domingo, 30 de julio de 2017

De La Pimpinela Escarlata a Eros y la doncella. Cuando los dioses estaban sedientos de sangre


Mario Szichman




Mi infancia estuvo rodeada de piratas: especialmente, los creados por Emilio Salgari. En primer lugar estaba Sandokán, alias “El Tigre de la Malasia”, y luego, El Corsario Negro (Emilio Roccanera, Señor de Ventimiglia) cuyas aventuras transcurrían en El Caribe, un Caribe bastante insólito. Por ejemplo, Maracaibo era una zona plagada de palmeras.
Pero también recibí un copioso aporte de los comics de esa época, donde abundaban los espadachines enmascarados. Cuando se quitaban la máscara, era para imitar a seres debiluchos, tímidos, a quienes cualquiera podía humillar.
Los más conocidos eran el León de Francia, supremo espadachín, o El Zorro, transfigurado en un clásico del cine, tras ser interpretado por Tyrone Power.
La imagen de un personaje cobarde o apático, que alberga a un caballero audaz y enmascarado,  tiene gran atractivo. Todos anhelamos poseer una segunda personalidad capaz de concretar hazañas imposibles. Ni siquiera a don Alonso Quijano le gustaba su triste figura. Y mágicamente, devino Don Quijote, aunque estaba pasado de años y su vigor había menguado.

Emmuska Orczy

Me fascina la trama de La Pimpinela Escarlata, la obra más famosa de la baronesa Emmuska Orczy, quien supo explotar con gran éxito la dualidad de su protagonista. La Pimpinela Escarlata era el líder de una banda de caballeros que rescataba aristócratas durante el Reino del Terror en Francia. En la vida real, era Sir Percy Blakeney, un personaje que los ingleses consideran un fop, más preocupado por su apariencia y sus ropas, que por el prójimo. Su esposa, Marguerite Saint Just, una bella actriz francesa, lo despreciaba por su cobardía y su indolencia. Pero en esta comedia de equivocaciones, el desprecio resultaba recíproco.
Antes de su casamiento, Marguerite, ilusionada con las ideas de la Revolución Francesa de libertad, igualdad y fraternidad, se había vengado del marqués de Saint Cyr, quien había ordenado apalear a su hermano, Armand, un plebeyo, por expresar su interés romántico en la hija del marqués. Marguerite había informado del incidente a sus amigos revolucionarios, quienes decidieron enviar a la guillotina al marqués y a sus hijos.
Poco después de casarse con Marguerite, Sir Percy Blakeney se entera del episodio. A partir de ese momento pierde todo interés en su esposa, aunque la trataba con perfecta cortesía, y la llenaba de atenciones, de joyas y de vestidos.
Marguerite empezó a vivir el infierno en la tierra. Finalmente, cuando descubre de la existencia de La Pimpinela Escarlata, queda prendada de su misteriosa figura, y de sus hazañas destinadas a rescatar de la guillotina a los aristócratas franceses.
Ya para ese momento de la narración, los lectores, y especialmente las lectoras, anhelaban que Marguerite descubriese la verdad. Ese dandy de inane carcajada, que se abstenía de tocarla en el lecho conyugal, era en realidad un extraordinario espadachín y un artista de la fuga. Pero la baronesa de Orczy era demasiado astuta para eso. Es necesario devorar dos terceras partes de la novela para superar los obstáculos que impiden a Marguerite descubrir el rostro detrás de la máscara.

LA CONFECCIÓN DE UNA NOVELA


Escribí Eros y la doncella, mi novela sobre El reino del terror en la Revolución Francesa, en el 2012, en circunstancias muy especiales, y muy difíciles. La escribí en medio año, en una especie de nebulosa. En algunas jornadas le dediqué catorce, dieciséis horas. Y la escribí, o mejor dicho la escribimos, a cuatro manos, yo desde New Jersey, y la profesora Carmen Virginia Carrillo desde Valera, Venezuela.
La augusta figura de la baronesa Emmuska Orczy estuvo siempre presente en mi imaginación, aunque mi propósito inicial era describir la Revolución Francesa desde su gloria, no desde su ignominia.
Fue una novela que me liberó de varios mitos. Tardé muchos años en escribir mis novelas anteriores. El promedio era de tres, cuatro años. A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad, me demoró cinco años. Y ese fue un gran error. No hay que demorar tanto tiempo en redactar un texto de 250, o 300 páginas. Hay que escribir, como dicen los anglosajones, In white heat, con gran emoción o fogosidad. Los resultados son mejores.
Comencé Eros y la doncella  convencido de las glorias de la Gran Revolución. La terminé con el estómago revuelto. Descubrí los “matrimonios republicanos”, en que una pareja enemiga de la revolución era atada, espalda contra espalda, transportada en una barcaza al centro de un río, y lanzada al agua para que se ahogara. Descubrí los “bautizos republicanos” en que bebés eran arrojados también a algún río para que se ahogaran, por algún delito contra la República cometido por sus progenitores. Descubrí que el Gran Danton había ordenado las Matanzas de Septiembre y luego intentó encubrir su responsabilidad.
También descubrí que los defensores de la Razón Universal eran seres mezquinos, varios de ellos no muy inteligentes. Muchos habían traicionado sus ideales y saqueado los cofres públicos.  Su único propósito era obtener el poder a toda costa. Descubrí también que las grandes palabras nada significan, que el heroísmo solía cobijarse en pequeños seres que luchaban por defender su dignidad. También descubrí que la calumnia destruye a los seres humanos, y suele obtener más victorias que la decencia.
Ni Robespierre, ni Danton, ni Marat eran los grandes personajes que la historia nos ha hecho creer. Curiosamente, un corrupto como Mirabeau, que canjeó las verdades de la Revolución por un plato de lentejas, y se vendió tanto a la monarquía como a la causa revolucionaria, tuvo mayor visión de futuro que muchos líderes, y dejó sentadas las bases para una república.
La Pimpinela Escarlata no es una gran obra literaria, pero es una excelente novela. La baronesa de Orczy estaba decididamente en contra de La Revolución, pero no ocultó los vicios de la aristocracia británica, y recordó al público que las revoluciones estallan cuando la injusticia predomina. Y que no existen los héroes. Seres iguales a nosotros tienen también las virtudes y defectos de cada uno de nosotros. Es mejor no otorgarles un poder omnímodo, pues no lo utilizan en exclusivo beneficio de sus gobernados.
No hay excesivos héroes ni muchos villanos en La Pimpinela Escarlata, pero existe pasión por la justicia. Además, la novela está bien escrita. Nos apasiona sin mentirnos. Ofrece una media docena de personajes con los cuales podemos discrepar o asentir, pero desde una distancia suficiente para atesorar su probidad y evaluar sus fallas.

