sábado, 7 de octubre de 2017

¿Qué tienen de malo los finales felices?


Mario Szichman


Me gustan los filmes protagonizados por perros. Pero antes de ver alguno de ellos, averiguo si el perro muere al final. Creo que el trauma de ver morir a un animal, viene de mi infancia. Quizás la película más cruel que he visto en mi vida fue Bambi. Era la historia de un ciervo que quedaba huérfano a muy tierna edad, cuando mataban a su madre. Nunca perdoné a Walt Disney semejante afrenta. Por cierto, ese productor tenía un costado muy sádico. Se han escrito volúmenes sobre la perversa mente del creador del ratón Mickey.

Me encanta el film K-9, protagonizado por James Belushi, aunque es obvio que el perro, Jerry Lee, se roba la película. En la parte final de la trama, Jerry Lee es baleado, y se halla en los estertores de la muerte. En ese momento, quise alzarme de la butaca del cine y dirigirme a la boletería para reclamar la devolución del dinero que había pagado en taquilla. Pero, afortunadamente, pude advertir a tiempo que se trataba de una triquiñuela del director a fin de aumentar la tensión. Cuando Belushi estaba afligido, pensando que el perro había pasado a mejor vida, Jerry Lee movía levemente los ojos, de manera disimulada, y el cine se venía abajo con los aplausos.
Rehúyo los filmes protagonizados por el actor Tom Hanks, que por cierto es muy buen intérprete. Y eso se debe a que en la película Turner & Hooch, el perro muere al final. ¿Qué le costaba al guionista dejar vivir a Hooch, y matar en cambio al detective interpretado por Hanks?  Estoy seguro que los espectadores hubieran aplaudido ese desenlace.
Un amigo mío se transfiguró en ex amigo, cuando me informó que le había encantado la película Canal.  Narraba las peripecias de un grupo de miembros de la Resistencia polaca que huían de los nazis atravesando las cloacas de Varsovia. En las últimas escenas, solo quedaba vivo un partisano, y su tránsito hacia la libertad quedaba bloqueado por una puerta constituida por barrotes de hierro que bloqueaba todo escape. ¿Tantos esfuerzos heroicos para llegar a ese final inútil?
“Magnífica película”, me comentó quien se convertiría en un ex amigo. “¡Se sufre tanto!”
No cuestiono los finales desdichados. Algunos son justificables. James Cagney protagonizó en 1946 13 Rue Madeleine. Interpretaba a Bob Sharkey, un agente de espionaje norteamericano que se infiltraba en la Francia ocupada por los nazis para desperdigar falsa información entre los ocupantes. Sharkey terminaba capturado por la Gestapo, la policía política nazi, que tenía su sede en el número 13 de la calle Madeleine, y era brutalmente torturado. El final mostraba cuando la celda donde estaba Cagney era abierta por sus captores. Sharkey, convertido en una piltrafa humana, se alzaba  para seguir enfrentando al enemigo. En ese momento, la sede de la Gestapo comenzaba a ser bombardeada. Y la carcajada animal que lanzaba el protagonista ante el evento, valía por toda la película.

LA HONDA DE DAVID

En su libro Plot, Ansen Dibell señalaba que el filme Lo que el viento se llevó cuenta con un final feliz. La protagonista, Scarlett O´Hara, queda sola, pero su soledad es la de quien se niega a aceptar la derrota. Su hijo ha muerto, ha perdido todo su dinero y su amante, pero no sus anhelos de vivir y de luchar. Scarlett no permite ser abatida por el infortunio. Eso es un final trágico, pero feliz.
Dibell dice que inclusive Hamlet cuenta con un happy ending, aunque en la obra todos los protagonistas terminan muertos en el suelo. La magia de Shakespeare consiste en que cada uno de ellos concluye su vida sin sorpresas, como corolario de sus acciones.
Todos deseamos que el asesino sea identificado y detenido, dice la autora, que los amantes se reencuentren, que el niño secuestrado sea devuelto a su familia. Pero para convencer al lector hay que actuar con cautela. Y manejar similar cautela en la dirección contraria, cuando un relato, o un filme, concluyen en una situación desesperada. Como ocurre en la película Kanal.

