miércoles, 29 de julio de 2015

Épocas de Revolución y contrarrevolución: El descenso a los infiernos


Mario Szichman

“El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”. Es una de las frases más célebres de Jean Jacques Rousseau. Aparece en su Contrato Social, y como hubiera dicho Holden Caulfield, el protagonista de The Catcher in the Rye, esa sentencia sirve estrictamente para cazar mixtos. El hombre no nace ni bueno ni malo, aunque la sociedad lo puede moldear para que adquiera virtudes o contraiga defectos. Ni el mal ni el bien son congénitos. Pero es evidente que si a un pueblo lo educan en el odio a otros grupos humanos, y además le garantizan la impunidad, muy difícilmente resista la tentación de hacer el mal.  
Cuando estaba escribiendo Eros y la doncella, una novela sobre la Revolución Francesa, leí algunos libros de historia para documentarme. Primero tuve la idea, y solo después busqué los documentos para corroborar o desechar mi tesis central: que el poder absoluto corrompe de manera absoluta. Bueno, debo reconocer que no todos los caudillos de la Revolución Francesa eran igualmente corruptos, sanguinarios, arbitrarios o malvados. Había una gradación entre Danton y Robespierre, por ejemplo. Danton era corrupto y sanguinario, pero no malvado, aunque sí arbitrario. Robespierre era sanguinario, y malvado, pero no arbitrario o corrupto. Y por supuesto, muchos dirigentes, que fueron al principio despiadados, además de arbitrarios y corruptos, intentaron rápidamente desandar sus pasos, como Camilo Desmoulins, y terminaron sus días con la garganta seccionada. De todas maneras, no todos los pueblos reaccionan de igual manera ante situaciones de peligro o de extrema violencia. ¿Qué ingredientes contribuyen a la exacerbación del terror contra una parte de los habitantes? ¿Es posible controlar el caos?
Peter Thonemann, al analizar dos trabajos sobre el historiador Tucídides y su libro “Historia de la guerra del Peloponeso” (Times Literary Supplement, 3 de septiembre de 2014), menciona un episodio menor que se registró en ese prolongado conflicto bélico entre Esparta y Atenas (431–404 A.C.). En el 427 A.C., estalló un conflicto en la pequeña ciudad-estado de Corcira, hoy conocida como Corfú. La ciudad estaba aliada a los atenienses. Un grupo de aristócratas lideró un golpe de estado para entregar la isla a Esparta. Se registró una guerra civil entre facciones partidarias de Atenas y de Esparta, y finalmente, los partidarios de Atenas triunfaron.  
“Durante siete días, y bajo la mirada aprobadora de un almirante ateniense”, dice Thonemann, “el partido pro–ateniense masacró de manera sistemática a sus enemigos. Los padres mataron a sus hijos y algunos hombres fueron desalojados de la seguridad de los templos y asesinados en los altares de los dioses”.   
Para Tucídides, esa salvaje guerra civil en una isla carente de toda importancia tenía un gran significado a nivel simbólico. En épocas de paz y prosperidad, decía el historiador, tanto los estados como los individuos ofrecen una mejor disposición, “pues no se sienten oprimidos por deseos irrevocables. Pero la guerra acaba con los beneficios que nos ofrece la vida cotidiana, es un violento maestro, y asimila el temperamento de la mayoría de los hombres a las condiciones que lo rodean”. La guerra civil hace surgir,  según Tucídides, “el caos moral, el abuso del lenguaje político (el constante insulto), y el colapso del proceso legal”.
Varios siglos más tarde, la Revolución Francesa volvió a poner en vigencia las frases de Tucídides. El historiador Timothy Tackett en su reciente libro The Coming of the Terror in the French Revolution,  trata de descifrar los elementos que contribuyeron al triunfo de la guillotina y a la nutrida violación de los derechos humanos en la Francia republicana, durante la década de 1789-1799.  
Uno de los aspectos más interesantes del análisis de Tackett es el examen de la reacción de los políticos ante las presiones que enfrentaron tras dar el salto hacia lo desconocido. Los revolucionarios lideraban una isla republicana en un mar de monarquías interesadas en su destrucción total. El 25 de julio de 1792, el duque de Brunswick, comandante de los ejércitos combinados del emperador de Austria y del rey de Prusia, anunció que pensaba invadir Francia “para poner fin a la anarquía, frenar los ataques al trono y al altar, restablecer el poder legal, devolver al rey la seguridad y la libertad de la que está privado, y ponerlo en condiciones de ejercer la autoridad legítima que posee”. Y luego, Brunswick ofreció a los revolucionarios el libreto que seguirían en las próximas semanas y meses para enfrentar el peligro: “Si el palacio de las Tullerías es forzado o insultado”, decía el manifiesto, “o si se hace la menor violencia, el menor ultraje al rey o a la reina y a la familia real, el emperador de Austria y el rey de Prusia se vengarán de un modo ejemplar y por siempre memorable, entregando la ciudad de París a una aniquilación militar y a una subversión total, y a los rebeldes, culpables de atentados, a un merecido suplicio”.
La reacción de los jefes de la Comuna parisina no se dirigió inicialmente contra los potenciales invasores. Varios jefes convocaron a las secciones de ciudadanos de París para invadir las prisiones y asesinar a clérigos y nobles que consideraban sospechosos. (Las matanzas se prolongaron del dos al nueve de septiembre de 1792 y fueron lideradas por Danton).  
El submundo de la política se apropió de las mentes más lúcidas. El rumor y el chisme desplazaron a la investigación de lo que realmente estaba ocurriendo. La delación suplantó los criterios de justicia. Esos patriotas cooperantes similares a los que ahora pululan en la Venezuela chavista, mostraron su talento para denigrar e incriminar. En pocas semanas, la cultura de la violencia se apropió de las calles de París, y de las principales ciudades de Francia. Como secuela, según la ejemplar frase de Tucídides,  comenzó a imperar “el caos moral y el abuso del lenguaje político”,  mientras colapsaba el proceso legal.  
El miedo generalizado, surgido de la incertidumbre, causó estragos. Nadie sabía con certeza quién era el enemigo. Redes de espías policiales y de informantes se dedicaban a cazar a sospechosos, o a formular cargos sin necesidad alguna de presentar a los acusados ante un juez. Las funciones de los distintos poderes se confundían. Se podía ser juez y parte. Tackett dice que nadie sabía en qué creer, o qué constituía la autoridad. Como en la Venezuela de la Revolución Bonita, las acusaciones más delirantes se hacían creíbles. La forma más simple de lidiar con el peligro, real o imaginario, era clamar por venganza y considerar a todo disidente como un traidor. La escasez de alimentos, por cierto, uno de los principales talones de Aquiles del chavismo, nunca se debía a la falla en la producción y distribución de comida, sino a la guerra económica librada por el enemigo.
El miedo alimenta el miedo, dice Tackett, y la denuncia de conspiraciones multiplica las conspiraciones. Para eliminarlas, se acrecientan las exigencias de más arrestos y ejecuciones.
Rápidamente, como en la Revolución Bolchevique, los traidores fueron subiendo de categoría. El sector más radical de los revolucionarios franceses, simbolizado por la Montaña, fue quitando de sus hombros la cabeza de muchos girondinos, representantes de una fracción más moderada. Según Tackett, la ejecución del rey Luis Capeto fue el precedente que abrió las compuertas al guillotinamiento de muchos diputados. De los 749 miembros de la Convención Nacional, sesenta y uno fueron ejecutados, y cincuenta y ocho murieron en la guillotina. Otros se suicidaron en la prisión o cuando huían de sus perseguidores. Uno de los pocos revolucionarios que logró eludir la guillotina fue el gran prócer venezolano Francisco de Miranda, quien debió despedirse de muchos de sus compañeros girondinos que marcharon a la guillotina.  
Ni siquiera la muerte de Robespierre el Nueve de Termidor, acabó con las purgas. De los 140 miembros de la Comuna de París que se aliaron con Robespierre, más de la mitad fueron ejecutados, declarados prófugos de la justicia, y condenados a muerte.
Luego vino la Reacción, o “Terror blanco”,  pero a cargo de brigadas de asesinos que persiguieron a los republicanos, inclusive fiscales, jueces y testigos.  
Tal vez lo más inquietante del libro de Tackett es mostrar la delgada capa de racionalidad que encubre nuestros instintos más crueles, y cómo un proceso que parte de cómodas certezas: “El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”, rápidamente se hunde en la incertidumbre, y es alimentado por la venganza. Los amigos de hoy son los enemigos de mañana, y todo excelso ideal es abandonado, ante la imperiosa necesidad de sobrevivir. No hay adversarios, solo enemigos. Y esos enemigos únicamente aspiran a nuestra destrucción. Las falsas noticias son más creíbles que las noticias fáciles de corroborar. El rumor, además de reemplazar toda idea racional, tiene una ventaja: es imposible de confirmar o desechar. Charlatanes y  demagogos prosperan en esa atmósfera de intolerancia política.  
En ocasiones, las revoluciones se devoran su propia cola. Pero no siempre, aunque sí ocurrió en la Francia de la gran revolución. En realidad, la única persona que además de ser incorruptible demostró absoluta imparcialidad fue Madame Guillotine. Señalé en Eros y la doncella que “tras degollar a duquesas y a cocineras, a indecisos, a vacilantes, a perplejos y a indiferentes, a desorientados y a inciertos, a príncipes y a porteros, a condes y a carteros, a magistrados, sacerdotes, soldados, almaceneros, artesanos, jornaleros, y en ocasiones a delincuentes comunes”, la guillotina acabó con “entre dieciséis mil y cuarenta mil especímenes de todas las estaciones de la vida, engendrados en todas las fechas posibles en los treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta años anteriores, y cuyos obituarios los desbrozarían unos de otros por escasas semanas o meses”.
Sin embargo, la imparcialidad de la guillotina no contagió otras rebeliones; siempre se aprende de los errores del pasado.