APROVECHAR LAS CASUALIDADES

En el medio año de confección de Eros y la doncella, con la mirada y la evaluación crítica, pero también alentadora de la profesora Carrillo, surgieron agradables imprevistos. Descubrí Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, con este incomparable comienzo: “It was the best of times, it was the worst of times “Fue la mejor de las épocas, fue la peor de las épocas. Fue la edad de la sabiduría, fue la edad de la locura, fue la época de la creencia, fue la época de la incredulidad. Fue la temporada de la Luz, fue la temporada de la Oscuridad. Fue la primavera de la esperanza, fue el invierno de la desesperación. Teníamos todo delante nuestro, no teníamos nada delante nuestro…”
Otro hallazgo fue el prólogo de Alejo Carpentier a El siglo de las luces: “Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo…”
Esa Máquina, la guillotina, la trasladé al comienzo de la novela para aludir al Reino del Terror.
Así comienza Eros y la doncella:
“Estilizada como una escuadra de carpintero, escueta como un atril, virtuosa como un altar, la doncella aguarda la llegada de su amante.
La doncella no es ávida, aunque sí insaciable. Y su amante lo sabe, y nunca le ha quitado sus raciones.
Pero Maximiliano Robespierre no acudirá esta noche a la cita –ésta, su última noche en la tierra.
Hoy, 27 de julio de 1794, que es para la historia de Francia el noveno día del mes de Termidor, Robespierre no está en condiciones de abandonar sus improvisados aposentos. La doncella tendrá que aguardar hasta mañana para consumar su rito de iniciación.

Maximilien Robespierre

Y otros deberán acarrear a Robespierre para que pueda ingresar en su sueño eterno, que él presume será el comienzo de su inmortalidad. Esta noche, Robespierre se está desangrando sobre una larga mesa, en la antesala del Comité de Salud Pública”.
Tras esa introducción, vendría el vértigo. Los grandes personajes se arrogarían de manera alternativa el control de la Gran Revolución, hasta el momento en que harían mutis por el foro, en dirección a la plaza donde los despojarían de su cabeza. Ahí estaba la estructura de la novela. En la introducción de Alejo Carpentier, en el primer capítulo de Historia en dos ciudades, en los recuerdos de La Pimpinela Escarlata, en biografías, en libros que describían día a día El reino del terror. Revisando esa época, adquirí la desconsolada certeza de que la Historia con mayúsculas es pura ilusión. Está gobernada, en su mayor parte, por seres dañinos y minúsculos. La grandeza suele ser un invento de la posteridad. En la mayoría de los casos, el ser humano es sacrificado  para que, en algún remoto día, la verdad comience tímidamente a resplandecer.



miércoles, 26 de julio de 2017

“El Proceso” de Franz Kafka. Equívocos a tiempo futuro


Mario Szichman



Franz Kafka nunca tropezó con la posteridad. La posteridad se encargó de tropezar con él. Fue un infortunio que su muerte se anticipara a su fama, aunque eso le acarreó una recompensa: los críticos estuvieron ausentes de sus decisiones. En cambio, la figura paterna desempeñó un terrible poder.
Muy pocos autores logran eludir el acoso de la crítica. A veces, cuando la fama acecha en el futuro, el escritor amplía el espacio para crear grandes obras, ya que nadie está pendiente de sus tareas. El desconocido William Faulkner produjo sus mejores textos cuando trabajaba en una oficina de correos (hasta que presentó su renuncia, porque, según dijo, no podía estar al servicio de cualquier persona que guardaba un níquel en su bolsillo para comprar estampillas), o en la época en que escribía guiones para el director de cine Howard Hawks.
Tras obtener el Premio Nobel, su producción se hizo más explícita, y menos interesante. Lo mismo sucedió con Ernest Hemingway, cuya declinación coincidió con su creciente fama. Basta comparar su primera novela, The Sun Also Rises, con una de las últimas, El viejo y el mar.
(Ver The Sun Also Rises: Los ricos son diferentes, en:
http://marioszichman.blogspot.com/2016/07/the-sun-also-rises-los-ricos-son.html)
Por supuesto, eso no ocurre en todas las culturas. El Leo Tolstoi de Anna Karenina es superior al de La guerra y la paz, aunque el romance de la casada infiel fue publicado casi una década después de su épico relato sobre la invasión de Napoleón Bonaparte a Rusia. Y algo análogo ocurre con Fiodor Dostoevski, cuya obra magna, Los hermanos Karamazov, fue publicada 14 años después de Crimen y Castigo.
Pero el público ruso no era el norteamericano. Aunque los escritores del imperio zarista gozaban de gran prestigio, sus lectores escaseaban tanto como sus críticos. (Los ávidos lectores de esos genios eran los múltiples censores del zarismo).

Franz Kafka

Las principales novelas y cuentos de Kafka parecen apostar a una nebulosa posteridad. Kafka no tenía confianza en su talento, al punto que ordenó a Max Brod, su albacea testamentario, quemar sus obras.  Kafka falleció en 1924. La vasta divulgación de sus novelas y de sus cuentos comenzó a partir de su muerte. Tal vez Kafka confiaba más en Max Brod, que en su pericia de escritor. Y su amigo no lo traicionó. En lugar de quemar sus obras, se encargó de organizarlas, una tarea kafkiana, pues los cuadernos de apuntes del narrador eran un perpetuo acertijo. Algunos de ellos están escritos de atrás para adelante.
Ausente el público, Kafka nunca tuvo una idea muy clara de para quien escribía. Y la posteridad, segura de que el autor nunca podría desmentirla, prodigó contradictorios mitos en torno a su obra.



Algunos han intentado comparar El Proceso con 1984, de George Orwell. Pero no hay punto de contacto alguno entre ambas novelas. En 1984, Orwell describió una sociedad totalitaria, en perpetuo estado de guerra, con un gobierno que sometía a cada uno de sus súbditos a una eterna vigilancia. Winston Smith, su protagonista, quien trabaja para el Ministerio de la Verdad, inicia una secreta rebelión mediante el gesto de comprar un cuaderno de apuntes y anotar sus recuerdos, que contradicen la propaganda y el revisionismo histórico alentado por el gobierno.
Smith desafía a un poder omnímodo que acaba por destruirlo. Pero Josef K., el protagonista de El Proceso, ignora a qué se enfrenta. A fin de cuentas, es su principal interlocutor.
El comienzo de la novela anuncia que estamos en presencia de algo aún más omnímodo que ese Hermano Grande que nos vigila en 1984. Al cumplir Josef K. sus 30 años, en mitad del camino de la vida, algo imprevisto lo acosa: “Alguien debió haber estado contando mentiras acerca de Josef K.”, dice el narrador, “pues aunque no había hecho nada malo, un día fue arrestado”.
Inclusive ese primer párrafo es equívoco. ¿Quién garantiza que Josef K. no ha hecho nada malo? Y además: ¿Es realmente arrestado? En el caso de Kafka, sabemos que tanto la culpa como la condena son acarreadas por cada ser humano. No hay necesidad de una intervención estatal. Desde el momento de nacer, somos infractores, aunque nadie nos someta a edicto alguno. Y en cuanto al supuesto arresto que organiza la trama… Tres policías llegan al apartamento de Josef K., le anuncian que es culpable de una transgresión. Aunque está siendo investigado, lo autorizan a seguir en libertad. Una libertad que ni siquiera es vigilada. Compete al  protagonista demostrar su inocencia. Quizás quebrantó la ley. Pero eso no es importante. Como dice uno de los personajes, aunque Josef K. resulte inocente, le convendría declararse culpable. La justicia es más benigna cuando se admite un delito. Carece de toda importancia si fue realmente cometido.

