miércoles, 26 de julio de 2017

“El Proceso” de Franz Kafka. Equívocos a tiempo futuro


Mario Szichman



Franz Kafka nunca tropezó con la posteridad. La posteridad se encargó de tropezar con él. Fue un infortunio que su muerte se anticipara a su fama, aunque eso le acarreó una recompensa: los críticos estuvieron ausentes de sus decisiones. En cambio, la figura paterna desempeñó un terrible poder.
Muy pocos autores logran eludir el acoso de la crítica. A veces, cuando la fama acecha en el futuro, el escritor amplía el espacio para crear grandes obras, ya que nadie está pendiente de sus tareas. El desconocido William Faulkner produjo sus mejores textos cuando trabajaba en una oficina de correos (hasta que presentó su renuncia, porque, según dijo, no podía estar al servicio de cualquier persona que guardaba un níquel en su bolsillo para comprar estampillas), o en la época en que escribía guiones para el director de cine Howard Hawks.
Tras obtener el Premio Nobel, su producción se hizo más explícita, y menos interesante. Lo mismo sucedió con Ernest Hemingway, cuya declinación coincidió con su creciente fama. Basta comparar su primera novela, The Sun Also Rises, con una de las últimas, El viejo y el mar.
(Ver The Sun Also Rises: Los ricos son diferentes, en:
http://marioszichman.blogspot.com/2016/07/the-sun-also-rises-los-ricos-son.html)
Por supuesto, eso no ocurre en todas las culturas. El Leo Tolstoi de Anna Karenina es superior al de La guerra y la paz, aunque el romance de la casada infiel fue publicado casi una década después de su épico relato sobre la invasión de Napoleón Bonaparte a Rusia. Y algo análogo ocurre con Fiodor Dostoevski, cuya obra magna, Los hermanos Karamazov, fue publicada 14 años después de Crimen y Castigo.
Pero el público ruso no era el norteamericano. Aunque los escritores del imperio zarista gozaban de gran prestigio, sus lectores escaseaban tanto como sus críticos. (Los ávidos lectores de esos genios eran los múltiples censores del zarismo).

Franz Kafka

Las principales novelas y cuentos de Kafka parecen apostar a una nebulosa posteridad. Kafka no tenía confianza en su talento, al punto que ordenó a Max Brod, su albacea testamentario, quemar sus obras.  Kafka falleció en 1924. La vasta divulgación de sus novelas y de sus cuentos comenzó a partir de su muerte. Tal vez Kafka confiaba más en Max Brod, que en su pericia de escritor. Y su amigo no lo traicionó. En lugar de quemar sus obras, se encargó de organizarlas, una tarea kafkiana, pues los cuadernos de apuntes del narrador eran un perpetuo acertijo. Algunos de ellos están escritos de atrás para adelante.
Ausente el público, Kafka nunca tuvo una idea muy clara de para quien escribía. Y la posteridad, segura de que el autor nunca podría desmentirla, prodigó contradictorios mitos en torno a su obra.



Algunos han intentado comparar El Proceso con 1984, de George Orwell. Pero no hay punto de contacto alguno entre ambas novelas. En 1984, Orwell describió una sociedad totalitaria, en perpetuo estado de guerra, con un gobierno que sometía a cada uno de sus súbditos a una eterna vigilancia. Winston Smith, su protagonista, quien trabaja para el Ministerio de la Verdad, inicia una secreta rebelión mediante el gesto de comprar un cuaderno de apuntes y anotar sus recuerdos, que contradicen la propaganda y el revisionismo histórico alentado por el gobierno.
Smith desafía a un poder omnímodo que acaba por destruirlo. Pero Josef K., el protagonista de El Proceso, ignora a qué se enfrenta. A fin de cuentas, es su principal interlocutor.
El comienzo de la novela anuncia que estamos en presencia de algo aún más omnímodo que ese Hermano Grande que nos vigila en 1984. Al cumplir Josef K. sus 30 años, en mitad del camino de la vida, algo imprevisto lo acosa: “Alguien debió haber estado contando mentiras acerca de Josef K.”, dice el narrador, “pues aunque no había hecho nada malo, un día fue arrestado”.
Inclusive ese primer párrafo es equívoco. ¿Quién garantiza que Josef K. no ha hecho nada malo? Y además: ¿Es realmente arrestado? En el caso de Kafka, sabemos que tanto la culpa como la condena son acarreadas por cada ser humano. No hay necesidad de una intervención estatal. Desde el momento de nacer, somos infractores, aunque nadie nos someta a edicto alguno. Y en cuanto al supuesto arresto que organiza la trama… Tres policías llegan al apartamento de Josef K., le anuncian que es culpable de una transgresión. Aunque está siendo investigado, lo autorizan a seguir en libertad. Una libertad que ni siquiera es vigilada. Compete al  protagonista demostrar su inocencia. Quizás quebrantó la ley. Pero eso no es importante. Como dice uno de los personajes, aunque Josef K. resulte inocente, le convendría declararse culpable. La justicia es más benigna cuando se admite un delito. Carece de toda importancia si fue realmente cometido.

