domingo, 9 de julio de 2017

Interpretando la banalidad del mal. Un testigo privilegiado del juicio a jerarcas nazis


Mario Szichman
Richard W. Sonnenfeldt

Richard W. Sonnenfeldt, quien huyó de la Alemania nazi cuando era un adolescente, fue el jefe de los intérpretes de la fiscalía de Estados Unidos en el juicio de Nuremberg contra varios jerarcas del régimen liderado por Adolfo Hitler.
En 1945, a los 22 años de edad, y tras una serie de peripecias,  debió confrontar a casi dos docenas de jerarcas nazis, entre ellos a Herman Goering, el segundo en la jerarquía del Tercer Reich después de Hitler, a Joachim von Ribbentrop, el ministro de Relaciones Exteriores del Führer, al industrial Albert Speer, encargado de la manufactura de material bélico, y a Rudolph Hoess[i] el comandante del campo de exterminio de Auschwitz.
Richard Sonnefeldt viajó con su hermano Helmut a Gran Bretaña en 1938, para estudiar en un colegio. La idea era fijar residencia, a fin de traer al resto de su familia, luego que las Leyes de Nuremberg de 1935 convirtieron a los judíos en parias, al abolir sus derechos como ciudadanos y excluirlos de toda clase de empleos. (Las leyes se aplicaron luego a alemanes de origen africano, y a gitanos).
Richard fue internado en un campamento, acusado de ser un “enemigo alemán”, y despachado a Australia. (Su hermano Helmut, entonces de 14 años, recibió permiso para quedarse).
Tras llegar a Australia, Richard Sonnenfeldt expresó su deseo de luchar contra los nazis, y fue puesto en libertad. Inició entonces un larguísimo viaje en que visitó cinco continentes y sobrevivió a un ataque con torpedos. En 1941 logró llegar a Estados Unidos, donde se reunió con su hermano y con sus padres, quienes lograron huir a Suecia, instalándose luego en Baltimore, Estados Unidos.
Tras obtener la ciudadanía norteamericana, Sonnenfeldt fue reclutado por el ejército. Luchó en la batalla de las Ardenas, una de las más sangrientas de la segunda guerra mundial, y participó luego en la liberación del campo de exterminio de Dachau.
Un mes más tarde, el general William J. Donovan, director de la Oficina de Servicios Estratégicos,  precursora de la CIA, escogió a Sonnenfeldt para que trabajara como intérprete en el proceso a los dirigentes nazis que se llevó a cabo en la ciudad de Nuremberg. 


En su autobiografía Witness to Nuremberg (2006, Arcade Publishing), Sonnenfeldt dijo que su primer interrogatorio fue el de Goering, a quien Hitler había designado como sucesor, aunque luego ordenó su ejecución, por desobedecer órdenes en los días finales de su régimen.
Durante el encuentro, señaló Sonnenfeldt, sintió como si “el refugiado judío que yo había sido en una época, me estaba tironeando de la manga de la camisa”.  
Pese a su nerviosismo, el joven de 22 años decidió enfrentarse al que fuera uno de los hombres más poderosos y crueles de Alemania, fijándole las reglas que debería seguir. “Cuando yo hable, usted no me va a interrumpir”, le dijo a Goering. “Usted espera hasta que yo concluya. Y cuando usted quiera decir algo, lo escucharé, y decidiré si es necesario traducir sus palabras”.
Eso se lo dijo Sonnenfeldt a quien había sido el primer comandante de las SA, las milicias nazis, el organizador de la Gestapo, como una fuerza nacional de terrorismo, presidente del Reichstag cuando se proclamaron las leyes raciales de Nuremberg, y el organizador de los bombardeos a Roterdam. Pero el intérprete tenía también una cuenta que saldar a nivel personal. “Goering ordenó que mi padre fuese puesto en un campo de concentración, aunque después ordenó su liberación, pues mi padre había sido condecorado con la Cruz de Hierro en la primera guerra mundial”.
La  audacia de Sonnenfeldt para enfrentarse a un preso con las credenciales de Goering provenía de una frase de Churchill, y de la captura de un general alemán en la que había participado. La frase de Churchill era la siguiente: “los alemanes suelen arrojarse a la garganta, o tenderse a los pies del enemigo”. En cuanto al general capturado, exigió a Sonnenfeldt que no lo obligara a viajar en la parte trasera de un camión donde iban sus subordinados. Sonnenfeldt aceptó el pedido y obligó al general a caminar delante del camión, rumbo al campamento de prisioneros, situado a gran distancia.