PUNTOS DE VISTA

El protagonista de El Proceso nada tiene que ver con alguien como Winston Smith, el personaje central de 1984. La certeza de Smith en su total inocencia está acompañada de la absoluta seguridad en la omnipotencia del régimen que hasta controla el pensamiento de sus súbditos.
En cambio, la tragedia de Josef K. es una tragedia bufa. Debe convertirse en detective de sí mismo, para facilitar a las autoridades la tarea de juzgarlo. En el mundo de Kafka no hay certeza alguna. Está compuesto por seres que actúan como comparsas. Recuerdan a ese personaje de Esperando a Godot, emplazado en el escenario con el único propósito de inventar réplicas.
Toda la odisea de El Proceso está marcada por el absurdo y la comedia de situaciones. Josef  K. obtiene una aureola de mártir en esa ridícula búsqueda por descubrir cuál es su situación real. Al concentrarse en eventos sin importancia, el personaje va acumulando un vasto conocimiento de todo aquello que no funciona en un sistema de justicia.
Kafka tenía la costumbre de cuestionar las palabras y su significado. En El Castillo demolió la imagen que tenemos de esas majestuosas fortalezas. Se trata, apenas, de un conjunto de viviendas, que en nada recuerdan a un castillo. En La Colonia Penitenciaria, para demostrar que la letra con sangre entra, un penado es colocado en una máquina encargada de escribir su sentencia con un punzón que martiriza su carne.
Pero El Proceso es algo más. En esa novela se cuestiona toda forma de legalidad. Josef K. no solo debe buscar justicia, sino descubrir en qué consiste. No hay dramatismo en esa búsqueda. Solo incidentes de una gran hilaridad.
Así como para Kafka los castillos no son castillos, tampoco existen en El Proceso las instituciones a las cuales se encomienda la tarea de administrar la ley. Ni siquiera cuentan con horarios de oficina. La primera vez que Josef K. se dirige a un tribunal, es un domingo. Y el tribunal es apenas una casa de vecindad. El salón principal está atravesado por tendederos de ropa. Los vecinos se asoman por las ventanas para observar las incidencias de un juicio.
Josef K. tiene más éxito como galán, que como acusado. En determinado momento, piensa que la única parte inteligible del proceso es que “estoy acumulando mujeres. Primero la señorita Bürstner”, una mujer que vive en su pensión, “luego, la esposa del ujier de la corte, y ahora, una ayudante de enfermera”.
La intimidad sexual es en ocasiones practicada a la vista del público. Los episodios en la corte recuerdan batallas campales de los Keystone Cops, esos policías que abundaban en los filmes del cine mudo. Josef K. observa un enfrentamiento entre un funcionario del tribunal, y varios abogados litigantes. El funcionario está al tope de las escaleras. Los abogados, un piso más abajo. “Los abogados”, dice Kafka, “intentaban subir las escaleras, pero permitían que el funcionario del tribunal los arrojara de nuevo escaleras abajo. El propósito era cansar al funcionario”.
Y en el medio de estos conflictos, Josef K. un ser retórico y ridículo, trata de razonar con altanería en un mundo caótico, carente de respuestas. Abundan los personajes en El Proceso. Todos ellos se muestran categóricos en su verdad, aunque nadie explica en qué consiste.

LA CONFORMIDAD KAFKIANA

Hay evidencias de que Kafka admiraba el teatro y se sentía más cómodo urdiendo situaciones donde predominaba el diálogo absurdo, y la pantomima. En El Proceso, la mezcla resulta evidente, generando un insistente efecto cómico al cual escasos críticos le han asignado gran importancia.
Ausente el público ¿Para quién escribía Kafka? Posiblemente, para su poderoso, temido, odiado y venerado padre. No muchos autores envían una larga, meticulosa carta a su padre, explicando las razones de sus desavenencias. O redactan un cuento como La condena, donde Georg Bedenmann, hijo de comerciantes, enamorado y a punto de casarse, descubre que su padre conoce todos sus secretos, lo desprecia por su personalidad, y cuestiona la elección de su prometida. Y además, lo condena a morir ahogado, orden que Georg Bedenmann acata.
Kafka tenía una prosa muy sencilla y descriptiva. Su realismo era el de las cosas inexistentes. El Talmud, y la Biblia, son reconocibles en sus adagios, y en la fascinación por La Ley. En el caso del escritor, se trataba de la ley del padre, cuya temible figura era capaz de conducirlo a la muerte, algo que Kafka parecía dispuesto a aceptar con toda docilidad.


domingo, 23 de julio de 2017

Novela "Decisión Final", de Belkis Insausti: Solo se mueren los demás


Mario Szichman



Tan importante como escribir es saber desde donde se escribe. Cuando Stendhal escribió La Cartuja de Parma, su héroe, Fabrizio del Dongo, tropezaba, de repente, con el combate de Waterloo. Fabrizio quitaba el uniforme a un húsar francés muerto en la más famosa batalla del siglo diecinueve, y vagabundeaba por el terreno. Aunque Stendhal era un veterano de varias campañas napoleónicas —inclusive sobrevivió a otro episodio épico, la retirada de Moscú en 1812—, en su descripción del enfrentamiento que selló el fin del imperio napoleónico destaca apenas lo caótico. Nadie sabe muy bien qué está sucediendo. Tras sobrevivir la lucha con una grave herida en su pierna, Fabrizio formula su famosa pregunta: “¿Estuve realmente en una batalla?” Es la mirada de un narrador modernista, mucho más moderno que Tolstoi, pues todos sus relatos cuestionan la certidumbre, aquello que creemos contemplar con nuestros propios ojos.
Si alguien pregunta cuándo comenzó la edad de la sospecha en la literatura europea, tal vez la respuesta sea: en La Cartuja de Parma, en el mismo momento en que Fabrizio del Dongo puso en duda su contemplación de una batalla.
Belkis Insausti