domingo, 26 de julio de 2015

Crisis y reciclaje de profesiones

Mario Szichman




Según informó Ben Whitaker en su libro The Foundations, An Anatomy of Philanthropy and Society,  en cierta ocasión un millonario norteamericano creó un fondo para alentar a los campesinos franceses a disfrazarse de toreros y de bailarines de hula hula. El millonario quería corroborar su tesis de que el pueblo de Francia “es capaz de prestarse a cualquier humillación con tal de obtener algunas monedas”.  
Un filántropo francés podría establecer un fondo similar para demostrar que cuando se trata de inventar nuevas formas de ganar dinero, muchos habitantes de Estados Unidos son capaces de someterse a cualquier clase de mutaciones, pues en Estados Unidos, más que en cualquier otra parte de la tierra,  money talks, el dinero habla.   
Me costó algunos años enterarme de ese detalle. Cuando llegué a Nueva York, en septiembre de 1980, en las postrimerías del gobierno de Jimmy Carter, como corresponsal de la Cadena Capriles de Venezuela, faltaban siete años para el estreno de la película Wall Street, dirigida por Oliver Stone. Allí, el corredor de bolsa Gordon Geeko (Michael Douglas), anticipaba la filosofía de aquellos que causaron la Gran Recesión a partir de diciembre de 2007 con su frase: Greed, for lack of a better word, is good. (La codicia –a falta de una palabra mejor– es buena).  
Geeko sabía que el uno por ciento de la población de Estados Unidos poseía la mitad de la riqueza del país, y que de esa suma, “una tercera parte se origina en las fatigas del trabajo, y dos terceras partes proviene de herencias, y de los intereses acumulados de viudas y de sus hijos idiotas, y de lo que yo hago: especulación en acciones y en bienes raíces”.  
Geeko era el heraldo del nuevo tiempo. Según señalaba, I create nothing, (Yo no creo nada). (Curiosamente, suena mejor en español que en inglés. Pues además de no crear nada, Gordon Geeko no creía en nada).  Y aunque no creaba nada, poseía todo: “Nosotros creamos las reglas”, informaba a su discípulo y admirador: “Las noticias, la guerra, la paz, la hambruna, las convulsiones políticas, el precio de cada clip para sujetar papeles”.  
El republicano Ronald Reagan llegó a la presidencia de Estados Unidos en enero de 1981, y fue otro de los heraldos de los nuevos tiempos de codicia. El  propósito de los “nuevos republicanos” era desmantelar toda regulación financiera que impidiera prosperar a los Gordon Geeko de las nuevas generaciones, y en transmutar al gobierno federal en una pequeña molestia, no en árbitro de la economía.  Ese propósito fue alcanzado, y profundizado por su sucesor republicano George Herbert Walker Bush, y también por el reemplazante de Bush, el demócrata Bill Clinton, cuyo equipo de asesores económicos glorificó la desregulación financiera con el mismo abandono con que lo hizo George W. Bush en la primera década del siglo XXI.  
            La consecuencia de esas políticas se sintió a plenitud en el 2009, cuando colapsaron los mercados, y se duplicó el desempleo. Fue una crisis global, de la cual recién ahora se está emergiendo. Trabajé el tema en mi libro El imperio insaciable, pero dediqué solo parte del texto al análisis económico. Me interesaba más las secuelas que había tenido esa crisis a nivel de los seres humanos, pues los habitantes de cada país reaccionan de manera diferente ante un cataclismo social. Y encontré algunos ejemplos interesantes. En ocasiones pensé en incorporarlos a novela de índole picaresca, pero por alguna razón, decliné el intento. La comedia humana acepta algunos prototipos y desecha otros. De todas formas, creo que vale la pena reseñar ciertas mutaciones que ocurren en el individuo cuando una crisis acaba con toda certeza. He aquí dos ejemplos:

