miércoles, 11 de octubre de 2017

¿Podemos controlar nuestro destino?


Mario Szichman




"Nada hay tan poderoso para envilecer
el espíritu de un hombre
como las caricias de una mujer".
San Agustín
"El celibato no es esencial para el sacerdocio;
no es una ley promulgada por Jesucristo”.
Papa Juan Pablo Segundo, julio de 1993.



Un amigo mío, muy talentoso, me dijo en cierta ocasión que consideraba falsas las obras de Henrik Ibsen, porque no lidiaban con problemas universales.  “Muchos de esos dramas podrían solucionarse si los personajes instalan buenas cañerías”, señaló.
Es obvio que las tragedias griegas lograron excluir la temática de las cañerías porque en la época en que fueron escritas, se eliminaban los desechos humanos mediante otros métodos. Pero el comentario de mi amigo iba más allá. Y se relacionaba con algo más trascendente: la ley. Por un lado, había problemas de salubridad pública, que podían resolverse con mejores construcciones y métodos de aseo. En cambio en otros, que decidían la suerte de un hombre, o de una mujer, debía intervenir el estado, o la iglesia, o cualquier otra institución apta para imponer la ley.
En realidad, el conflicto más acuciante de todo ser humano, es con la ley. Puede ser la ley del padre, mencionada por Sigmund Freud, o las leyes que los gobernantes imponen a sus súbditos.  Algo tan sencillo como una ley para implementar el control de cambios, puede llevar a un pueblo a dificultades insalvables. Eso ocurre ahora en Venezuela, donde funcionarios han amasado fortunas inmensas, obteniendo dólares a “precio oficial”, y canjeándolos en el mercado negro de acuerdo a la cotización internacional.
No conozco novelas que tengan como protagonista al control de cambios, o a la inflación, aunque esos instrumentos monetarios o desgracias financieras, son más devastadores que algunas guerras. (La inflación en la República de Weimar es considerada una de las principales razones del ascenso de Hitler al poder).
La Gran Depresión en Estados Unidos no duró más de cinco años, pero sus secuelas se hicieron sentir por décadas, aunque la llegada de la Segunda Guerra Mundial permitió un despegue económico basado en la economía de guerra. Curiosamente, uno de los corolarios fue la drástica reducción en el porcentaje de divorcios. La incertidumbre en materia de salarios, o la posibilidad de prescindir del consorte en un combate, abría otras alternativas.

LA LEY DEL CÓNYUGE


La simple veda del matrimonio eclesiástico ha traído grandes cambios a nuestras sociedades. Lo demuestra el Concilio de Trento. Por otra parte, la abolición del divorcio en Francia, tras la caída de Napoleón Bonaparte, trastornó la idea del libertinaje, así como la trama de muchas novelas.
El Concilio de Trento (1545 a 1563), determinó que el celibato y la virginidad eran superiores al matrimonio, e impidió el casamiento a los religiosos. Es interesante verificar que durante estos veinte siglos de la era cristiana, solo en los últimos cinco fue aceptada la soltería de los sacerdotes. Por otra parte, las peripecias conyugales que sufrieron los clérigos en los quince siglos anteriores podrían dar lugar a decenas de sagas.

