miércoles, 5 de julio de 2017

¿Cuantas vidas debemos vivir antes de morir? Las primeras quince vidas de Harry August


Mario Szichman





“Will I survive?
Can I remember?
Do I want to remember?”[i]
The First Fifteen Lives of Harry August

En Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift nos enseñó que la inmortalidad es una maldición, y que morir al ritmo de nuestros semejantes es un requisito indispensable.
Las guerras, las revoluciones, acortan drásticamente las vidas. En mi novela Eros y la doncella señalé las discrepancias de las muertes registradas durante la Revolución Francesa. Gatos y perros sobrevivían a sus dueños. Los hijos sobrevivían a sus padres. En escasas ocasiones, caritativos extraños los integraban a sus familiares. Las mujeres peleaban por conquistar hombres, que mermaban súbitamente tras las primeras batallas o depositaban su cabeza en el cesto de la guillotina.
¿Cuál sería la contrapartida? Según Swift, el surgimiento de inmortales, cuya única razón de vida era prolongar el displacer. Una vez superada la longevidad prevista —en la época de Swift era de unos setenta años— los inmortales se convertían en seres despreciables. El precio de la sobrevivencia era una feroz apatía en su trato con los mortales.


El tema de los inmortales, o de los seres capaces de morir y resucitar en varias ocasiones, es un subgénero de la literatura bastante antiguo. En el último medio siglo, el subgénero amenaza convertirse en un género, especialmente en el mundo de habla inglesa. Están los clásicos del siglo diecinueve y comienzos del veinte, como Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain, o La máquina del tiempo, de H.G. Wells. Y tenemos luego Time After Time, de Jack Finney, Bid Time Return, de Richard Matheson, y Breakthrough y Replay de Ken Grimwood, la segunda, una novela excepcional.