Juez y parte

Tras recibirse de abogado, Paul Bergrin comenzó a trabajar en la fiscalía del estado de Nueva Jersey, donde procesó a asesinos y a narcotraficantes. Luego, vino su primer reciclaje: de fiscal se convirtió en abogado defensor. (Del mismo modo en que los secretarios de gabinete se reciclan tras abandonar el cargo y pasan a trabajar como gerentes de corporaciones, en ocasiones las mismas a las que beneficiaron durante su paso por el gobierno). En su rol de abogado defensor Bergrin representó como clientes a algunos acusados por las torturas y vejámenes a que fueron sometidos prisioneros iraquíes en la prisión de Abu Ghraib. También defendió a los astros del rap Lil' Kim y Queen Latifah, y a miembros de pandillas callejeras de Newark, en Nueva Jersey.
Con la fama, vino la riqueza. Y con la riqueza, la necesidad de exhibirla. Bergrin comenzó a adquirir gustos extravagantes. Se compró un Mercedes y un Bentley, frecuentó a estrellas de cine y compró mansiones playeras en Nueva Jersey y en el Caribe.  
Cuando vino la crisis económica, Bergrin descubrió que el dinero no crecía en los árboles. Las deudas se fueron acumulando y para lidiar con ellas encontró una mina de oro: la defensa de criminales. Delincuentes adinerados buscaban abogados que los sacaran de situaciones difíciles, generalmente causadas por la presencia de testigos. Siempre algún fisgón, o algún ex socio con deseos de revancha, aparecía presenciando un crimen y señalaba con el dedo al acusado. Por lo tanto, era necesario prescindir de ese dedo de los declarantes. Bergrin se encargó de esa tarea con el mismo entusiasmo con que antes se había dedicado a enviar criminales a la cárcel, o a defender a inocentes.
                En mayo de 2009 Bergrin fue acusado en la corte de distrito de Newark de haberse convertido en juez y en parte. Al parecer, su exitosa defensa de criminales “se basaba en un brutal cálculo” resumido “en un lema: Sin testigos, no hay caso”. (The New York Times, 21 de mayo de 2009).
Entre los cargos contra Bergrin figuraba orquestar el homicidio de un testigo clave al filtrar su nombre a narcotraficantes que lo mataron a plena luz del día en una calle de Newark; viajar a Chicago para contratar a un hitman (asesino profesional) a fin de que eliminara a otro testigo en un caso diferente, y entrenar a algunos declarantes para que mintieran sobre lo que habían visto.  
Tal vez donde Bergrin mostró mayor audacia fue en el caso de Norberto Vélez, acusado de asesinar de 27 puñaladas a su esposa, delante de su hija de ocho años. “La niña cambió su historia entre el momento del asesinato de su madre y el día que prestó testimonio en el juicio a su padre”, dijo el diario. Posteriormente, la niña “admitió ante el tribunal que Bergrin la había adiestrado para que mintiera cuando prestaba testimonio”. El único consuelo es que en ese caso, el testigo principal no fue asesinado.
No corrieron la misma suerte otros testigos. En cierta ocasión, Bergrin defendió a William Baskerville, un poderoso narcotraficante de Newark. Según documentos del tribunal, un testigo confidencial, Deshawn McCray, conocido como Kemo, iba a prestar testimonio contra Baskerville. Entonces, el abogado se reunió con un primo del acusado, y le dijo “Sin Kemo, no hay caso”. Tres meses después, McCray fue acribillado a balazos en una emboscada. Los cargos contra Baskerville fueron retirados.
                La fiscalía entró en sospechas cuando hizo un conteo de los testigos que caían muertos en los casos donde Bergrin actuaba como abogado defensor. Las sospechas se agudizaron cuando con cada testigo muerto se alteraban las cuentas bancarias de Bergrin y éste lograba cancelar crecidas deudas.
En el 2008, la fiscalía acusó a Vicente Esteves de dirigir una banda de narcotraficantes en el condado de Monmouth, en Nueva Jersey, y ordenó grabar las conversaciones entre Bergrin y uno de sus cómplices. Así se enteró de que Bergrin planeaba asesinar a un testigo conocido como Junior El Panameño, antes de que éste prestara testimonio en el tribunal donde debía ser juzgado Esteves.
En una de las conversaciones, Bergrin aconsejó a la persona encargada de librarse de El Panameño que saqueara el apartamento del testigo. El propósito era simular que el homicidio había formado parte de un robo.
“Tiene que parecer un robo; esto no puede lucir como un asesinato”, indicó Bergrin al asesino profesional, según documentos de la corte. 
Para la fiscalía, dijo The New York Times, el caso de Bergrin reflejaba también los problemas que causaba la crisis económica en el sistema judicial. Es difícil proteger a testigos “en una época en que el sistema cuenta con escasos recursos para custodiarlos”, dijeron los fiscales.