Belkis Insausti, en su compleja novela Decisión Final, repleta de aciertos y desafíos, usa el modelo de la literatura epistolar para estructurar un mosaico donde nadie tiene el patrimonio de la verdad, y todos sus personajes dudan, o cuestionan, aquello que transcurre delante de sus ojos.
Cuatro mujeres latinoamericanas, con fuerte acento venezolano o argentino: Mery, Sol, Laura y Adela, mantienen un diálogo por email a partir de la enfermedad de Mery, a quien le han diagnosticado cáncer de médula ósea.
Insisto: tan importante como escribir, es saber desde donde se escribe. Si la autora hubiera usado la primera persona para describir las vicisitudes de la enferma y recoger el eco de sus solidarias amigas, Decisión Final no se hubiera sostenido como narración. Pero triunfa al elegir el email, ese formidable instrumento que es también patrimonio de la edad de la sospecha. La ductilidad del correo electrónico le permite llegar de manera instantánea a varios seres involucrados en un diálogo múltiple donde surgen verdades impremeditadas, pensamientos inarticulados, recuerdos que era mejor encubrir.
 (Leí hace poco que una estudiante norteamericana usó el email para llevar a una compañera al suicidio. Dudo que una carta enviada por correo hubiera tenido el mismo efecto).
La enfermedad de Mery es el gran desencadenante de los recuerdos y aprensiones de las cuatro mujeres, y un muestrario de sus diferentes actitudes ante la vida. Ese es uno de los méritos de la novela. El otro es que cada protagonista posee una voz propia. No solo por el rol que desempeña lo coloquial en sus reflexiones —propiciando una gran intimidad, y sugiriendo gestos— sino porque en el habla se ostenta también una manera de pensar.
La mujer profundamente religiosa se enfrenta a la agnóstica, y la propensa a los amoríos revela o repite sus aventuras a otra que ha perdido todo interés en el amor. La familia y los hijos se hacen presentes con sus conflictos y rivalidades. Pero cuando se describe algo con modismos venezolanos, no “suena” igual que cuando predominan los argentinismos. Se goza y se padece de manera distinta. No hay similar exaltación, o igual tristeza, cuando en el arsenal de la prosa se usa el “ché”, o se apela al tú.
Al mismo tiempo, la encarnación de esas voces en cuerpos permite entender la tragedia de Mery, sus diferentes propuestas, así como esa decisión final que la acosa entre la esperanza y la resignación, y que a todos nos acecha.

DESDE EL MÁS ALLÁ

Belkis Insausti logra con una prosa sencilla, muy bien estructurada, plantear el problema esencial de cada vida: ¿Cuál es su significado? ¿Tiene alguna trascendencia?  El ser humano puede hacer muchas cosas, hasta cancelar la gestación de una vida, pero no impedir que alguien le cierre los ojos en su momento final.
Las preguntas que formulan los personajes de la novela son inquietantes porque apuntan a su principal misterio: el casual pasaje por este planeta. ¿Dejamos de existir cuando cesan nuestras funciones vitales? ¿Hay universos alternativos donde recuperamos el aliento y transitamos en otros cuerpos? ¿Es más sana la convicción del agnóstico —polvo somos, y al polvo volveremos— o la fe de una persona religiosa en su resurrección? Según Sigmund Freud, una persona que intenta encontrarle significado a la vida no está en sus cabales. Y desde la tragedia griega en adelante, sabemos que la única constante del ser humano es el empecinado azar, trastornando anhelos. Las grandes conmociones sociales, las guerras, han acabado con la seguridad de nacer y morir en un mismo lugar. Abundan los pueblos nómadas, que mueren muy lejos de su zona de concepción. Basta observar lo ocurrido en Venezuela en las dos últimas décadas. Un país que había sido el refugio de muchos latinoamericanos durante las dictaduras militares en el Cono Sur, está diseminando sus ciudadanos por todo el mundo, debido a un régimen político que ha saqueado sus riquezas y abomina de la disidencia. (El drama de la diáspora causada por gobiernos autocráticos se refleja en las historias que cuentan las protagonistas de la novela).
Como toda buena narración, Decisión Final está respaldada por un gran bagaje cultural. Las cuatro mujeres defienden posiciones desde los campos del psicoanálisis y de la filosofía, aunque también desde la santería, o el espiritismo. Ninguna de ellas se atribuye la verdad, pero sus interrogantes y enunciados son siempre relevantes. El recorrido que hace cada una de ellas para enfrentar la verdad última, permite verificar sus personalidades, en litigio perpetuo con sus teorías.
Si recorremos la historia, comprobaremos que el ser humano suele transitar entre verdades eternas que se ponen de moda en ciertas épocas, y suelen ser reemplazadas por otras  verdades eternas, e igualmente fugaces. Jugamos con nuestras etapas de vida intentando excluirnos de ciertas experiencias, o incurriendo en otras, buscando atajos para alcanzar la inmortalidad. Algo que nunca llega, excepto para los destructores de países.

EL INCESANTE FINAL

Según Einstein, es imposible pensar que Dios haya jugado a los dados con el universo. Pero es obvio que jugó a los dados con cada uno de los seres que existimos de manera precaria en este mundo. Curiosamente, la alternativa: la anulación del azar, el predestinar a seres humanos a una existencia estable, premeditada, es aún más horrible. La vida solo nos ofrece luchas y dilemas. No hay refrán que no cuente con su réplica. Unos dicen al despertar cada mañana: “Este es el primer día del resto de mi vida”. Otros responden: “Tal vez es el último”. Muchos creen que el peor crimen que comete la pena de muerte es cancelar de nuestras vidas el azar.
Cada narrador enfrenta su propio desafío. Lo más importante es su resolución a través de los obstáculos que impone a sus personajes y a sus puntos de vista. Con Belkis Insausti participamos del ritual de la amistad de cuatro mujeres que discuten, y aunque pelean a veces de manera apasionada, muestran un gran respeto por cada una de ellas. Y sus discusiones por email son como los diálogos platónicos donde los temores, las angustias, las contrariedades, se hallan encarnadas en seres de carne y hueso.  Hay una especial calidad humana en Adela, en Mery, en Sol, en Laura.

Voy a insistir por tercera vez: tan importante como escribir, es saber desde donde se escribe. Belkis Insausti se atrevió a usar el género epistolar, uno de los más difíciles de la narrativa, para contar una apasionante historia. Toda persona interesada en la escritura sabe que es muy difícil crear personajes a partir exclusivamente de conversaciones. Si el narrador no usa toda la sabiduría posible ¿cómo logra que el personaje adquiera las tres dimensiones? ¿Cómo se les explica a los lectores que tal persona ronda la cincuentena, tiene temores y anhelos, incurre en ciertas pasiones y elude otras, confía o desconfía del próximo, calla sus miedos o los exterioriza, sin mostrar la intrusión del autor? Las cuatro mujeres que dialogan en Decisión Final existen gracias a sus articuladas palabras. Un lector no puede confundir a Mery con Laura, a Laura con Sol, o con Adela. La voz protagoniza el mundo creado por Belkis Insausti. (Hay otra voz que se incorpora casi al final, la de Alexis, un hombre que ha decidido abandonar un empleo muy lucrativo para explorar teorías sobre la manera de curar enfermos).
La novela ofrece a las protagonistas una serie de disyuntivas, pero el azar triunfa sobre todas ellas, como suele ocurrir en la vida. La crónica de una muerte anunciada tropieza con otra imprevista, y una tercera premeditada. Las soluciones que enfrenta el ser humano para alejarse de este mundo no superan la media docena. El gran cuentista norteamericano Ambrose Bierce, viejo, enfermo, y harto de las decepciones, decidió abandonar Estados Unidos con su bella secretaria y cruzar la frontera sur, dejando como testamento una carta que finaliza con estas palabras: “Ah, ser un gringo en México; ¡qué bella forma de eutanasia!” Muchas versiones existen sobre la manera en que Bierce tropezó con la muerte. Unos dicen que fue fusilado por las tropas federales, otro que murió en combate. Quienes conocían a Bierce, optaron por la segunda versión.
En Decisión Final, solo una de las mujeres decide tomar el toro por las astas. Pero todas las protagonistas luchan mientras pueden, y luego, se entregan a su suerte, aún la más imprevista. Y lo más importante, sin resignación. La novela es absorbente en sus premisas, y trágica en su final. No ofrece paños tibios, pero sí un apasionante inventario de las variadas formas que elegimos para abandonar este escenario. Y de la agotadora lucha que algunos seres emprenden, para preservar su dignidad.






