta en ambientes sombríos, por lo tanto, su residencia en París cumple con todos los requisitos.
Vidocq es también mencionado en dos novelas de Herman Melville: Moby Dick, y White Jacket,  y, aún más desconcertante, en Great Expectations, de Charles Dickens.



En The First Detective, The Life and Revolutionary Times of Vidocq[i], James Morton nos transporta, con el entusiasmo de un adolescente, por la vida primero criminal y luego justiciera de Vidocq, intentando, al mismo tiempo, desbrozar la realidad de la leyenda. Fundamenta el ensayo en las memorias del exconvicto narradas desde el altar de la respetabilidad.
Algunos críticos siempre sospecharon que los letrados amigos de Vidocq, especialmente Balzac, contribuyeron a editar el manuscrito. Y aunque Vidocq evitó revelar muchas de sus fechorías, pues inclusive cuando ya era jefe de policía las condenas por algunos de sus delitos seguían vigentes, su muestrario de perfidias, escapes, perversidades, más escapes, y más infamias, resulta suficiente para llenar varias bibliotecas.
En realidad, desde el punto de vista de un protagonista que siempre estuvo de ambos lados de la ley sirviendo a las autoridades a través de la delación de sus cómplices, y favoreciendo en ocasiones, en su disfraz de respetable funcionario, a sus excamaradas, Vidocq carece de rivales. Si a eso se añade el incomparable telón de fondo en que actuó, la pregunta es hasta qué punto su vida no fue escrita por la historia. William Faulkner, decía en su introducción a El sonido y la furia, que uno de sus personajes podría haber formado parte de esa “deslumbrante galaxia de exquisitos canallas que eran los mariscales de Napoleón”.  Los rufianes y malhechores que transitaron los bajos fondos de París y de la entera Francia durante esa época de continuos terremotos políticos, solían ser “bigger than life,” y Vidocq nunca menospreció sus atributos.
El creador de la Sureté vivió la maldición de transitar períodos muy interesantes. Empezó su carrera tras la toma de La Bastilla, y la continuó durante el Reino del Terror. En los años del imperio de Napoleón observó eventos desde ambos lados de la cerca, y se benefició inmensamente tras la reaparición de la monarquía, que culminó con la Revolución de 1830.
En realidad, resulta difícil creer que Vidocq fue enteramente inocente, o totalmente culpable. Para él, la ley debía ser una noción aún más abstracta que la Inmaculada Concepción.
Su ventaja fue que vivió en una época donde la fama desalojaba prevenciones. Era amigo de los poderosos de su tiempo, desde banqueros hasta nobles, pasando por célebres literatos. Uno de sus habituales comensales era Henri—Clement Sanson, el último de la dinastía de los verdugos Sanson. No fue tan famoso como su predecesor, Charles-Henri Sanson, (1739–1806) quien durante su prolífica carrera como carnicero mayor de Francia, ejecutó a 3.000 personas, entre ellas Robespierre, Danton, el rey Luis XVI, y su esposa, la reina María Antonieta. De todas manos, el heredero de la dinastía se las arregló para dejar su marca en la historia al demostrar públicamente su horror por el oficio. Henri—Clement sufría con cada ejecución. Por suerte, sólo tuvo que presenciar dieciocho entre 1840 y 1847. El biógrafo Morton dice que era costumbre del último de los Sanson ordenar a sus ayudantes encargarse del guillotinamiento. Él se limitaba a observar. “En ocasiones, se largaba a llorar. Su rostro adquiría un tono ceniciento, o se cubría de manchas rojas”.