Madre hay una sola, y a veces hay dos
                 
En Psycho, la película de Alfred Hitchcock, Norman Bates se hacía pasar por su madre muerta, y disfrazado de mujer y luciendo una horrenda peluca, le caía a cuchilladas a la bellísima Janet Leigh mientras ésta intentaba ducharse. En la vida real, Thomas Parkin, otra víctima indirecta de la crisis económica, se disfrazó de su madre muerta pero sólo para cobrar millares de dólares en prestaciones sociales.  
Parkin fue detenido el 17 de junio de 2009, luego de ser acusado de fraude por forjar una interpretación bastante imperfecta de su madre, Irene, que había fallecido en el 2003. Parkin cometió el error de querer renovar la licencia de conducir de su madre en el departamento de vehículos de Brooklyn. Una cámara oculta registró sus movimientos y los de su cómplice, Mhilton Rimolo.
Según las autoridades, Parkin se encaminó a la oficina pública luciendo una chaqueta rosada y una peluca rubia. Sus uñas habían recibido el cuidado de una manicura, tenía los labios pintados, y ocultaba sus ojos detrás de lentes obscuros.
La policía observó que Parkin prestaba más atención a ciertas partes del cuerpo que a otras. Por ejemplo, sin importar la temperatura ambiente, Parkin siempre lucía una pañoleta en torno al cuello. El propósito, según se descubrió luego, era ocultar su manzana de Adán. Pero, de acuerdo al detective Michael Vecchione, había cosas que Parkin no podía ocultar... “Él tenía manos muy grandes”, indicó discretamente.  
Durante seis años, Parkin pudo esquilmar al fisco y al fondo de pensiones sin molestia alguna. En épocas normales, las autoridades se ocupan de problemas más importantes. Por lo tanto, cuando su madre falleció, en el 2003, Parkin pudo ocultar su muerte. En los años siguientes recolectó 52.000 dólares de su pensión de 700 dólares mensuales. También recibió otros 65.000 dólares en subsidios de renta asegurando falsamente que era un discapacitado físico, y casero de su madre.
Una vez la crisis económica se hizo sentir, se esparció en las autoridades la necesidad de recolectar todo el dinero posible. Muchos estados y municipalidades decidieron que era imprescindible recaudar deudas incobrables, y las autoridades reactivaron las oficinas de fraudes[1].  
Parkin comenzó a ser seguido y vigilado. Finalmente, sus malandanzas fueron capturadas en una cámara de vídeo. Cuando Charles Hynes, el fiscal del distrito de Brooklyn, interrogó a Parkin, éste le dijo “Yo no soy Norman Bates”. (The Daily News, 17 de junio de 2009). Y sin embargo, tal vez Parkin haya sido uno de los mejores émulos del asesino de Psycho. Pues cuando un detective le ponía las esposas, Parkin informó: “Sostuve a mi madre en los brazos cuando estaba agonizando, y también cuando lanzó su último suspiro. Por lo tanto, si bien no soy Norman Bates, yo soy mi madre”.  
Pensándolo mejor, si bien el caso de Bergrin no sirva como material para una narración, el de Parkin tiene sus hilachas literarias. Su frase final es para una novela.



[1] La crisis puso en primer plano las múltiples estafas que se cometen a nivel nacional. Uno de los sectores más afectados es el del cuidado de la salud. Edward Davis, un ex juez, afiliado al sistema de salud Medicare, descubrió en una de sus cuentas que le habían cobrado 3.400 dólares por insertarle dos brazos artificiales. “He revisado mis brazos, y todavía llevo conmigo los que obtuve al nacer”, declaró Davis a la carta noticiosa de la AARP, la principal organización de jubilados de Estados Unidos. Según el senador Ted Kaufman, demócrata por Delaware, el fraude contra empresas de seguros de salud, tanto privadas como públicas, asciende anualmente a entre 72.000 millones y 220.000 millones de dólares.