PUNTOS DE VISTA

El protagonista de El Proceso nada tiene que ver con alguien como Winston Smith, el personaje central de 1984. La certeza de Smith en su total inocencia está acompañada de la absoluta seguridad en la omnipotencia del régimen que hasta controla el pensamiento de sus súbditos.
En cambio, la tragedia de Josef K. es una tragedia bufa. Debe convertirse en detective de sí mismo, para facilitar a las autoridades la tarea de juzgarlo. En el mundo de Kafka no hay certeza alguna. Está compuesto por seres que actúan como comparsas. Recuerdan a ese personaje de Esperando a Godot, emplazado en el escenario con el único propósito de inventar réplicas.
Toda la odisea de El Proceso está marcada por el absurdo y la comedia de situaciones. Josef  K. obtiene una aureola de mártir en esa ridícula búsqueda por descubrir cuál es su situación real. Al concentrarse en eventos sin importancia, el personaje va acumulando un vasto conocimiento de todo aquello que no funciona en un sistema de justicia.
Kafka tenía la costumbre de cuestionar las palabras y su significado. En El Castillo demolió la imagen que tenemos de esas majestuosas fortalezas. Se trata, apenas, de un conjunto de viviendas, que en nada recuerdan a un castillo. En La Colonia Penitenciaria, para demostrar que la letra con sangre entra, un penado es colocado en una máquina encargada de escribir su sentencia con un punzón que martiriza su carne.
Pero El Proceso es algo más. En esa novela se cuestiona toda forma de legalidad. Josef K. no solo debe buscar justicia, sino descubrir en qué consiste. No hay dramatismo en esa búsqueda. Solo incidentes de una gran hilaridad.
Así como para Kafka los castillos no son castillos, tampoco existen en El Proceso las instituciones a las cuales se encomienda la tarea de administrar la ley. Ni siquiera cuentan con horarios de oficina. La primera vez que Josef K. se dirige a un tribunal, es un domingo. Y el tribunal es apenas una casa de vecindad. El salón principal está atravesado por tendederos de ropa. Los vecinos se asoman por las ventanas para observar las incidencias de un juicio.
Josef K. tiene más éxito como galán, que como acusado. En determinado momento, piensa que la única parte inteligible del proceso es que “estoy acumulando mujeres. Primero la señorita Bürstner”, una mujer que vive en su pensión, “luego, la esposa del ujier de la corte, y ahora, una ayudante de enfermera”.
La intimidad sexual es en ocasiones practicada a la vista del público. Los episodios en la corte recuerdan batallas campales de los Keystone Cops, esos policías que abundaban en los filmes del cine mudo. Josef K. observa un enfrentamiento entre un funcionario del tribunal, y varios abogados litigantes. El funcionario está al tope de las escaleras. Los abogados, un piso más abajo. “Los abogados”, dice Kafka, “intentaban subir las escaleras, pero permitían que el funcionario del tribunal los arrojara de nuevo escaleras abajo. El propósito era cansar al funcionario”.
Y en el medio de estos conflictos, Josef K. un ser retórico y ridículo, trata de razonar con altanería en un mundo caótico, carente de respuestas. Abundan los personajes en El Proceso. Todos ellos se muestran categóricos en su verdad, aunque nadie explica en qué consiste.

LA CONFORMIDAD KAFKIANA

Hay evidencias de que Kafka admiraba el teatro y se sentía más cómodo urdiendo situaciones donde predominaba el diálogo absurdo, y la pantomima. En El Proceso, la mezcla resulta evidente, generando un insistente efecto cómico al cual escasos críticos le han asignado gran importancia.
Ausente el público ¿Para quién escribía Kafka? Posiblemente, para su poderoso, temido, odiado y venerado padre. No muchos autores envían una larga, meticulosa carta a su padre, explicando las razones de sus desavenencias. O redactan un cuento como La condena, donde Georg Bedenmann, hijo de comerciantes, enamorado y a punto de casarse, descubre que su padre conoce todos sus secretos, lo desprecia por su personalidad, y cuestiona la elección de su prometida. Y además, lo condena a morir ahogado, orden que Georg Bedenmann acata.
Kafka tenía una prosa muy sencilla y descriptiva. Su realismo era el de las cosas inexistentes. El Talmud, y la Biblia, son reconocibles en sus adagios, y en la fascinación por La Ley. En el caso del escritor, se trataba de la ley del padre, cuya temible figura era capaz de conducirlo a la muerte, algo que Kafka parecía dispuesto a aceptar con toda docilidad.


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