Claire North

Más que la inmortalidad, los narradores se muestran seducidos por las múltiples vidas. Como en el caso de The First Fifteen Lives of Harry August, de Claire North, seudónimo de la narradora inglesa Catherine Webb.
Las primeras quince vidas permiten a Harry August transitar la mayor parte del siglo veinte, y hasta observar la destrucción de las Torres Gemelas del World Trade Center registrada el 11 de septiembre de 2001.
La reiterada concepción de Harry ocurre en 1918. Su padre biológico, Rory Edmond Hulne, furioso por la infidelidad de su esposa, viola a una criada “en veinticinco minutos de ignominiosa pasión”, y la deja embarazada. Rory Hulne pertenece a una familia rica. Para ocultar el escándalo, se entrega al niño en adopción a Patrick y Harriet August.
Harry crece, se convierte en un adolescente brillante, luego en adulto, y en anciano, y empieza a morir sus múltiples vidas. Cada resurrección tiene el mismo punto de partida. La concepción en la cocina de los Hulne, el nacimiento de Harry en un baño de mujeres de una estación ferroviaria, la infancia en el hogar de los August, la vigilancia del niño por parte de los Hulne para que no cometa indiscreciones, o descubra quien es su padre.
La narradora aprovecha el background europeo para narrar las aventuras de Harry en distintas capitales. En sus diferentes vidas Harry estudia biología, química, física. Aunque su concepción y nacimiento nunca cambian, su conocimiento se profundiza, y comienza a circular en las altas esferas del intelecto.
En una de esas vidas es designado profesor de física en la universidad de Cambridge, donde conoce a un brillante joven, Vincent Rankis. Se hacen amigos, y al cabo de un tiempo, ambos descubren que son ouroboranes, seres destinados a varias resurrecciones.
La raza de los ouroboranes se va extinguiendo. Además, hay maneras de borrar sus memorias, y hacerlos renacer sin recuerdos. Los ouroboranes han creado clubes exclusivos, pero guerras y epidemias han disminuido su número. Vincent Rankis es además mnemónico, y tiene prácticamente en sus manos el destino del mundo. Su único rival es Harry August, quien es capaz de recordar y acrecentar sus conocimientos en el transcurso de sus variadas vidas.
De esa manera, la novelista nos transporta al mundo del doctor Jekyll y del señor Hyde. La amistad de Harry con Vincent se convierte en una dilatada pelea a muerte. La única forma de salvación para Harry es conservar los recuerdos. La tarea de Vincent es eliminarlos y crear “el espejo de quantum”, donde “cuando alguien contempla en profundidad, descubre que Dios lo está contemplando”, reiterando la metáfora de Nietzche de que cuando observamos el abismo, el abismo nos devuelve la mirada.
El Quantum Mirror tiene como función crear un simulacro del universo en cualquier época. Y, como explica el némesis de Harry, permitirá al usuario observar el universo como si fuera un dios.
North hace juegos de malabarismo con la historia y con las peripecias de Harry. En una de sus vidas, Harry descubre una aceleración de la historia. Las computadoras aparecen diez, quince años antes de lo previsto, así como las bombas atómicas, los teléfonos celulares, la televisión en color, los misiles transcontinentales. Y esa aceleración trastorna el mundo en su totalidad.
Es obvio que los ouroburanes que circulan en las distintas vidas de Harry August son un recurso de la novelista para enfrentar el tedio. Ya eso había preocupado previamente a Jonathan Swift cuando abominó de los inmortales. Son, en cierta medida, como esos personajes de Samuel Beckett, que surgen en el escenario para articular una réplica. Aunque, en este caso,  exhiben las estériles, inagotables formas de una vida sin final.
La vida es desafío y el Creador, o algún otro ente similar, nos ofrece alternativas para enfrentar el conflicto en un lapso determinado, generalmente en tres actos. Pero ¿qué clase de reto existe cuando nuestras necesidades básicas son satisfechas, y ni siquiera debemos preocuparnos por el más allá, pues siempre podemos retornar al más acá?
Al cabo de varias vidas, inclusive los sucesos futuros carecen de impacto, pues ya los hemos contemplado antes. No es lo mismo avanzar hacia un futuro desconocido, que siempre nos brinda esperanzas, que transitarlo nuevamente enterados de lo que ocurrirá. Basta recordar lo acaecido con la destrucción de las Torres Gemelas del World Trade Center. Durante toda la jornada del 11 de septiembre de 2001, los noticieros de televisión entraron en un macabro loop, reiterando las imágenes de las torres cayendo, hasta que se hizo imposible su contemplación, además de aburrida.
Como un respiro, muchas historias se han escrito acerca del día previo a los ataques, no solo las vidas perdidas por alguna cita inesperada, sino las que se salvaron de pura casualidad. (Por ejemplo, una mujer se encaprichó con un vestido rojo que deseaba lucir en su cumpleaños y decidió esperar a la apertura de la tienda a las 9:00 de la mañana, en lugar de llegar puntualmente a su oficina situada en la Torre Norte a las 8:30. El primer avión comercial se estrelló en la torre a las 8:46 de la mañana. La mujer nunca se libró del vestido. Tampoco lo usó una sola vez).
Uno de los aspectos fascinantes de The First Fifteen Lives of Harry August es la manera en que la narradora nos permite recorrer lugares previo a eventos que ocuparon las primeras planas de los diarios. Harry August visita los impresionantes Budas de Afganistán antes que los talibanes los destruyan, combate en la segunda guerra mundial, y pasa parte del tiempo en Beijing previo al Gran Salto hacia Adelante, que causó la muerte por hambre de entre 18 y 45 millones de chinos. Harry sabe que va a ocurrir, y circula entre seres humanos ignorantes de lo que se avecina.
El recorrido del protagonista hacia el futuro es sometido a una constante indagación del pasado, permitiendo confrontar el recuerdo, hacerlo más luminoso.
Quizás algo que escasea en la novela es el romance. Circulan parejas, Harry se enamora de algunas mujeres, se casa, pero la pasión no figura entre sus intereses principales. ¿Tal vez su violenta concepción ha marcado sus múltiples vidas? ¿Es el tedio el precio que debe pagar por su reiterada resurrección.
Jonathan Swift nos ofreció una sabia lección. Cuando se trata de abandonar este mundo, es preferible no discrepar del resto. Debemos ceder el paso a las siguientes generaciones, y rogar que su longevidad no sea excesiva, ni los achaques se conviertan en un sucedáneo del infierno en la tierra.




[i] ¿Podré sobrevivir? ¿Podré recordar? ¿Deseo recordar?

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