miércoles, 22 de julio de 2015

Las muchas vidas y abundantes muertes de Jack el destripador

Mario Szichman



El penúltimo Jack El Destripador fue el padre del primer ministro británico Winston Churchill. Al menos así lo asegura John Hamer en su libro The Falsification of History - Our Distorted Reality  (La falsificación de la historia, nuestra distorsionada realidad), publicado en el 2012. Hamer dice que lord Randolph Spencer Churchill (1849-1895), fue el encargado de asesinar a cinco  prostitutas en el distrito londinense de Whitechapel, durante el año 1888.
Las mujeres: Mary Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly, son consideradas parte del “canon oficial” de Jack El Destripador. La policía londinense atribuyó los crímenes a una sola persona. En todos los casos, el atacante degolló a las mujeres, y luego les causó mutilaciones abdominales, haciendo presumir que tenía conocimientos anatómicos o quirúrgicos.
Hay otros cuatro asesinatos que no forman parte del canon, los de Rose Mylett, Alice McKenzie, un torso hallado en Pinchin Street, y Frances Coles entre diciembre de 1888 y febrero de 1891. Algunos arguyen que esos homicidios no se corresponden con el “modus operandi” de Jack. Otros suponen que un admirador del asesino original copió sus métodos. Pero hay una tercera tesis, que no es desdeñable: si bien esas muertes fueron causadas por Jack El Destripador, ciertas dudas en su ejecución permiten excluirlas del paradigma. De todas maneras, cuanto menos fechorías le sean atribuidas, más resaltarán las confinadas al canon oficial, y más fascinante será la leyenda.
Cinco mujeres degolladas y mutiladas ofrecen a los lectores una atracción mayor que una docena o más de víctimas. Y al parecer, en eso reside justamente el hechizo de Jack El Destripador, el asesino en serie del cual se han escrito más libros, o filmado más películas. El otro ingrediente esencial es la sospecha de  que el personaje era de alta alcurnia.
Hamer alega que el padre de Churchill asesinó a las mujeres pues estaban chantajeando a la familia real inglesa. “Churchill  no solo fue el ´cerebro´ detrás de todo el operativo”, dijo Hamer, “sino que se ocupó personalmente de grabar con su daga en los cuerpos de las víctimas emblemas masónicos y símbolos”. Según el autor, Churchill no actuó solo. El cirujano William Gull “se encargó de extraer los órganos” de las mujeres.
Lord Randolph Spencer Churchill es uno de los más de cien sospechosos que podrían haber coexistido en el cuerpo de Jack El Destripador. Otros seres famosos acusados de los crímenes de Whitechapel son Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas,  y el príncipe Alberto Víctor, duque de Clarence y Avondale. Durante mucho tiempo, el príncipe fue el favorito en esa clase de especulaciones. Era el hijo primogénito del príncipe de Gales, posteriormente  rey Eduardo VII de Gran Bretaña, y nieto de la reina Victoria. Pero murió antes que su padre y su abuela, a los 28 años de edad. Varios escritores le atribuyeron toda clase de ignominias durante su corta vida, especialmente de índole sexual.
Es probable que el caso de Jack El Destripador se haya resuelto finalmente. Pero no para satisfacción de los expertos. En una nota publicada en el DailyTelegraph de Londres el 8 de septiembre de 2014, el columnista Guy Walters lamentó que el homicida no pertenezca a la aristocracia cultural o a la nobleza británica. Pruebas de ADN parecen haber contribuido a descubrir al asesino, y “es una pena que el asesino sea alguien tan aburrido”, y de tan escaso linaje indicó un titular del periódico.
Los homicidios en serie cometidos por Jack El Destripador atrajeron a una serie de teóricos, y crearon múltiples sospechosos más interesantes que el probable criminal, un peluquero de origen polaco llamado Aaron Kosminski, un esquizoparanoide que sufría de alucinaciones, y fue internado en un asilo para enfermos mentales en 1891. Sin embargo, varios  investigadores han cuestionado los hallazgos. Inclusive señalan discrepancias en muchos detalles de la vida de Kosminski. Por ejemplo, Walters dijo que el sospechoso falleció en el asilo en 1919. Pero según otros informes, murió de gangrena en una pierna en 1899.  
Quien parece haber resuelto el misterio es Russell Edwards, un armchair detective, un detective de poltrona, quien difundió sus hallazgos en el libro Naming Jack the Ripper. Edwards se puso tras la pista del aparente asesino de Whitechapel por una casualidad. En el 2007 compró un chal manchado de sangre durante una subasta pública en Bury St Edmunds, Suffolk, y eso le habría permitido resolver la identidad del serial killer.
“Obtuve la única pieza de evidencia forense existente en la historia del caso”, declaró Edwards a la prensa. “He resuelto de manera definitiva el misterio”.
El chal fue hallado en el cadáver de Catherine Eddowes, una de las víctimas del homicida en serie. El sargento Amos Simpson, quien se hallaba de servicio la noche de la muerte de Eddowes, sustrajo el chal y se lo regaló a su esposa, quien se mostró horrorizada al ver las manchas de sangre, y lo ocultó en un armario. El chal fue pasando por generaciones, hasta ser subastado en el 2007.
Edwards compró el chal, y contrató los servicios de Jari Louhelainen, un experto en biología molecular, quien descubrió el ADN en las manchas de sangre.  Luego de tres años y medio de investigaciones, Louhelainen dijo que había un match entre la sangre de la víctima y uno de sus descendientes. Pero localizó algo más, ADN de restos de semen que pertenecían a Kosminski. En los archivos de la policía londinense había evidencias serológicas del peluquero polaco. Ya desde el principio de la investigación  Kosminski fue uno de los principales sospechosos y fue sometido a numerosos seguimientos, interrogatorios y exámenes.
De todas maneras, La llamada Ripperology, la “ciencia” de investigar la identidad de Jack el Destripador muy difícilmente  desaparecerá de Gran Bretaña. Por una simple razón: nadie quiere a un homicida en serie común y corriente. Y si no pertenece a la nobleza británica, al menos debe haber descollado en alguna labor, especialmente artística.
La escritora de novelas policiales Patricia Cornwell sigue creyendo que el asesino es un pintor de renombre, Walter Sickert. Según asegura, las poses de las mujeres en algunas de las obras del artista son similares a las observadas en las víctimas del asesino.  
Las conjeturas sobre Jack El Destripador recuerdan el caso de Lee Harvey Oswald, el asesino del presidente John Kennedy. Su vida no fue lo bastante glamorosa para considerarlo capaz de matar al ocupante de la Casa Blanca. Seguramente era un patsy, el chivo expiatorio de algún poderoso grupo de presión. Algo similar ocurrió con el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, quien vivía en una modesta vivienda de un suburbio de Buenos Aires hasta su captura por miembros del servicio de inteligencia israelí. Agentes que siguieron su pista se negaron a aceptar durante meses que una persona capaz de liderar la “solución final del problema judío”, viviese en la pobreza. Muchos estaban convencidos de que tras su fuga de Alemania a fines de la década del cuarenta, Eichmann había gastado su dinero mal habido en algunos de los balnearios más famosos de Europa, rodeado de bellas mujeres.
Uno de los aspectos más interesantes del caso de “The Ripper,” es lo temprano que se descubrió su identidad, y cómo la burocracia permitió perpetuar el misterio. Conservo como una joya periodística un artículo que publicó The New York Times. Tiene el siguiente título: THE TRUTH AT LAST ABOUT JACK THE RIPPER; London Police Had Him in Their Net But Couldn't Convict Him. (Al fin la verdad acerca de Jack El Destripador; la policía londinense lo tuvo en su red, pero no pudo declararlo culpable).
Quien reveló por primera vez la identidad de Jack El Destripador fue Sir Robert Anderson, “durante más de 30 años jefe del departamento de Investigación Criminal del gobierno británico, y de la oficina de detectives de Scotland Yard”. Anderson, dice el artículo, “alzó el velo del misterio” que ocultó la identidad “del perpetrador de esos crímenes atroces conocidos como los asesinatos de Whitechapel”. 
Sir Robert anunció lo que el investigador Edwards corroboró en su libro. Jack El Destripador no era un miembro de la nobleza británica, sino “un extranjero de una clase baja, pero educada, proveniente de Polonia”. Se trataba de “un maniático del tipo más virulento y homicida”. La policía, dijo Anderson, investigó a cada sospechoso en el área donde se cometieron los crímenes, hasta que atrapó a uno de ellos, en momentos que intentaba eliminar manchas de sangre de sus ropas. Y si bien pudo demostrarse su identidad "más allá de toda duda razonable", fue imposible obtener evidencias legales suficientes a fin de condenarlo. Con el propósito de sacarlo de circulación, la policía pidió a las autoridades judiciales que el sospechoso fuera detenido "a discreción del rey", en el asilo de Broadmoor. 

Muchos de los datos, entre ellos la nacionalidad polaca, sugieren que el internado en el asilo era Kosminski. Aún más sugestiva es la fecha del artículo de The New York Times: 20 de marzo de 1910. Hace más de un siglo, ya se había resuelto el caso de Jack El Destripador. Kosminski nunca pudo salir del asilo, pues la discreción del rey se lo impidió. Los investigadores del tema lograron persistir en sus pesquisas durante más de cien años aprovechando la amnesia social. No hay nada nuevo, salvo lo olvidado.

domingo, 19 de julio de 2015

¡Más banderas! Venezuela versus Guyana, y viceversa: Los múltiples usos del patriotismo

 Mario Szichman

¿Ciudadanía? ¡Pero si no tenemos ciudadanía!
En su lugar enseñamos patriotismo,
al que Samuel Johnson definió
como el último refugio de los canallas.
Y yo creo que estaba en lo cierto.
Recuerdo que cuando era un niño
escuché repetir y repetir,
una y otra vez, la frase:
´ ¡Mi patria, con razón o sin ella, mi patria!´
¡Qué idea absolutamente absurda!
¡Qué absurdo tan absoluto es enseñar esa idea
a los jóvenes de nuestro país!"
Mark Twain