El protagonista había hecho increíbles esfuerzos para emerger de una cloaca de Varsovia. Y por sus acciones y temperamento, era obvio que continuaría combatiendo al invasor nazi. El mensaje, implícito, era que la lucha necesita ser recompensada. En cambio, el guionista le tendió una zancadilla al espectador, al hacer tropezar al personaje principal con una puerta clausurada.
 ¿El mensaje real? Que su lucha no había servido para nada. La solapada intención del guionista era divulgar de manera artística su doctrina sobre la ineficacia de toda resistencia.
La información contradecía la trama del film. Era incongruente. Como señalaba Jorge Luis Borges, “Quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas”. Un final feliz, con el héroe logrando huir de su encierro, no entraba en la doctrina del guionista. Es posible que haya sido su manera de protestar contra el gobierno de Varsovia, liderado en esa época por el comunista Wladyslaw Gomulka. Tal vez el guionista pensó: ya que no existía para los polacos esperanza alguna de librarse de Gomulka, tampoco el protagonista de Kanal estaba autorizado a salvarse.

¿POR QUÉ ES MEJOR UN FINAL DESDICHADO?

“Es importante advertir”, dice Dibell “que la melancolía y la desilusión pueden ser tan ineficaces como una felicidad doctrinaria y regulatoria. La tristeza no es de manera intrínseca más valerosa, más honesta, o más respetable que la alegría a nivel intelectual”. El único requisito es “que resulte creíble en el contexto de una narración en particular”.

Hay un filme que se mantiene persistente en mis recuerdos. Es Lost in Translation, protagonizado por Bill Murray y Scarlett Johanson. Es la historia de un actor veterano que viaja a Tokio para publicitar una bebida. Está solo, no solo porque carece de compañía, sino porque su matrimonio está en ruinas. En Tokio, el actor conoce a una muchacha, Scarlett Johanson, aburrida de la vida, y no muy convencida de que su matrimonio está funcionando. Ambos se hacen amigos, luego se enamoran, pero el amor es platónico. La única escena en la cama es con ambos vestidos, canjeando confidencias.
Algunos críticos han señalado que es una de las mejores metáforas del amor postmoderno, caracterizado por la falta de consumación. Por cierto, en el periódico The New York Times, dedican una columna diaria a ese amor postmoderno. Generalmente, uno de los miembros de la pareja narra cómo se produjo el encuentro, y los desencuentros, generalmente los desencuentros. Algunas parejas se han visto de manera esporádica en el curso de siete, diez años.
El mundo en que vivimos es un mundo muy extraño. Por una parte, parece un pañuelo. Las distancias pierden importancia. Conozco varias parejas que viven juntas de manera esporádica. Tal vez él es profesor en California, y ella trabaja en Nueva York. O vive en Europa. Pero se aman. Siguen juntos. No son infieles.
Si pensaba en Lost in Translation, es porque su directora, Sofía Coppola, trabajó el final feliz con enorme astucia. Es obvia la atracción que siente el veterano actor por su joven amiga. Y se trata de un amor correspondido. Cuando el actor se acuesta con una cantante del hotel donde se hospeda, su amiga reacciona de manera furibunda. Se siente traicionada. Es una ironía que el actor busque a la cantante del hotel para hacer el amor. Obviamente, su intención es escapar de su seductora amiga, y no dañar su matrimonio.
La directora tuvo el tino de no revelar hasta los segundos postreros, ese final feliz. El protagonista se despide de su amiga, quien luce desesperada. De repente, el actor decide sincerarse, la busca por Tokio, y cuando la encuentra le murmura algo al oído. Nadie sabe en qué consisten las palabras del actor. Pero basta observar el rostro de su amiga, para advertir que marca la esperanza. Y eso es suficiente. Los finales felices no necesitan proclamarse en voz alta.
No siempre he escrito finales felices. Pero persisto cada vez más en ellos. Y en al menos una de mis novelas, La región vacía, la relación entre los amantes no se consuma. Aunque sugiero que se concretará al día siguiente. Supongo que Lost in Translation se cruzó en mi camino para dictarme ese final.

Los amores a distancia son muy relevantes en esta época, cuando las distancias son muy grandes, y los husos horarios, diferentes. ¿Cuánta de nuestra comunicación es una forma equívoca de la incomunicación? ¿Dónde termina el drama y empieza la comedia? Uno puede amar desde cualquier distancia. El amor, en cambio, necesita el cuerpo del ser amado. La vida, como dicen en el Libro de Job, “es una tentación prolija”.  Tal vez estamos ingresando en el momento en que el amor es reemplazado por el amar. Y esa puede ser la mejor garantía de que será eterno.

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