miércoles, 3 de mayo de 2017

Prohibido iniciar un relato por el comienzo


Mario Szichman

Para Carmen Virginia Carrillo por transformar
un sendero narrativo plagado de obstáculos,
en una autopista sin paradas intermedias.




La escritora Nadine Gordimer solía recordar el “imposible objetivo” que George Lukacs asignaba a los escritores: “llegar a la cima de un resbaloso mástil, que nunca cesamos de escalar”.
Por supuesto, la imposibilidad del narrador para llegar a la cima es relativa. La construcción de un relato nunca se expone, solo se muestra el producto final. Y, a diferencia de cualquier otra construcción, nadie impone plazos, excepto en lo que se define como “literatura comercial”. Si un autor de éxito firma un contrato que lo obliga a producir tres novelas en cinco años, es mejor que cumpla con su promesa. Los contratos imponen severas penalidades a quienes incumplen sus cláusulas.
Es afortunado que la narrativa hecha por profesionales siempre haya contado con la imaginación dialógica, o con esos seres que desde las sombras, sin hacer alharacas, contribuyen de manera decisiva a plasmar un producto.
La imaginación dialógica también puede sintetizarse en el editor, el alter ego del escritor. Algunos, en Estados Unidos, han conseguido tanta o más fama que los escritores, como es el caso de Maxwell Perkins, editor de Francis Scott Fitzgerald, de Thomas Wolfe, y de otros personajes que nunca han sido radiados de los estantes de las bibliotecas, o del favor del público.

F. Dostoievski 

¿Qué hace tan fértil la propuesta de Bakhtin? Su indagación del diálogo polifónico. Dostoievski habla con las voces y opiniones de todos los personajes, señala Bakhtin. Nadie se queda con la última palabra. Ni siquiera el autor. Y eso trae fructíferas consecuencias.En el caso de Tolstoi, a pesar de la maestría de obras como La guerra  y la paz, o Ana Karenina, el autor sigue siendo el dictador, su opinión es la que se impone. 
Recuerdo magníficos episodios de La guerra y la paz, pero uno que me llamó la atención, ocurre casi al final. Natasha, su protagonista, tras entregarse de pies y manos a una pasión amorosa, logra “sentar cabeza”. Y es la voz de Tolstoi, no la opinión de algunos de los personajes, la encargada de dictar normas morales. Tras disfrutar de la apacible dicha conyugal, la dama se convierte pronto en una matrona, adquiere varios kilos de peso. Una de las tareas que emprende con más gusto es examinar los pañales sucios de uno de sus hijos, antes de enviarlos al lavadero.

L Tolstoi

Tolstoi no lo dice con estas palabras, pero, aunque en prosa muchos más bella, ofrece su dictamen: eso es lo que debe hacer una mujer de la nobleza rusa: encargarse de sus hijos, abandonar su coquetería, y complacer exclusivamente al marido. Por suerte, Balzac nunca siguió esa norma. De haberla acatado,  no hubiera podido escribir ni un veinte por ciento de sus novelas.
La actitud de Dostoievski de hacer hablar la novela de manera polifónica, tiene vastas  secuelas. Si el autor abandona su solapada actitud de actor principal, muchas cosas cambian. Inclusive la idea de nuestra presencia en este mundo. Aunque Crimen y Castigo exhibe una constante presencia de la muerte –basta ver lo que ocurre con la usurera y su dulce e ingenua hermana asesinadas por el estudiante Raskolnikov, o con el consejero Marmeladov, padrastro de la angelical prostituta Sonia Marmeladov— nadie muere para siempre. Integra un más allá que moldea la existencia de los seres vivos. En cambio, en el caso de Tolstoi, la muerte es la verdad definitiva, como se verifica en La muerte de Ivan Ilich.
Dostoievski usaba la muerte como un ingrediente más. Formaba parte de diferentes episodios de nuestra vida. Nunca parece alejada de la resurrección. Además, la vida resulta inagotable porque la función principal de toda especie es reproducirse. Y si bien la muerte es un corte drástico, nada impide el proceso eterno de las generaciones.
Esa perpetua asechanza de la vida hace menos lúgubres las narraciones de Dostoievski.  Y desde el punto de vista del lector, cuenta con enorme tracción. Vivir es hablar, canjear ideas, entrar en conflicto para defender esas ideas, inclusive morir por ellas. En realidad, si se analiza un poco, podrá descubrirse que el teatro, perpetuo diálogo, es mucho más cercano al ser humano que ese híbrido denominado novela. El problema está en la duración.
Aunque algunos autores han intentado escribir obras de teatro prolongadas hasta la exasperación, como es el caso de Karl Kraus y su obra Los últimos días de la humanidad, el intento ha tenido escasos seguidores. Ningún espectador está dispuesto a pasar siete u ocho horas sentado en una sala de teatro. En cambio la novela acepta todos los tamaños y formas, desde setenta páginas, como El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez, hasta las tres mil quinientas de A la búsqueda del tiempo perdido, o Las mil ochocientas de La guerra y la paz. Ese ser solitario que es el lector, disfruta examinando un mundo repleto de congéneres, y, al mismo tiempo, en absoluta soledad.
Nadie puede exigirle a un elenco teatral que frene su actuación, vuelva sobre algunos puntos que resultan inexplicables, y reanude luego su tarea. Pero la lectura, mucho más flexible, permite el retroceso.
Todos los géneros literarios han perdido en algún momento su popularidad. Pero la narración siempre ha salido ilesa, tal vez por su capacidad de adaptarse a cada época. Es el gran parásito de variadas culturas. Absorbe todo lo que flota en el medio ambiente, y lo devuelve estructurado. Nos permite entender no solo el lugar que ocupamos, sino las preocupaciones, anhelos y desdichas percibidos por nuestro aparato psíquico.