Eugene Ionesco, el autor de El Rinoceronte y otras obras maestras del teatro del absurdo, contó en cierta ocasión que cuando vivía en Rumania, se enorgullecía de las victorias que había conseguido el ejército de su patria al enfrentar al enemigo. Luego visitó varios de los países presuntamente derrotados por los soldados rumanos, y se enteró que sus habitantes estaban orgullosos que en esas mismas batallas, los vencidos habían sido los rumanos.  
Nuestro planeta está plagado de lugares donde se libraron batallas en que triunfaron simultáneamente los victoriosos y los subyugados. También hay batallas perdidas que parecen batallas ganadas. Los españoles se han especializado en esa clase de combates. Los sitios de Sagunto y de Numancia revelan un heroísmo por parte de los vencidos que avergüenzan a sus vencedores. De acuerdo a la leyenda, los vencidos usaron sus últimos esfuerzos para matar a sus compañeros, a fin de impedir al triunfador capturar prisioneros. Y luego, se suicidaron lanzándose sobre el filo de sus espadas, imagino que después de cavar un agujero y apuntalar el pomo de las espadas. (Hubo, obviamente sobrevivientes. Pero ese capítulo pertenece a la historia, no a la leyenda).
Suman centenares las tierras irredentas que aún no han sido redimidas. Prácticamente cada país del planeta tiene alguna tierra sin redimir. España reclama desde comienzos del siglo dieciocho el Peñón de Gibraltar, cedido a Gran Bretaña luego del tratado de Utrech de 1713. Es improbable que lo consiga a corto plazo.
En América Latina, desde México hasta la Patagonia, muchos países reclaman sus territorios irredentos. Según Wikipedia, los territorios que México cedió a Estados Unidos para poner fin a la ocupación militar del país entre 1846 y 1848, como consecuencia de la guerra mexicano-estadounidense representa “el 14,9 % del área total del territorio de los Estados Unidos actual y el 119% del territorio actual de México”.
Bolivia perdió su salida al mar tras un conflicto con los chilenos, Chile ha tenido continuas disputas territoriales con Perú, y Perú con Ecuador: la Guerra de 1941 (5 de julio de 1941 - 29 de enero 1942); el Conflicto de Paquisha (enero de 1981) y la llamada Guerra del Cenepa, entre enero y febrero de 1995.  
Argentina y Chile han sostenido varias pugnas sobre el canal de Beagle a partir de 1888. El 22 de diciembre de 1978, la dictadura militar argentina encabezada por el general Jorge Rafael Videla estuvo a punto de ocupar algunas islas en disputa, pero la guerra se evitó gracias a la intervención del papa Juan Pablo II.  Sin embargo, los militares argentinos estaban ansiosos por distraer a la opinión pública tras el desastroso manejo de la economía y la matanza de entre 8.900 y 30.000 presuntos guerrilleros, o simpatizantes de la guerrilla, o personas que simplemente tenían ideas “progresistas”. Según explicó el general Ibérico Saint Jean en mayo de 1977, poco después que la dictadura de Videla asumió el poder, el propósito del régimen militar era el siguiente: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes y, finalmente, mataremos a los tímidos”.  
La eliminación de esos seres perniciosos que impedían el llamado “despegue” argentino, no fue suficiente. Se requería algo mejor, por ejemplo, redimir otro territorio irredento, las islas Malvinas. Finalmente, los militares argentinos se dieron el gusto el 2 de abril de 1982, cuando sus tropas desembarcaron en las islas situadas en el Atlántico Sur.
La redención de las Malvinas se prolongó dos meses, antes que volvieran a ser irredentas. En junio de 1982, los bandos en pugna acordaron un cese de hostilidades, y los derrotados jefes militares argentinos abordaron buques ingleses tras entregar armas y bagajes. La exclusiva solicitud de esos militares fue no viajar en los barcos donde se hallaban alojados los soldados argentinos que tras sufrir toda clase de calamidades durante la ocupación de la isla, volvieron al país como parias, y debieron pelear muchos años para que reconocieran su coraje y sus penurias durante la lucha. (La única consecuencia favorable de esa aventura fue que los militares decidieron llamar a elecciones).
Aunque las Malvinas recuperaron el status anterior, ningún gobierno civil argentino ha soñado hasta el momento con una flamante redención, aunque nunca abandonó la reclamación de esas islas por vías diplomáticas. 
En estos días parece gestarse otro conflicto entre Venezuela y Guyana por un territorio que el gobierno de Caracas considera irredento: el Esequibo. No es arriesgado suponer que como en las disputas territoriales antes mencionadas, la redención del Esequibo se vincula con la política interna de algún gobierno, quizás el de Caracas. No todos los años son igualmente propicios para el rescate de un territorio irredento. Pueden pasar inclusive décadas antes que alguien se acuerde de alguno de ellos.
Durante el gobierno de Hugo Chávez (2 de febrero de 1999 – 5 de marzo de 2013), las relaciones entre Venezuela y Guyana fueron muy buenas. Inclusive el gobierno venezolano benefició al de Guyana enviando petróleo subsidiado, como parte de los acuerdos de PetroCaribe, en los cuales participan 12 países del CARICOM.  
Según el portal noticioso VenEconomy, una de las razones de Chávez para congelar la disputa con Guyana fue que “no deseaba ofender a los miembros del CARICOM, cuyo respaldo era crucial en foros internacionales tales como la OEA o las Naciones Unidas”. Chávez tampoco definió los límites marítimos de Venezuela con Guyana, “facilitando así a Guyana la concesión de contratos de exploración de petróleo en bloques en la región guyanesa, en áreas en disputa, y en áreas que claramente pertenecen a Venezuela”.