Al principio, la religión cristiana estaba compuesta por sacerdotes casados[i]. Pedro, el primer Papa, así como la mayoría de los apóstoles que rodeaban a Jesús, tenían esposas. Las mujeres, por su parte, desempeñaban un papel importante. No solo presidían la comida eucarística: en muchas ocasiones actuaron como sacerdotisas.
Uno de los primeros objetivos de la iglesia cristiana fue imponer el celibato. Algo que generó enorme resistencia en los sacerdotes casados. Por ejemplo, el Decreto 43 del Concilio de Elvira del año 306, celebrado en España, estableció que “todo sacerdote que duerma con su esposa la noche antes de dar misa perderá su trabajo”. Nunca se explicaron las razones. Pero es interesante recordar que los entrenadores aconsejan a sus pupilos no hacer el amor la noche previa a una competencia importante. Quizás obraron premisas similares.
En el Concilio de Nicea (año 325) se decretó que tras la ordenación religiosa, los sacerdotes no podrían casarse. Solo lograrían disfrutar de una vida marital si se casaban antes de la ordenación.
En el año 385, el sacerdote Siricio abandonó a su esposa para poder convertirse en Sumo Pontífice. Ese mismo año, se prohibió a los sacerdotes dormir con sus esposas. ¿Se respetó ese decreto? Abundan las dudas.
Sin embargo, la iglesia no cesó en sus esfuerzos por imponer la abstinencia a los sacerdotes casados. En el Segundo Concilio de Tours, del año 567, se instituyó que todo clérigo hallado en la cama con su esposa, sería excomulgado por un año y reducido al estado laico. Tampoco esa prohibición tuvo gran efecto. Pues en el año 580, el Papa Pelagio II ordenó dejar tranquilos a los sacerdotes casados. Sólo les prohibió transferir la propiedad de la iglesia a sus esposas o hijos.
A fines del siglo VI de nuestra era, el Papa Gregorio señaló que “todo deseo sexual es malo en sí mismo”. Al menos para los sacerdotes. Pues de haber aceptado ese criterio el resto de los hombres, la raza humana hubiera desaparecido.
En el siglo VII de nuestra era, se descubrió que, al menos en Francia, la mayoría de los sacerdotes estaban casados. Y en el siglo VIII, San Bonifacio informó al Papa que en Alemania casi ningún obispo o sacerdote era célibe.
En el año 836, durante el Concilio de Aix-la-Chapelle, se reconoció que en los conventos y monasterios se habían efectuado abortos o cometido infanticidios, “para encubrir las actividades de clérigos que no practican el celibato”.  Fue entonces cuando el obispo Ulrico, usando como fundamentos la escritura sagrada y el sentido común, señaló que sólo autorizando el casamiento de los sacerdotes, se lograría purificar la iglesia de “los peores excesos del celibato”.
En el año 1045, el Papa Bonifacio IX decidió envilecerse con las caricias de una mujer, se dispensó a sí mismo del celibato y renunció al cargo para contraer matrimonio. La reacción fue bastante drástica. En el año 1095, el Papa Urbano II ordenó vender a las esposas de los sacerdotes como esclavas, y dejar a los hijos librados a la buena de Dios.
Y finalmente, en el siglo XVI, con el Concilio de Trento, la imposición del celibato, selló la suerte de los sacerdotes católicos. El famoso caso de Beatrice Cenci fue una de las consecuencias más trágicas. Violada por su padre y amada por su novio, el abate Guerra, Beatrice decidió escapar de su hogar y casarse con el sacerdote.
Como señaló Alejandro Dumas en su libro Crímenes Famosos, faltaba un tiempo para la celebración del Concilio de Trento, en el cual se impondría el celibato sacerdotal. Pero circunstancias imprevistas obligaron a postergar el casamiento.
Francesco Cenci, el padre de Beatrice, se atravesó en el camino de los amantes. Cuando el abate Guerra, antes de la celebración del concilio, pidió a Francesco la mano de Beatrice, el padre respondió: “Existe una razón por la cual mi hija no puede casarse con usted”. Guerra exigió una explicación. “Es muy sencillo”, dijo Francesco, “ella es mi amante”.  
Tras caer sobre el abate la condena del Concilio de Trento, Beatrice decidió asesinar a su padre, furiosa porque había bloqueado toda posibilidad de dicha conyugal.
La adolescente contó con el respaldo de dos de sus hermanos, y de su madrastra, quienes se libraron del temible Francesco arrojándolo por un balcón. Los cuatro fueron condenados a muerte, y ejecutados de una manera bastante horrenda.
Fue así que el destino se cruzó en el camino de los Cenci. ¿Podría haber sido diferente sin el Concilio de Trento? Las opiniones difieren. De todas maneras, si se analizan previas ordenanzas religiosas, es obvio que un precepto puede cambiar la vida de los seres humanos, y no siempre para mejor.