LA TRANSGRESIÓN COMO NORMA

Prácticamente una vez cada año, o cada dos años, reviso un libro titulado Plot, de Ansen Dibell. Su propósito central es enseñar los distintos modos de escribir ficción. Pero cada vez que lo reviso, me sorprende con sus originales planteos. Aunque Dibell nunca menciona la imaginación dialógica, usa el concepto de manera constante. Y su sabiduría nos permite redescubrir soterrados procesos mentales.
En primer lugar, dice la autora, nunca pensamos de manera cronológica. Nos interesa muy poco lo que hacemos durante la mayor parte del día. Muy escasos eventos nos obligan a actuar. Vivimos aferrados a lo imprevisto, a todo aquello que altera nuestra rutina.
Aunque somos animales de costumbre, el conflicto es primordial, y siempre nos sorprende. Nuestro contacto con el mundo, y especialmente con el ser humano que habita ese mundo, abunda en sorpresas. Nunca advertimos con absoluta lógica la manera en que interactuamos. Tal vez en la ficción descubrimos nuestro alter ego, la posibilidad de funcionar de una manera diferente. Aquella narrativa que atrapa nos permite pasar en limpio nuestras imprecisas experiencias. Nadie supone que una novela puede alterar nuestra conducta, nuestra visión del mundo, o cambie nuestra forma de vivir, pero es obvio que tiene una profunda influencia en nuestras acciones.
Ansen Dibell dedica Plot a revelar los misterios de la escritura, la técnica para buscar atajos, y atrapar al lector, que es, en definitiva, el objetivo de cada escritor. Y también nos muestra los tropiezos que han tenido algunos grandes de la literatura, los falsos comienzos, cómo se encarrilaron por la senda de la creación.
H Melville
Ignoraba, por ejemplo, que el protagonista de Moby Dick se llamaba al principio Bulkington. Herman Melville dedicó a Bulkington su primer capítulo.  Y luego, en el segundo, decidió arrojar al personaje literalmente por la borda del velero Pequod. Ocurre que el narrador descubrió otro personaje: el capitán Ahab, una de las grandes creaciones de la literatura moderna. Pero, como señala Dibell, Melville no era muy prolijo en sus correcciones. Olvidó eliminar a Bulkington, y el pobre caballero merodea de manera inexplicable al comienzo del relato.
Para Dibell, el inicio de una narración puede ser también el final. A Christmas Carol, de Charles Dickens, se inicia con este párrafo: “Para comenzar, Marley estaba muerto”. Y luego, el autor retrocede para explicar la final redención del avaro Scrooge. Lo hace a través de la norma y la transgresión. Dickens nos exhibe a su protagonista como un muerto en vida, un ser incapaz de todo calor humano, una máquina de obtener dinero, con el propósito final de nunca malgastarlo. Esa es la norma de vida de Scrooge.
Si el avaro sigue por ese camino, no hay historia. Todo relato necesita un conflicto. Y también, la transgresión de la norma. Leemos Ana Karenina o Madame Bovary porque las protagonistas son infieles a sus maridos. Leemos The Sound and the Fury porque escasos de sus personajes acata las reglas de la normalidad. Solo Dilsey, la criada negra. Leemos The Getaway de Jim Thompson, porque las bibliotecarias no suelen dedicarse a atracar bancos.
Dibell también nos aclara que es desacertado poblar un relato de misfits, seres inadaptados. Alguien debe fijar una norma, hacer explicable la transgresión.
Leer Plot ofrece además el goce vicario de mostrar los entretelones de cómo se confecciona una escritura. Permite eludir callejones sin salida, abre, inclusive, horizontes impensados.
¿Por qué ciertos comienzos nos exigen paciencia, y otros nos precipitan en un vacío del cual solo podemos emerger al concluir una lectura? Kafka era un narrador nato. Basta revisar el comienzo de El Proceso: “Alguien debió haber dicho mentiras acerca de Joseph K.” enuncia en el primer párrafo. “El sabía que no había hecho nada malo, pero una mañana, fue arrestado”.
Sin embargo ¿qué ocurre con el comienzo de A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust? Se prolonga varias páginas, es cierto, pero en su transcurso, Proust va erigiendo “El edificio enorme del recuerdo”. No hay una sola página de su enorme, inolvidable novela, capaz de aburrirnos o decepcionarnos.
La creación de ese híbrido llamado novela, acepta toda clase de propuestas, marcha por toda clase de complicaciones. Y cuando se trata de una gran obra nos conduce, de manera irremisible, hacia un clamoroso final.

Dibell, en su escueto libro, ofrece una gama de posibilidades que enriquecen la faena narrativa. Es el mejor sucedáneo de un buen editor, aquel capaz de transformar un sendero narrativo plagado de obstáculos, en una autopista sin paradas intermedias.

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