Dos factores han cambiado la ecuación. El primero, el anuncio, por parte de la empresa petrolera Exxon Mobil, del descubrimiento de “un significativo” yacimiento petrolífero frente a la costa de Guyana, en el bloque Stabroek. Según funcionarios del gobierno de Georgetown, el pozo cuenta con reservas de 1.500 millones de barriles de petróleo. Otras empresas petroleras intentan también extraer crudo del área, como CGX Energy de Canadá, Repsol de España y Anadarko de Texas.  
Ya el gobierno de la Revolución Bolivariana ha tenido sus roces con Exxon Mobil. En el 2007, la administración de Chávez nacionalizó una serie de proyectos de la compañía en el sector de los crudos pesados. Un tribunal de arbitraje dictaminó el año pasado que el estado venezolano deberá pagar a Exxon Mobil una indemnización de 1.600 millones de dólares, algo que los ejecutivos de la empresa consideran absolutamente quimérico, no por falta de voluntad de las autoridades de Caracas, sino por el exceso de deudas.  
Y eso nos traslada al segundo factor de la ecuación. La difícil situación económica de Venezuela, y las elecciones parlamentarias a celebrarse en diciembre de 2015.
El gobierno de Maduro no cuenta con la misma popularidad que su antecesor, y la situación económica no es floreciente.
Escribiendo en The Washington Post, Nick Miroff dijo que la miríada de problemas que afectan al pueblo venezolano “son tan numerosos y graves, que es difícil hacer una lista de ellos”. Las cosas no iban bien cuando el crudo venezolano se cotizaba a más de 100 dólares el barril, y son mucho peores ahora que llegó a 49 dólares el barril. “El gobierno de Maduro ha estado devorando sus reservas de divisas y hundiéndose aún más en las deudas”, señaló el periodista. La inflación anual supera el 100 por ciento, la más alta en el mundo, “y el billete de más denominación, el ´bolívar fuerte´, se cotiza ahora a 17 centavos de dólar en el mercado negro”. Ya hay “escasez de leche, de instrumentos quirúrgicos o de anticonceptivos”. Y todavía falta lo peor. “Podrían escasear los suministros de cerveza”.  
El pasado 27 de mayo, el gobierno venezolano decretó una “zona de defensa” en la franja que disputa con Guyana. El decreto cierra todo acceso al Atlántico de la nación fronteriza, e incluye, obviamente, las áreas de exploración petrolera. El gobierno guyanés protestó por la acción, y recibió el apoyo unánime del CARICOM, indicando la ingratitud de más de una docena de países del Caribe de habla inglesa con un régimen que tanto hizo para comprarlos a realazos. En fin, cría cuervos y te arrancarán los ojos.  
La cancillería venezolana ha exigido a Guyana que frene toda exploración de petróleo en la zona en disputa. Su titular, Delcy Rodríguez, acusó al gobierno de Georgetown de “exhibir una peligrosa provocación política contra la pacífica Venezuela, respaldada por el poder imperial de una trasnacional estadounidense, Exxon Mobil”,  según dijo Rodríguez.
El presidente Maduro prometió a sus compatriotas “recuperar lo que nuestros abuelos nos legaron”, pidió al secretario general de las Naciones Unidas Ban Ki-moon facilitar una nueva ronda de arbitraje internacional, prometió “una gran victoria” sobre Guyana, pero “por medios pacíficos”, y anunció la creación de la “Oficina del Rescate del Esequibo”, al mando del coronel retirado Pompeyo Torrealba. Uno de los planes de esa oficina es emitir 200.000 cédulas de identificación para los guyaneses que viven en la zona.  
Torrealba dijo que creará una campaña destinada a las familias guyanesas que viven en la selva, con el propósito de “acercarnos a ellos, conocerlos mejor, ganarlos para nuestra causa, y conquistar su amor”. La tarea tiene sus bemoles. En primer lugar, esas familias guyanesas hablan inglés, no español. Y después está el problema del papel. Los venezolanos tienen problemas para obtener papel, ya se trate del indispensable, o del usado para imprimir periódicos. Por lo tanto, la manufactura de esas cédulas será casi un milagro. Pero en épocas de grave apremio, el ser humano hace cosas increíbles. Y lo que es más importante: la disputa servirá, además, para unir a la familia venezolana.  
El columnista Miroff dijo que la división política en Venezuela es tan profunda, que el país parece seccionado en dos. Sin embargo, la disputa por el Esequibo “ha creado un inusual consenso entre los partidarios del presidente Nicolás Maduro, y aquellos que han intentado derrocarlo”. Maduro ha puesto a la oposición entre la espada y la pared, sugirió Miroff, al convertir el tema “en una prueba de patriotismo para sus enemigos”. Los enemigos de Maduro, siempre más papistas que el Papa, no han vacilado un momento en exhibir su fibra patriótica.
Afortunadamente, ese ruido de sables concluirá en diciembre de este año. Según VenEconomy, la presunta intención del gobierno de Caracas “es provocar una crisis para que los venezolanos, incluidos aquellos en la oposición, cierren filas detrás de su ´líder´ (Maduro), en la ´defensa patriótica´ de la frontera venezolana”.   
Se trata de un plausible objetivo. Y aunque Maduro ha perdido el apoyo del CARICOM, su intento de recuperar el territorio irredento, y que seguirá siendo irredento en enero de 2016, “le permitirá ganar la elección”, pronosticó VenEconomy.
Afortunadamente, cuando en un país escasea de todo, empieza a sobrar el patriotismo. No es arriesgado suponer que en pocos días más, las calles principales de las ciudades más importantes de Venezuela se cubrirán de banderas y de otros símbolos nacionales, como los ojos inquisidores del comandante supremo. La política interna será olvidada. Y el conflicto con Guyana por el Esequibo pasará a primer plano, augurando un nuevo amanecer.






