miércoles, 19 de julio de 2017

Los simulacros de la verdad


Mario Szichman



Una respetada persona me señaló que durante muchos años, sintió contrariedad por no finalizar la lectura de algunas de las novelas que le recomendaban con entusiasmo. Esa persona tenía una estrecha amistad con Gabriel García Márquez, también conocido como el “Gabo” por aquellos que nunca lo vieron en su vida y posiblemente tampoco lo leyeron. Cuando esa persona expresó a García Márquez su disgusto por no llegar hasta la palabra fin en el caso de algunos libros, el escritor le respondió más o menos con estas palabras: “Pues yo hago lo mismo. Si tras leer 40 páginas de una novela no me convence, la abandono. Si una obra de teatro no me gusta, me levanto apenas comenzado el primer acto. Y eso se extiende al cine, o a un concierto”.
La persona de la que estoy hablando se sintió liberada de esa opresión que nos embarga cuando somos incapaces de llegar al final de un libro o nos alzamos de nuestra butaca antes de concluir una función.
Y sin embargo, no podemos erradicar la culpa que nos causa discrepar del resto. Pues todavía los libros, las obras de teatro, el ballet, el cine, cuentan con el patrocinio del censor. Es difícil admitir que algo consagrado constituya, como señalaba Jorge Luis Borges, una de las formas más famosas del tedio. Podemos abominar de los políticos, o criticar a media humanidad. Pero ciertos productos de la imaginación humana están al margen de todo reproche. Y quien se atreve a cuestionarlos, es condenado sin derecho a la defensa.
Por ejemplo, criticamos el tedio en obras populares, pero estamos constreñidos a amarlo en los clásicos, especialmente si han sido sancionados por la academia. En realidad, el tedio constituye una parte esencial de la literatura seria, o de cualquier expresión artística “elevada”.  Si James Joyce no hubiera creado el Ulises, y Finnegan´s Wake, alguien tendría que haberlos inventado. Los libros fastidiosos suelen ser uno de los víveres preferidos de los académicos, un poco como la cacería del zorro que según Oscar Wilde, es “lo innombrable persiguiendo lo indigerible”.  Los críticos pueden explayarse en sus virtudes, colocar abundantes notas al pie, pero nunca ponen en disputa las virtudes del autor.
Borges solía decir que podía abordarse el Ulises estudiando al crítico Stuart Gilbert. “O, en su defecto, leyendo el original”. Para los críticos, el problema con Gilbert es que explica muy bien la trama y los personajes. Eso permite acceder a una obra que es difícil, pero no hermética. Sin Gillbert, la cosa se hace más ardua.

William Faulkner, quien amaba el Ulises, decía que “es necesario aproximarse” a la novela de Joyce “como un iletrado predicador baptista se aproxima al Antiguo Testamento: con fe”. Yo prefiero aproximarme con esa misma fe a las novelas de Faulkner consideradas más difíciles: The Sound and the Fury, Absalom Absalom! Light in August, o a la nouvelle The Bear, que cuenta con uno de los párrafos más largos de la literatura anglosajona: consta de 1.800 palabras y ocupa seis páginas del texto. (Faulkner se encargó de superar ese párrafo en otro relato, The Jail).
Menciono esos textos porque cuando la ensayista Jean Stein le preguntó a Faulkner qué aconsejaba a quienes se mostraban incapaces de entender algunos de sus relatos tras leerlos dos o tres veces, el escritor respondió: “Deberían leerlos cuatro veces”.
Joyce era muy astuto, pues debía lidiar con los académicos británicos desde su condición de irlandés. Es obvio que necesitó crear un complejo rompecabezas para hacer más interesante una novela tediosa y angustiante. Sabía guardarse los naipes bien apretados contra su pecho. Pero en Faulkner la cuestión era distinta. Parecían interesarle muy poco los académicos. Además, rivalizaba con escritores sureños escasamente cosmopolitas, y escribía desde la perspectiva gótica.
Chris Baldick, en su introducción a Melmoth the Wanderer (Oxford University Press, 1989), indicó que la estrategia de la narrativa gótica “encubre el horror central en capas protectoras o de mutación. Los informes son siempre secundarios o terciarios”. De ahí “los recuentos ´concéntricos´ del explorador, del investigador, y del monstruo, en Frankenstein … o la elaborada, indirecta reconstrucción de los ultrajes de Sutpen en el Absalom, Absalom! De Faulkner”. El propósito del narrador gótico consiste en crear “una topografía imaginaria  de superficie convencional, y de profundidad delictiva que imparte una especial resonancia al mítico crimen, mientras perturba o corroe las certidumbres morales”.
De ahí la estructura invertida de The Sound and the Fury. Comienza en la superficie, analizando el mundo desde la mirada de Benji, un idiota, y culmina en las capas más profundas con Dilsey, una criada negra, la única en condiciones de armar el acertijo. Benji es apenas mirada y emoción corporal, sin comprensión alguna de lo que transcurre delante de sus ojos. Dilsey es la encargada de discernir y aceptar —sin juzgar— que en el centro de la familia Compson prevalece el incesto. Después de todo, se trata de una familia que en el universo faulkneriano representa la realeza,  y muy escasas monarquías han logrado salvarse de ese tabú.
Faulkner nos invita en The Sound and the Fury a recorrer el sendero del precepto desde la desavenencia incomprensible, hasta la confesión final. Y una vez emprendemos ese sendero, la fascinación nunca cesa, los personajes se hacen tridimensionales, y el drama se estructura en el vértigo.