miércoles, 19 de julio de 2017

Los simulacros de la verdad


Mario Szichman



Una respetada persona me señaló que durante muchos años, sintió contrariedad por no finalizar la lectura de algunas de las novelas que le recomendaban con entusiasmo. Esa persona tenía una estrecha amistad con Gabriel García Márquez, también conocido como el “Gabo” por aquellos que nunca lo vieron en su vida y posiblemente tampoco lo leyeron. Cuando esa persona expresó a García Márquez su disgusto por no llegar hasta la palabra fin en el caso de algunos libros, el escritor le respondió más o menos con estas palabras: “Pues yo hago lo mismo. Si tras leer 40 páginas de una novela no me convence, la abandono. Si una obra de teatro no me gusta, me levanto apenas comenzado el primer acto. Y eso se extiende al cine, o a un concierto”.
La persona de la que estoy hablando se sintió liberada de esa opresión que nos embarga cuando somos incapaces de llegar al final de un libro o nos alzamos de nuestra butaca antes de concluir una función.
Y sin embargo, no podemos erradicar la culpa que nos causa discrepar del resto. Pues todavía los libros, las obras de teatro, el ballet, el cine, cuentan con el patrocinio del censor. Es difícil admitir que algo consagrado constituya, como señalaba Jorge Luis Borges, una de las formas más famosas del tedio. Podemos abominar de los políticos, o criticar a media humanidad. Pero ciertos productos de la imaginación humana están al margen de todo reproche. Y quien se atreve a cuestionarlos, es condenado sin derecho a la defensa.
Por ejemplo, criticamos el tedio en obras populares, pero estamos constreñidos a amarlo en los clásicos, especialmente si han sido sancionados por la academia. En realidad, el tedio constituye una parte esencial de la literatura seria, o de cualquier expresión artística “elevada”.  Si James Joyce no hubiera creado el Ulises, y Finnegan´s Wake, alguien tendría que haberlos inventado. Los libros fastidiosos suelen ser uno de los víveres preferidos de los académicos, un poco como la cacería del zorro que según Oscar Wilde, es “lo innombrable persiguiendo lo indigerible”.  Los críticos pueden explayarse en sus virtudes, colocar abundantes notas al pie, pero nunca ponen en disputa las virtudes del autor.
Borges solía decir que podía abordarse el Ulises estudiando al crítico Stuart Gilbert. “O, en su defecto, leyendo el original”. Para los críticos, el problema con Gilbert es que explica muy bien la trama y los personajes. Eso permite acceder a una obra que es difícil, pero no hermética. Sin Gillbert, la cosa se hace más ardua.

William Faulkner, quien amaba el Ulises, decía que “es necesario aproximarse” a la novela de Joyce “como un iletrado predicador baptista se aproxima al Antiguo Testamento: con fe”. Yo prefiero aproximarme con esa misma fe a las novelas de Faulkner consideradas más difíciles: The Sound and the Fury, Absalom Absalom! Light in August, o a la nouvelle The Bear, que cuenta con uno de los párrafos más largos de la literatura anglosajona: consta de 1.800 palabras y ocupa seis páginas del texto. (Faulkner se encargó de superar ese párrafo en otro relato, The Jail).
Menciono esos textos porque cuando la ensayista Jean Stein le preguntó a Faulkner qué aconsejaba a quienes se mostraban incapaces de entender algunos de sus relatos tras leerlos dos o tres veces, el escritor respondió: “Deberían leerlos cuatro veces”.
Joyce era muy astuto, pues debía lidiar con los académicos británicos desde su condición de irlandés. Es obvio que necesitó crear un complejo rompecabezas para hacer más interesante una novela tediosa y angustiante. Sabía guardarse los naipes bien apretados contra su pecho. Pero en Faulkner la cuestión era distinta. Parecían interesarle muy poco los académicos. Además, rivalizaba con escritores sureños escasamente cosmopolitas, y escribía desde la perspectiva gótica.
Chris Baldick, en su introducción a Melmoth the Wanderer (Oxford University Press, 1989), indicó que la estrategia de la narrativa gótica “encubre el horror central en capas protectoras o de mutación. Los informes son siempre secundarios o terciarios”. De ahí “los recuentos ´concéntricos´ del explorador, del investigador, y del monstruo, en Frankenstein … o la elaborada, indirecta reconstrucción de los ultrajes de Sutpen en el Absalom, Absalom! De Faulkner”. El propósito del narrador gótico consiste en crear “una topografía imaginaria  de superficie convencional, y de profundidad delictiva que imparte una especial resonancia al mítico crimen, mientras perturba o corroe las certidumbres morales”.
De ahí la estructura invertida de The Sound and the Fury. Comienza en la superficie, analizando el mundo desde la mirada de Benji, un idiota, y culmina en las capas más profundas con Dilsey, una criada negra, la única en condiciones de armar el acertijo. Benji es apenas mirada y emoción corporal, sin comprensión alguna de lo que transcurre delante de sus ojos. Dilsey es la encargada de discernir y aceptar —sin juzgar— que en el centro de la familia Compson prevalece el incesto. Después de todo, se trata de una familia que en el universo faulkneriano representa la realeza,  y muy escasas monarquías han logrado salvarse de ese tabú.
Faulkner nos invita en The Sound and the Fury a recorrer el sendero del precepto desde la desavenencia incomprensible, hasta la confesión final. Y una vez emprendemos ese sendero, la fascinación nunca cesa, los personajes se hacen tridimensionales, y el drama se estructura en el vértigo.