LA FICCIÓN DEL DIVORCIO


Cuando Napoleón fue derrotado en 1815 en Waterloo, y los Borbones retornaron al trono de Francia, el divorcio fue prácticamente abolido, y la mujer quedó a total merced del marido.
El legislador francés Alfred Nacquet propuso en 1884 aflojar los lazos conyugales mediante una modernización de la ley de divorcio. El escritor Emile Zola dijo que ese proyecto ponía en peligro varias intrigas narrativas, así como una de sus tramas favoritas: el adulterio.
En fecha reciente Nicholas White publicó French Divorce Fiction: From the Revolution to the First World War, y en una reseña de ese libro publicada en The Times Literary Supplement, la ensayista Rosemary Lloyd recordó los avatares que sufrió la ley de divorcio en Francia desde la Gran Revolución de 1789 hasta bien entrado el siglo veinte.
Recién en 1975 el Parlamento francés decidió aceptar el divorcio por mutuo consentimiento, más de dos siglos después que los miembros de la Asamblea Nacional aprobaron una ley con similares atributos.
Ya con Napoleón, la cohabitación de un hombre con una mujer, algo confinado a la esfera privada, pasó a la tutela del Estado. Pero quien se encargaba de supervisar la sexualidad del otro miembro de la pareja era siempre el marido. El hombre podía divorciarse sin problemas, además de negarle la separación a su esposa. De esa manera, dice Lloyd, “durante el siglo XIX el adulterio se convirtió en el tema predominante de la literatura francesa, o más bien, de la vida en general”.
La ley de divorcio propuesta por el legislador Alfred Nacquet en 1884, tenía un aspecto que incitaba a la narración. En tanto la ley de 1792 permitía el divorcio por mutuo consentimiento, la de Nacquet obligaba a los cónyuges a justificar los motivos de la separación, obligándolos a revelar sórdidos secretos ante un magistrado. Y eso se transfiguraba en relatos bastante sórdidos, que alimentaban las prensas.
 Tal vez no todos los relatos eran verdaderos. Pero eran imprescindibles para explicar en los registros judiciales las razones de disolución del vínculo matrimonial. Ese tipo de confesión sigue teniendo vasta popularidad en nuestra época, tanto en programas de televisión como en los tabloides.

En cierta forma, indica Lloyd, podría considerarse a Nacquet el demiurgo de nuevas intrigas narrativas. Su proyecto de ley permitió a Guy de Maupassant crear el personaje de Bel Ami, quien prosperaba en materia financiera gracias a los matrimonios en serie.
Si bien la trama de la llamada “novela del adulterio” produjo muchas obras maestras, empezando por Madame Bovary, poco se ha explorado otra vertiente de ese fenómeno: la circulación de las amantes en el mundo de Balzac y de Stendhal.
Así como para Clausewitz la guerra era la continuación de la política por otros medios, Balzac asociaba la rotación de amantes con el aumento del lucro o del poder por otros medios. Y Stendhal, mucho más romántico y menos cínico que Balzac, debió aceptar que conseguir una amante rica era una forma privilegiada de ascenso social. En ninguna parte se ve más claro que en esa incomparable confesión titulada Recuerdos de Egotismo.
Cuando Zola dijo que el proyecto de Nacquet hacía peligrar los argumentos de algunas de sus novelas, seguramente estaba bromeando. El conocía muy bien el vendaval y la ceguera del ardor. Basta leer La bestia humana, o Teresa Raquin, para verificar la sabiduría con que Zola analizaba nuestra prehistórica sexualidad.
Quizás otra clase de leyes aplicadas a la relación conyugal podrían haber atenuado la violencia, o cambiar el destino de dos seres que han cesado de amarse. Porque en ocasiones, la inflexibilidad de las leyes contribuye a la desdicha humana. Alejar a los fracasados cónyuges de toda posibilidad de confrontación permite salvar vidas.
Tras un crimen pasional, la reflexión más habitual es que ni siquiera un policía presente podría haber frenado las ansias homicidas de un marido ante un cuerpo que ha cesado de desearlo.



[i] Historia del Celibato en la Iglesia Católica.  https://www.futurechurch.org/historia-del-celibato

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