INTERIOR Y EXTERIOR


La lucha entre los escritores que resultan enigmáticos por un astuto cálculo, y aquellos que  en primera instancia parecen incomprensibles, se viene librando desde hace bastante tiempo. Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, puede resultar impenetrable hasta que el lector desentraña su humor, el cuestionamiento de la novela como forma narrativa.
El crítico  ruso Viktor Sklovski lo demostró en un ensayo que precede la edición de la novela publicada por la editorial Planeta.  Sklovski nos señala que Tristram Shandy es una enorme digresión. (Tenía nueve volúmenes en su edición original).
El nacimiento de Tristram Shandy ocurre recién en el tercer volumen. La novela no solo está plagada de digresiones. Impera el doble sentido, y toda clase de artificios gráficos. Inclusive hay falsas portadas y contraportadas. El libro no solo contiene a la novela. También forma parte del artilugio, incluido un constante diálogo entre autor y lector.
En el relato, todo transcurre en la esfera doméstica donde se multiplican los equívocos. Una vez Tristram se convierte en narrador, discurre sobre temas tales como las prácticas sexuales, los insultos, y la influencia del nombre, y de las narices, uno de los símbolos fálicos más discernibles.
Lo más precario y lo más trascendente, especialmente la filosofía, se aúnan en esa obra maestra de la divagación y del humor que nunca pudo reclutar imitadores. Es interesante verificar que los contemporáneos de Sterne devoraron la novela, y siempre reclamaban nuevos volúmenes. Eso también formó parte de esa cock-and-bull story, pariente lejana del cuento de la buena pipa, un relato absurdo, improbable, narrado como si fuese la verdad verdadera. En ocasiones Sterne emergía de la novela, asumía los atributos del autor, e informaba a sus lectores qué era lo que podían esperar en la próxima entrega de Tristram Shandy.

ENTRETELONES


Lawrence Sterne

Tanto Sterne como Faulkner eran herederos de una dinastía donde la urgencia de contar era más acuciante que la necesidad de satisfacer su ego. Y ¿de qué puede escribir un escritor, sino de la preservación de la especie?  Al final, aquello que interesa a cada cuerpo humano, es acoplarse con otro, y trascender en una vida destinada a la siguiente generación. A veces transgrediendo tabúes, o afrontando calamidades, como en Faulkner, o usando acertijos, chistes de doble sentido, chabacanerías, como en Sterne. Por cierto, hasta conocemos con exactitud el momento exacto de la concepción de Tristram Shandy, por la costumbre del padre de poner todos los relojes en hora, antes de acoplarse con su esposa.
Solo la vida interesa a los grandes narradores, ya sea en su gloria y especialmente en su miseria. Lo demás suele ser retórica y esterilidad, la interminable discusión de temas de los cuales está ausente la fecundidad del cuerpo.

LA LECCIÓN DE LA PRINCESA

Recuerdo algunos autores que, afectados por un ego bastante frágil, necesitaban rodearse de acólitos, ninguno de los cuales cuestionaba su escritura. Por el contrario, elaboraban extrañas teorías para justificarla. Algunos de ellos se escudaban detrás de larguísimos ensayos donde intelectuales amigos expresaban la riqueza de su mundo. Si alguien cuestionaba al escritor, o anunciaba que su texto lo había aburrido, el agraviado reaccionaba con la furia de una mujer burlada.
Uno de esos escritores devoraba todo los libros que le ponían a su alcance. Cuando falleció, muchos intelectuales elogiaron su voracidad de lector, aunque nadie se atrevió a comentar sus virtudes de narrador, pues eran inexistentes. Los libros de los demás eran su escudo protector. Nadie cuestiona a un “hombre muy leído”.
Participaba de lo que se ha bautizado como “el amor del censor”. Nunca descubría nada por su cuenta. Se aferraba a los consagrados. Era apostar sobre seguro. En su juventud había sido algo más osado. Pero una vez llegó a la fase adulta, todo aquel escritor del cual se había burlado en sus inicios, recuperaba un sólido sitial.

Uno de los personajes más recordados de Anna Karenina es la princesa Myagkaya, aunque apenas ocupa una docena de páginas en la novela. La princesa dice que el marido de Anna es "simplemente un estúpido. Previamente, cuando me indicaban que debía considerarlo un hombre sabio, intenté hacerlo. Como resultado, me sentía como una estúpida, pues era incapaz de percibir su sabiduría. Pero, tan pronto como me dije a mí misma ´Karenin es estúpido´, por supuesto en un susurro, todo resultó claro... No tenía otra opción. Uno de nosotros era estúpido, y como todos saben, es imposible decir eso de uno mismo".
La disputa entre la verdad y los simulacros de la verdad, es eterna. Pero la verdad siempre triunfa. Entonces descubrimos con la princesa Myagkaya que detrás de la máscara nada existe. La simulación puede recorrer cierta distancia, cosechar éxitos. Pero al final, debe entregar su máscara.


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