LIDIANDO CON LOS SEÑORES ASESINOS


Juicio de Nuremberg

La táctica con Goering fue no solo establecer las reglas del juego, sino burlarse de su apellido. Sonnenfeldt se dirigió en cierta ocasión al que había sido Reich Marshall de Alemania como “Herr Gering”, que en alemán significa “don nadie”.  Goering miró al intérprete con odio y le aclaró que ese no era su apellido.
Sin embargo, pronto se estableció una empatía entre ambos. Inclusive Goering insistió en que Sonnenfeldt siguiera siendo su intérprete cuando uno de sus jefes quiso trasladarlo a otra sección.
Una de las primeras tareas de los carceleros de Goering fue acabar con su drogadicción. Solía consumir unas cuarenta píldoras diarias de un derivado de la morfina. Pese a que la desintoxicación afectó su salud, no alteró su agudeza mental. Goering prometió decir toda la verdad, y nada más que la verdad, pero negó sistemáticamente las acusaciones de la fiscalía. Dijo estar dispuesto a asumir toda la responsabilidad por todo lo que había sido hecho en su nombre, aunque, según dijo el intérprete, “negó conocimiento de virtualmente todo lo que había sido hecho en su nombre”.
En realidad, para Goering, la culpa de todas las fechorías del régimen debía atribuirse a otros. Entre quienes habían presuntamente engañado a Goering u ofrecido falsa información figuraban de manera prominente Heinrich Himmler, líder de las SS, un grupo paramilitar encargado del control de los campos de concentración, o Martin Bormann, uno de los más estrechos colaboradores de Hitler. La ventaja era que Himmler se había suicidado, y Bormann figuraba como desaparecido.
 Una de las tareas de Sonnenfeldt era mostrarle al prisionero alguno de los documentos capturados en que aparecían sus órdenes, firmadas de su puño y letra. Goering lo miraba fijo sin abrir la boca, o se encogía de hombros.

Incendio del Reichstag

En cierta ocasión, el general Franz Halder, quien fue testigo contra los nazis en el juicio de Nuremberg, dijo que había cenado con Hitler y Goering en la sede del Führer en Prusia oriental. Ante una docena de invitados, Goering dijo que él había ordenado incendiar el Reichstag, la sede del parlamento alemán. Los nazis habían acusado del incendio a los comunistas. El episodio sirvió a Hitler para suspender la mayoría de las libertades civiles en Alemania, incluyendo el habeas corpus, la libertad de expresión, la libertad de prensa, el derecho de libre asociación  y el secreto en las comunicaciones por correo y telefónicas.
Cuando Sonnenfeldt le mostró a Goering la declaración de Halder, el ex dirigente nazi respondió: “Oh, esa fue una broma que le hice a Hitler”. Y el intérprete le respondió: “¿Podría decirme otra de las bromas que le hizo a Hitler”?
Por una vez, señaló Sonnenfeldt, “Goering se quedó sin saber qué decir”.

LA CONDICIÓN HUMANA

Algunos de los jefes nazis eran de un sadismo increíble. Sonnenfeldt conversó en cierta ocasión con el hijo de Franz Ziereis, comandante del campo de exterminio de Mauthausen. El joven le dijo que su padre era bueno, pero se quejó de que al cumplir diez años, Franz Ziereis le regaló un rifle, y luego trajo a seis prisioneros, los puso contra una pared, y lo obligó a disparar contra ellos.
“Demoré mucho tiempo en hacerlo”, dijo el joven. “Fue muy difícil, y no me gustó la tarea”.
El intérprete descubrió luego que el rifle era de un pequeño calibre. “El comandante Ziereis había inventado ese particular pasatiempo pues de esa manera se necesitaban docenas de balazos para matar prisioneros”.
En otra oportunidad, Sonnenfeldt interrogó a Rudolf Hoess, comandante del campo de concentración de Auschwitz. Cuando le preguntó si era cierto que había ordenado el exterminio de tres millones y medio de seres humanos, Hoess se enfureció. “No, no es cierto”, dijo. “Solo fueron dos millones y medio. El resto fallecieron por otras causas”. ¿Y cuáles eran esas causas? “Enfermedades, epidemias imposibles de frenar, y hambrunas que causaban el colapso físico, cuando no podíamos alimentar a los reclusos”.
Durante mucho tiempo, Hoess intentó ocultar a su esposa las tareas en que estaba involucrado. Finalmente, decidió sincerarse. “Entonces”, dijo Hoess, “ella abandonó la cama y nunca más permitió que la tocara. Pero yo encontré una joven prisionera. Ella nunca me hizo preguntas”.
Sonnenfeldt expresó su asombro por la personalidad de los dirigentes nazis juzgados en Nuremberg. A excepción de Goering, del exministro de armamentos Albert Speer, o de Hjalmar Schacht, considerado el zar de las finanzas en la primera época del nazismo, el resto se caracterizaban “por la mediocridad, la falta de distinción en materia de intelecto, conocimiento o perspicacia”. La carencia de educación estaba acompañada por la ausencia de carácter. “No tenían integridad alguna. Eran serviles con sus superiores y arrogantes con el resto”.
Esas fueron las figuras que dirigieron los destinos de Alemania entre 1933 y 1945, hasta el colapso final del Reich. Doce años se prolongó la cruel aventura nazi, aunque el sueño de Hitler había sido crear un Reich capaz de durar mil años.





[i]  No confundir con Rudolph Hess, quien fue designado segundo de Hitler en 1933. En 1941, Hess huyó a Escocia en un intento por negociar la paz con el Reino Unido durante la segunda guerra mundial. Fue tomado prisionero, acusado en el juicio de Nuremberg de crímenes contra la paz, y condenado a cadena perpetua. Se suicidó en la cárcel, a los 93 años de edad.

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