INTERIOR Y EXTERIOR


La lucha entre los escritores que resultan enigmáticos por un astuto cálculo, y aquellos que  en primera instancia parecen incomprensibles, se viene librando desde hace bastante tiempo. Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, puede resultar impenetrable hasta que el lector desentraña su humor, el cuestionamiento de la novela como forma narrativa.
El crítico  ruso Viktor Sklovski lo demostró en un ensayo que precede la edición de la novela publicada por la editorial Planeta.  Sklovski nos señala que Tristram Shandy es una enorme digresión. (Tenía nueve volúmenes en su edición original).
El nacimiento de Tristram Shandy ocurre recién en el tercer volumen. La novela no solo está plagada de digresiones. Impera el doble sentido, y toda clase de artificios gráficos. Inclusive hay falsas portadas y contraportadas. El libro no solo contiene a la novela. También forma parte del artilugio, incluido un constante diálogo entre autor y lector.
En el relato, todo transcurre en la esfera doméstica donde se multiplican los equívocos. Una vez Tristram se convierte en narrador, discurre sobre temas tales como las prácticas sexuales, los insultos, y la influencia del nombre, y de las narices, uno de los símbolos fálicos más discernibles.
Lo más precario y lo más trascendente, especialmente la filosofía, se aúnan en esa obra maestra de la divagación y del humor que nunca pudo reclutar imitadores. Es interesante verificar que los contemporáneos de Sterne devoraron la novela, y siempre reclamaban nuevos volúmenes. Eso también formó parte de esa cock-and-bull story, pariente lejana del cuento de la buena pipa, un relato absurdo, improbable, narrado como si fuese la verdad verdadera. En ocasiones Sterne emergía de la novela, asumía los atributos del autor, e informaba a sus lectores qué era lo que podían esperar en la próxima entrega de Tristram Shandy.

ENTRETELONES


Lawrence Sterne

Tanto Sterne como Faulkner eran herederos de una dinastía donde la urgencia de contar era más acuciante que la necesidad de satisfacer su ego. Y ¿de qué puede escribir un escritor, sino de la preservación de la especie?  Al final, aquello que interesa a cada cuerpo humano, es acoplarse con otro, y trascender en una vida destinada a la siguiente generación. A veces transgrediendo tabúes, o afrontando calamidades, como en Faulkner, o usando acertijos, chistes de doble sentido, chabacanerías, como en Sterne. Por cierto, hasta conocemos con exactitud el momento exacto de la concepción de Tristram Shandy, por la costumbre del padre de poner todos los relojes en hora, antes de acoplarse con su esposa.
Solo la vida interesa a los grandes narradores, ya sea en su gloria y especialmente en su miseria. Lo demás suele ser retórica y esterilidad, la interminable discusión de temas de los cuales está ausente la fecundidad del cuerpo.

LA LECCIÓN DE LA PRINCESA

Recuerdo algunos autores que, afectados por un ego bastante frágil, necesitaban rodearse de acólitos, ninguno de los cuales cuestionaba su escritura. Por el contrario, elaboraban extrañas teorías para justificarla. Algunos de ellos se escudaban detrás de larguísimos ensayos donde intelectuales amigos expresaban la riqueza de su mundo. Si alguien cuestionaba al escritor, o anunciaba que su texto lo había aburrido, el agraviado reaccionaba con la furia de una mujer burlada.
Uno de esos escritores devoraba todo los libros que le ponían a su alcance. Cuando falleció, muchos intelectuales elogiaron su voracidad de lector, aunque nadie se atrevió a comentar sus virtudes de narrador, pues eran inexistentes. Los libros de los demás eran su escudo protector. Nadie cuestiona a un “hombre muy leído”.
Participaba de lo que se ha bautizado como “el amor del censor”. Nunca descubría nada por su cuenta. Se aferraba a los consagrados. Era apostar sobre seguro. En su juventud había sido algo más osado. Pero una vez llegó a la fase adulta, todo aquel escritor del cual se había burlado en sus inicios, recuperaba un sólido sitial.

Uno de los personajes más recordados de Anna Karenina es la princesa Myagkaya, aunque apenas ocupa una docena de páginas en la novela. La princesa dice que el marido de Anna es "simplemente un estúpido. Previamente, cuando me indicaban que debía considerarlo un hombre sabio, intenté hacerlo. Como resultado, me sentía como una estúpida, pues era incapaz de percibir su sabiduría. Pero, tan pronto como me dije a mí misma ´Karenin es estúpido´, por supuesto en un susurro, todo resultó claro... No tenía otra opción. Uno de nosotros era estúpido, y como todos saben, es imposible decir eso de uno mismo".
La disputa entre la verdad y los simulacros de la verdad, es eterna. Pero la verdad siempre triunfa. Entonces descubrimos con la princesa Myagkaya que detrás de la máscara nada existe. La simulación puede recorrer cierta distancia, cosechar éxitos. Pero al final, debe entregar su máscara.


sábado, 15 de julio de 2017

La Trilogía del Mar Dulce. Un extraño en un país extraño


Mario Szichman



En ocasiones, es bueno tomar distancias. Escribí mi Trilogía del Mar Dulce, la historia de tres generaciones de una familia judía radicada en Buenos Aires, cuando vivía en Caracas. La crónica falsa es de 1968, Los judíos del Mar Dulce de 1971, y A las 20:35 la señora pasó a la inmortalidad, de 1979.  

Mi Trilogía de la Patria Boba, sobre el proceso de independencia en la Gran Colombia, la escribí en Nueva York. Los Papeles de Miranda fue publicada en 1980, Las dos muertes del general Simón Bolívar en 1984, y Los años de la guerra a muerte, en 1987. Eros y la doncella, la novela sobre la Revolución Francesa, también la escribí en Nueva York.
En realidad, la única novela que transcurre en Nueva York  y que escribí en esta ciudad, es La región vacía/The Empty Grave, sobre los ataques del 11 de septiembre de 2001. Pero sigo pensando que también en esa ocasión pude tomar distancias. Observé la tragedia con lentes de periodista, mientras trabajaba en The Associated Press en el llamado Graveyard Shift, el turno del cementerio, entre las 11:30 de la noche y las 7:00 de la mañana, cuando la ciudad dormía.
Durante algunas semanas, The World Trade Center se convirtió en receptáculo de casi tres mil cadáveres incinerados, quizás una de las fosas comunes más grandes de la historia. Yo pasaba del graveyard de la oficina, al otro emplazado unos cincuenta bloques más abajo. Mi tarea era editar el material que enviaban los reporteros, o poner titulares a las fotos. (Hay bastantes alusiones en la novela a esa sala de prensa, y a las cosas extrañas que ocurrían en la redacción cuando los jefes dormían plácidamente sus sueños).