GAJES DEL OFICIO

Vautrin examinando el cadáver de Esther Van Gobseck, en Esplendor y miseria de las cortesanas 
Tras abandonar la Sureté, o mejor dicho, tras ser expulsado a patadas escaleras arriba, Vidocq hizo mucho dinero divulgando la mayor atracción de su vida: el propio Vidocq. En Londres, exhibió las herramientas de su oficio, especialmente los disfraces y utensilios empleados para escapar de prisiones, o atrapar criminales. También narró sus episodios como soldado, contrabandista, ladrón, acróbata, curandero, espía, policía y detective privado.  Y en medio de todos sus incidentes, nunca olvidó el apetito sexual. Tuvo más amantes, que un almanaque tiene hojas. No era muy selectivo en sus affaires, y aunque desde costureras hasta nobles damas le ofrecieron sus favores, muchas veces terminó ocupando el sitio de los maridos apaleados, como en las farsas de Georges Feydeau.
En 1796, cuando tenía 21 años, a finales de la Revolución Francesa y el comienzo del Directorio que culminaría con Napoleón adquiriendo el título de Primer Cónsul de Francia, Vidocq fue arrestado y condenado a ocho años de trabajos forzados. Durante los trece años siguientes, su única ocupación fue huir de prisiones. “Escapé de todos los buques de prisioneros, de más de veinte calabozos de distintos países, y de cada uno de los departamentos del río Sena”, informó en sus memorias.
En 1809, comenzó a pasar información a la policía de París. Dos años después, había creado un equipo destinado a capturar ladrones. Era como pescar sardinas en un barril. Conocía al dedillo los bajos fondos de las principales ciudades francesas, y sus excompinches siempre maldijeron la ocasión en que había sido su compañero de celda.
Aunque no temía a nadie, pues su audacia y su fortaleza física eran alarmantes, se especializaba en atrapar estafadores, seres que no suelen apelar a la violencia, y adúlteros. Sus socios en la empresa de apresar a exsocios, eran personajes que parecían pertenecer a la picaresca española. Uno de ellos había sido contratado exclusivamente por su estatura. Podía espiar a presuntos delincuentes a través de las ventanas del primer piso de un edificio, sin ayuda de una escalera.
Los métodos escasamente convencionales de Vidocq, parecían anticiparse en años luz a los utilizados por las policías de otras ciudades de Europa, y también de París.
Inclusive en la Sureté abundaban los incompetentes, que Vidocq sacó de servicio.
En cierta ocasión, un grupo de agentes de policías se escondió en el armario de un apartamento para atrapar a un ladrón. Eso fue aprovechado por el ladrón, quien cerró el armario con llave. Los policías estuvieron a punto de morir asfixiados.
Entre los atributos de Vidocq figuraba su capacidad de achicarse entre diez y quince centímetros. Eso resultaba muy útil cuando debía usar el pasaporte de un hombre de inferior estatura. Con ese cuerpo reducido de tamaño, podía caminar sin dificultad alguna, y hasta saltar charcos.
Al mismo tiempo, su paciencia era increíble. En 1812, durante uno de los inviernos más feroces que padeció Francia, Vidocq pasó una noche entera hundido en basura que le llegaba hasta la cintura, para capturar a un ladrón.
En cuanto a los centenares de forajidos que capturó durante su vida, nunca tuvo una buena opinión de ellos. Decía que eran “diabólicamente estúpidos”.  En cierta ocasión, una ladrona, la señora Bailly, tras enterarse que podía obtener dinero adicional como soplona, ofreció a la policía información sobre varios atracos, incluidos algunos en los que había participado. Quedó muy desconcertada cuando la policía la capturó y un juez la envió a la cárcel.
Pese a los numerosos traspiés durante su época como criminal, Vidocq siempre supo sacar ventajas del ambiente en que moraba. En su época de juventud, a los delincuentes les entregaban grandes hogazas de pan, para que les duraran varios días. Vidocq vació de migajas una de esas hogazas, e introdujo en su interior “una camisa, un par de pantalones, y algunos pañuelos”, y la usó como maleta en uno de sus escapes.
Vidocq falleció en París, en mayo de 1857, a los 82 años de edad. Sus enemigos finales no fueron sus excompinches, sino dirigentes sindicales y políticos revolucionarios, contra los cuales actuó como un agente provocador, infiltrando sus filas, y llevándolos a la cárcel. Durante sus últimos años, tenía la costumbre de colocar una pistola cargada en su mesa de luz, y abollar hojas de periódico y distribuirlas por su dormitorio, antes de irse a dormir. De esa manera, si alguien intentaba entrar de manera furtiva para asesinarlo, el crujido del papel al ser pisado por el incursor, lo despertaría de inmediato y podría enfrentarlo.
La precaución fue innecesaria. Nadie intentó asesinarlo. En realidad,  solo once mujeres hubieran querido vengarse de su infidelidad. Pero su cuerpo ya se estaba enfriando en su lecho, y era tarde para un ajuste de cuentas.
Cada una de las once mujeres que se congregaron a la puerta de su apartamento, portaban consigo un testamento. Las acreditaba como única heredera de la fortuna del exdelincuente transmutado en defensor de la ley.







[i] The Overlook Press, Nueva York, 2001.

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