LAS IMPENSADAS ELECCIONES

Mi infancia estuvo marcada también por el antisemitismo. En la Argentina había dos poderosas instituciones que no veían a los judíos con buenos ojos: la iglesia, y el ejército. Y ocurre que esas instituciones tenían muchos sitios hacia dónde mirar, pues la colectividad judía argentina era la más grande de América Latina. Aunque las cifras reales de judíos eran difíciles de averiguar. Y por excelentes razones.
En mi novela A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad (https://www.barnesandnoble.com/w/a-las-20-mario-szichman/1112212820?ean=9781623093075) la versión corregida, editada y mejorada por la profesora Carmen Virginia Carrillo en 2012,  comenté la necesidad que había entre los judíos provenientes de Europa oriental de averiguar el porcentaje de sus congéneres en relación al resto de la población. Y por una simple razón: pasado un porcentaje, sobrevenía el genocidio.
Este es un diálogo entre dos de los personajes de la novela, Pinie y Motje:
“–Vos porque no sabés nada de geopolítica– alardeó Motje. –En geopolítica, podés matar judíos en Polonia, que no pasa nada. Pero anímate en geopolítica a matar judíos en Argentina. ¿Ves que resulta imposible?
– ¿Qué les cuesta alambrar el barrio de Once, que está lleno de paisanos, y entrar con tanques? – preguntó Pinie.
–Pueden, pero, ¿qué hacen con la geopolítica? No te olvides que es una ciencia. No se puede ir contra la ciencia. Ellos calculan así en geopolítica: cuando los judíos llegan al ocho por ciento de la población total: pogroms. Si suben al diez por ciento: guetos. Después del doce por ciento: genocidios. Ahora, ¿adivina en que porcentaje estamos?
–No lo sé– admitió Pinie.
–Yo tampoco. Eso no lo sabe ni el gran rabino. Es un secreto militar. Mientras manejemos las estadísticas, podremos dormir tranquilos”.
Por cierto, los judíos habían inventado estrategias a fin de pasar desapercibidos. El poeta Israel Zeitlin,  nacido en la ciudad ucraniana de Ekaterinoslav (actual Dnipropetrovsk) se transformó en César Tiempo años después de llegar a Buenos Aires. Alguien que se llamaba originalmente Socolinsky, circuncidó su apellido y empezó a llamarse Socol. Y el más egregio de los intelectuales judíos, el narrador y periodista Alberto Gerchunoff, de origen lituano, escribió su famoso relato Los gauchos judíos donde prolifera lo gauchesco, y está ausente lo judío. Esos judíos dialogan en un español más castizo que el utilizado por los habitantes de la Madre Patria durante la época de la Inquisición.
Gerchunoff fue como la versión judía de Enrique Larreta, el escritor argentino cuya obra más famosa, La gloria de Don Ramiro, transcurre en España, en la época del rey Felipe Segundo. Previo a escribirla, Larreta explicó su “ambicioso designio de expresar en un solo libro el apasionante claroscuro del alma épica y monacal de España”.  En realidad, la novela es espantosa. Como hubiera dicho Borges, “se trata de una de las formas más famosas del tedio”.
Es obvio que la hispanidad, para Gerchunoff, era una manera elegante de eludir el antisemitismo. En Los judíos del Mar Dulce traté de hacer, en parte, una parodia de Los gauchos judíos y tuve como recompensa que la crítica literaria norteamericana Naomi Lindstrom titulase uno de sus libros Jewish Issues in Argentine Literature, From Gerchunoff to Szichman.[i]

VOLVER A LAS RAÍCES

Desde que tuve uso de razón, sentí que era un extraño en una tierra extraña llamada Argentina. Recuerdo que en la época de Perón daban clases de catecismo en la escuela primaria. A los judíos nos sacaban del aula, y nos llevaban a otra donde enseñaban creo que moral cívica. Yo me sentía muy diferente. Y además, excluido. Envidiaba a todos esos niños que se disfrazaban de galanes para asistir a la primera comunión.
Ya en mi adolescencia, aparecieron los grupos neofascistas y neonazis Tacuara y Guardia de Hierro. A la salida del Colegio Nacional Moreno, nos aguardaban pandilleros con el pelo engominado, y en ocasiones nos caían a golpes. Yo andaba provisto de una cachiporra. Luego, en el servicio militar, un sargento ayudante solía recordar con desprecio mi origen judío, especialmente cuando estaba de guardia y borracho. Recuerdo una frase que solía repetir en sus borracheras, y que incorporé a La verdadera crónica falsa.  “Durante mi vida hice de todo. Solo me falta viajar en un dirigible, montarme a una monja, y dejarme romper el c…”
Apenas pude huir de la Argentina, lo hice. Tras el servicio militar, a los 21 años de edad, me fui para Haití, aunque nunca llegué. Cuando hice escala en Colombia, el magnífico escritor Álvaro Cepeda Samudio, el novelista de La Casa Grande, me recomendó que me fuera para Venezuela. “Colombia es el pasado”, me dijo. “Venezuela es el futuro”. Eso fue en 1967, cuando Venezuela era la meca de América del Sur. Donde comprobé, además, que el Mar Caribe era absolutamente azul.
Si no sentí el antisemitismo en Venezuela, es porque había pocos judíos –muy por debajo del porcentaje que atizaba un genocidio—, y algunos en posiciones de importancia. Teodoro Petkoff era ya uno de los dirigentes del MAS; Margot Benacerraf cumplía una tarea cultural de gran importancia, e Isaac Chocrón era ya un famoso dramaturgo. Inclusive hubo un ministro que se encargó de la reconstrucción del cementerio judío de Coro.
Y como no me sentía perseguido, empecé a reflexionar acerca del tema judío en la Argentina. En Caracas escribí La Trilogía del Mar Dulce. Creo que la pujanza de esa espectacular ciudad alentó mi megalomanía. Tuve suerte. Ya mi primera novela, La Crónica Falsa, ganó Mención en el Concurso Casa de las Américas en 1968. Y eso demuestra que es imprescindible desconfiar de los concursos literarios. Cuando vi la novela impresa sentí grandes deseos de arrojarme por una ventana. Era caótica, incomprensible, aunque seguía los lineamientos de Operación Masacre, ese magnífico libro de non fiction de Rodolfo Walsh.
En la novela introducía a un personaje, Natalio Pechof, que era fusilado en los basurales de José León Suárez tras frustrarse una rebelión de militares y civiles adictos al peronismo, por orden de los líderes de la Revolución Libertadora. Natalio Pechof era una anomalía. Ningún judío fue fusilado en los basurales. Cuando le comenté a Walsh ese detalle, se mostró muy generoso. Me dijo que él había escrito un libro periodístico, y debía ceñirse a la verdad. Yo había escrito una novela, y podía permitirme toda clase de transgresiones.
De todas maneras, seguí sin estar convencido. En 1971, viviendo en Buenos Aires, el Centro Editor de América Latina, me propuso reeditar La Crónica Falsa. Tan avergonzado me sentí de la primera versión, que pedí permiso para corregir también el título. Así surgió La verdadera crónica falsa. Era una versión mejorada, aunque seguía sin convencerme.
Afortunadamente, la profesora Carmen Virginia, quien ha editado y mejorado todas mis novelas, se dedicó a corregir y mejorar ese patito feo, que es hoy realmente un cisne (https://www.barnesandnoble.com/w/la-verdadera-cr-nica-falsa-mario-szichman/1125985385?ean=9781483595634.)
En cuanto a la temática judía... En A las 20:25 puse como epígrafe: “La meta es el origen”. Y para mí ser judío es mucho más importante que haber nacido en la Argentina. Aunque es cierto, la Argentina me marcó.
Pero es ahora tiempo de enfilar hacia otros orígenes.
Hace poco terminé una novela. Es sobre la captura del criminal de guerra Adolf Eichmann en la Argentina. Mi protagonista, Dani Aron, es un nokmim, un vengador judío. Una especie de Rambo. Aunque al final participa en el comando que captura a Eichmann, al principio se dedica a cazar nazis en Europa. Me gustan más ese tipo de personajes. Tal vez por algún púdico atavismo, prefiero el ojo por ojo, y el diente por diente, a la alternativa cristiana de ofrecer la otra mejilla. Se corre el riesgo de quedarse sin  mejilla.
El crítico Ilan Stavans señaló con mucha generosidad en su libro Borges the Jew  las manchas temáticas de mi narrativa centrada en la cuestión judía. “Alrededor de 1952”, dice Stavans, “los personajes (de Szichman) descubren su inaceptable status como judíos en Argentina y luchan de manera desesperada para asimilarse cambiando su apellido (de Pechof) por el de Gutiérrez Anselmi ... A diferencia de Gerchunoff, Berele o Bernando, (los alter egos de Szichman) buscan de manera permanente una respuesta a la extraña muerte política de su padre en un basural. ...
“Lo que resulta interesante acerca de la ficción de Szichman es la forma en que revisita la historia nacional. Al ubicar a sus personajes en distintos períodos, desde la Semana Trágica hasta los golpes militares en las décadas del cuarenta y en la derrotada revolución de 1956, (cuando muere el padre de Berele) Szichman formula una declaración incuestionable: ningún régimen, ninguna coyuntura en la historia argentina, es buena para los judíos debido a que su presencia histórica en el Río de la Plata es un error.
“Si Gerchunoff creyó en una época que Argentina era el paraíso, Szichman la considera el infierno”[ii]. No tengo mucho que cuestionar a esa apreciación.
En fecha reciente, dos intelectuales y entrañables amigos, Magdalena López, y Gerardo Barcia Palacios, ambos integrantes de la diáspora venezolana, escribieron reseñas sobre La verdadera crónica falsa. Ambas me encantan, no solo porque analizaron el contexto con sabiduría, sino porque un buen critico siempre enseña. Sus análisis de textos resultan indispensables para quien anhela dedicarse a la escritura. Y aquellos que rehúyen a los críticos y editores serios, se causan un daño. La escritura, una de las más solitarias de las profesiones, necesita la imaginación dialógica que todo editor y todo crítico proveen.
A continuación, algunos extractos de los textos de López y Barcia Palacios:

De la reseña de La verdadera crónica falsa por Magdalena López:
Quizá, la médula de eso que llaman la Historia con mayúscula, no radica sino en las miles de historias de personajes difíciles de encajar en grandes relatos épicos. Tal es el caso del padre de Bernardo, un socialista argentino y judío de origen polaco que, como mal héroe, es fusilado por equivocación después de ser detenido junto a un grupo de peronistas cuando miraba una pelea de boxeo por televisión la noche del 9 de junio de 1956. 
Los fusilamientos en José León Suárez de aquel año han llegado hasta nosotros a través de la pluma de Rodolfo Walsh, en su ya mítico libro de no ficción, Operación masacre (1957); sin embargo, lo que encontramos en la novela de La verdadera crónica falsa (BookBaby, tercera edición 2017) de Mario Szichman es otra cosa. Tal como se expresa en las últimas páginas, asistimos a muchos temas y muchos personajes que bajo la fabulación “verdadera” de esta crónica ficcionalizada, nos permiten acercarnos ya no sólo al retrato de la Argentina de los años cuarenta y cincuenta en torno a esta masacre histórica enmarcada en la llamada “Revolución Libertadora”, sino también a dramas personales que recogen en buena medida los de vidas invisibilizadas por la Historia y que no necesariamente están directamente relacionadas a los fusilamientos o a su documentación y denuncia.  El centro de la narración es el drama de Berele (niño)\Bernardo (adulto), un periodista que rastrea  la vida y las circunstancias de la muerte de su padre, mientras intenta hacerse cargo de una carga familiar judía plagada de mujeres fuertes, hombres torturados, perseguidos, exiliados y discriminados e incluso una adolescente suicida e incestuosa.
La verdadera crónica falsa es, por tanto, una novela sobre el fracaso, el desengaño y el extrañamiento que derivan de la imposibilidad de pertenencia a un país y de fe por una causa política o un líder que nos exima de tanta violencia acumulada. 
Sin embargo, como sucede también en otra obra de Szichman (La región vacía. Madrid: Verbum, 2014), perdura el amor como recurso inextinguible.  Bernardo sabe que sin su compañera Laura esta verdadera crónica falsa sería imposible de escribir.  Quizá,  en esta  obra, el amor no es sino el último recurso de los desarraigados de la historia.   
La verdadera crónica falsa es, así,  un fino mosaico de personajes y eventos que a ratos con sarcasmo, a ratos con ternura, nos siguen hablando de la dimensión humana de todos los horrores que nos habitan desde la memoria. 
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Del análisis de La Verdadera Crónica Falsa por Gerardo Barcia Palacios:
   Todo acontecimiento histórico esconde historias aledañas. Historias que, por un motivo u otro, perdieron protagonismo o se eclipsaron por otras de mayor trascendencia. Pero que no por ello son menos fascinantes, indignantes o perturbadoras. En muchos casos, además, una historia trascedente puede estar tan relacionada con su aledaña que ambas existen para justificarse mutuamente. Son un abanico holístico que visto en retrospectiva, se dan sentido y conviven de forma existencial.
En esta tercera edición o tercer intento (probablemente Mario leyó alguna vez a Miles Davis: “Si no te equivocas, te equivocas”) nos propone un rediseño que permite adivinar lo que vivieron muchas familias judías en la Argentina de aquellos años y permite además, conocer las matanzas sin sentido que muchos regímenes cometieron en nombre de nada. Cayeran quienes cayeran: culpables e inocentes.
Transitada por personajes que se van desarmando y rearmando a sí mismos, como la recomposición en cámara lenta de un jarrón que cae al suelo cuando se regresa el tiempo en un video, el relato plantea un enigma existencial de un personaje (Bernardo) que intenta descifrar los sucesos acontecidos aquella madrugada de junio de 1956, principalmente porque uno de ellos, que además resulto muerto, era su padre.
Para ello, junto con su compañera Laura, descubre de la mano de los protagonistas sobrevivientes qué sucedió realmente aquella noche y qué llevó a su padre a morir fusilado por error. En ese viaje, mediante una técnica narrativa que recuerda a una colección de puzles de flashbacks superpuestos, se va descubriendo no solo la historia real contada desde muchas perspectivas, sino que, curiosamente, Bernardo termina encontrándose consigo mismo y con su antepasado judío.
Ignoro las ediciones anteriores, pero esta última es sin duda una novela que recomendaría leer y que estoy seguro, como me ha pasado a mí, se devorará en menos de dos días.
Personalmente ha sido una fortuna para mí descubrir esta edición de la novela. Probablemente como venezolano que sabe que existen muchas historias aledañas que nunca serán contadas. O, quizá, simplemente por tener la oportunidad de leer nuevamente la magia que nos regala Mario con cada escrito.



[i] University of Missouri Press, Columbia, 1989.
[ii] Borges the Jew, State University of New York Press. 2016.