miércoles, 15 de julio de 2015

Hasta que la muerte nos separe… o la crisis nos obligue a vivir como hermanos siameses


Mario Szichman


Divorcio a la italiana

No hay sociedad que se libre del romance. El ser humano es muchas veces víctima de sus pasiones, y nunca falta algún descarriado dispuesto a abandonar a su mujer, a sus hijos y un buen empleo, con el propósito de emprender una nueva vida fascinado por una dama que sólo le ofrece amor eterno. O viceversa. Pero diferentes sociedades reaccionan de disímiles maneras ante el desborde de la libido. Recuerdo una extraordinaria película, Divorcio a la italiana, donde el protagonista, interpretado por Marcello Mastroianni, trataba de librarse de su esposa enredándola con otro hombre, a fin de poder consumar, a su vez, el galanteo con una jovencita. El héroe de la historia lograba finalmente su objetivo, y su esposa cometía adulterio; pero cuando se dirigía a la vivienda donde se encontraban los pecadores para matar a su cónyuge y vengar su honor, tropezaba en el camino con la esposa del hombre que le estaba poniendo los cuernos. La ultrajada esposa portaba en la mano derecha un humeante revólver, y le gritaba al protagonista: “¡He matado a mi marido y vengado mi honor!” Y Mastroianni preguntaba desconcertado: “¿Su honor? ¿Y qué ocurre con el mío?” y se dirigía a toda velocidad a la vivienda para asesinar al restante miembro de la infiel pareja. 
Los pueblos latinos suelen ser más pródigos que los anglosajones o los escandinavos en materia de celos. El honor, el sagrado honor, puede acabar con fortunas completas, y en ocasiones destruir las posibilidades de felicidad de generaciones enteras. Es curioso verificar cómo cada sociedad enfrenta de manera peculiar sus desdichas conyugales, o su idea del matrimonio perfecto.  
La sociedad estadounidense cuenta entre sus valores más preciados con el pragmatismo. Y eso se refleja también en la búsqueda de pareja, tras un exhaustivo shopping around[i].  En las épocas prósperas, el shopping around –en este caso por un consorte– era más sencillo: un futuro marido o esposa con dos apartamentos, redituaba más que el que poseía un solo apartamento. Y un apartamento en la Quinta Avenida de Nueva York, cerca del Central Park, era mejor que un apartamento en el condado de Queens, aunque tuviera todas las comodidades necesarias. Pero la crisis económica que asoló al país a partir del 2009, con su secuela de despidos fulminantes, de ejecución de hipotecas y caída del precio de las acciones, cambió las reglas del shopping around. Muchos descubrieron que un buen seguro médico puede ser más importante que una diadema de diamantes. Como fue el caso de Brandy Brady. En febrero de 2009, la señorita Brady conoció a Ricky Huggins en un baile de carnaval en Luisiana. Para abril, luego de un corto y fulgurante noviazgo, Brandy y Ricky decidieron casarse. La señorita Brady realmente se enamoró del señor Huggins, pero al principio, tuvo sus dudas. ¿Cuáles eran sus verdaderos objetivos en la vida? ¿Tenía súbitos cambios de humor? ¿Había algún esqueleto en su pasado? Finalmente, la señorita Brady, de 38 años de edad, decidió que había mucho que admirar en el señor Huggins, de 41 años, un hombre confiable y bondadoso, con un empleo estable como plomero, una vivienda de dos dormitorios y “por encima de todo, un fabuloso seguro médico”, según dijo a The New York Times. Ocurre que Brady había recibido un trasplante de riñón y sin el seguro médico no estaría en condiciones de pagar los catastróficos gastos de asistencia.  
“En un país donde el seguro médico está fuera del alcance de muchos”, dijo el diario “No es raro que parejas se casen, o inclusive que se divorcien, al menos en parte para que uno de los cónyuges pueda obtener o mantener su cobertura de salud”. (The New York Times, 13 de agosto de 2008).  
En una encuesta hecha en el primer trimestre de 2008 por The Kaiser Family Foundation, que realiza investigaciones sobre pautas de salud pública, un 7% de los entrevistados dijeron que alguien en su familia se había casado con el propósito de lograr un seguro médico. La fundación reconoció que algunos estadounidenses “están adoptando grandes decisiones” pensando exclusivamente en los gastos de salud. 
                Por su parte Stephen L. J. Hoffman, encargado de oficiar bodas en una capilla de Covington, Kentucky, dijo al periódico que alrededor de un 10% de las parejas que llevaba al palio nupcial mencionaban el seguro de salud como la razón más importante para casarse. “Ellos vienen y dicen, ‘al fin y al cabo pensábamos casarnos, pero ahora mismo lo que realmente necesitamos es el seguro médico´”, dijo Hoffman.

SEPARADOS PERO JUNTOS

La necesidad de contar con seguro médico también puede obligar a cónyuges que realmente se aman a optar por el divorcio con el propósito de conseguir que uno de ellos obtenga un seguro asequible. Ese fue el caso de Michelle y Marion Moulton. La pareja, en la cuarentena, vive cerca de Seattle, en el estado de Washington, y tiene dos hijos. La señora Moulton sufría un grave problema hepático. Intentó ingresar en una lista de trasplantes para obtener un hígado en buenas condiciones, pero los costos eran muy altos. El señor Moulton poseía un seguro médico para cubrir catástrofes. Pero las primas y otros desembolsos impredecibles dejaron a la familia con una deuda de 50.000 dólares. Luego de hacer una pesquisa para ver cómo podía lidiar con los costos del trasplante, la señora Moulton descubrió que el estado de Washington, donde reside, tenía un programa para pacientes de alto riesgo. Eso incluía subsidios destinados a personas de bajos ingresos. Como las entradas del señor Moulton eran relativamente altas, la única manera de que la señora Moulton recibiese el subsidio era obtener el divorcio; de esa manera bajarían drásticamente sus ingresos. El señor Moulton se negó a la propuesta, pues amaba mucho a su esposa. Finalmente, la salvación provino del padre del señor Moulton, quien ofreció ayuda financiera para que su nuera pudiera recibir un trasplante sin necesidad de divorciarse. “Tú sabes que yo no acepto caridad de nadie”, dijo el señor Moulton a su esposa, “pero no pienso divorciarme de ti, y tampoco voy a dejar que mueras”. La señora Moulton señaló por su parte: “A nadie se le puede obligar a tomar ese tipo de decisiones. ¿Qué ha ocurrido con nuestro país? No recuerdo haber crecido en circunstancias parecidas”. Después de todo, tal vez el romanticismo no se ha perdido. Pero, ¿cómo lograr que el amor sobreviva a las crisis económicas?

NO HAY MAL
QUE POR BIEN NO VENGA

Las borrascas causadas por dificultades presupuestarias han traído al menos un beneficio: el rescate de muchas familias norteamericanas. Durante bastante tiempo, parecía que la familia estadounidense de clase media estaba integrada por tres adultos: dos cónyuges y un abogado especialista en divorcios. La idea de que una pareja tenía que permanecer cohabitando en un hogar hasta ser separada por la muerte, parecía ajena al temperamento de muchos habitantes de las grandes ciudades norteamericanas. La mágica facilidad con que pueden adquirirse objetos gracias a una tarjeta de plástico, y las pesadas cargas para financiar el nacimiento de vástagos, sus estudios, sus bodas y sus enfermedades, facilitan el endeudamiento. ¿Cómo disfrutar de una paternidad o de una maternidad sin sobresaltos, cuando los hijos son voraces devoradores de dinero, especialmente en la época de su ingreso a la universidad? (En Estados Unidos, la educación pública, laica y gratuita es para los pobres. Si alguien desea sobresalir en su carrera profesional, debe estudiar en una universidad prestigiosa -sinónimo de cara– pagando matrículas que pueden acabar con los ahorros de décadas). De allí que el dinero se transforme en una obsesión que consume todas las horas del día. Y esa obsesión contribuye a la crisis de la institución matrimonial.  
Cuando se acumulan las deudas, se atesoran los reproches entre los miembros de la pareja cunde el recelo de que ambos bueyes no están arrastrando las cargas de manera equitativa. De allí a las sospechas infundadas y luego fundadas hay un corto trecho. Finalmente el matrimonio naufraga, y los ahorros de los cónyuges enfrentados se dilapidan en un juicio de divorcio.  
Aunque muchas bodas se inician con un prenuptial agreement, un acuerdo previo a la ceremonia cuyo propósito es dividir tanto las propiedades como los hijos y los bonos del tesoro en caso de incompatibilidad emocional –pero nunca las mascotas, que son sagradas– esos acuerdos se convierten en papel mojado apenas se materializa un astuto abogado cuyo propósito es hacer que su representado se quede con la parte del león.  
Afortunadamente, como señala el proverbio, Every cloud has a silver lining. (Literalmente: Cada nube tiene un ribete de plata. En nuestros países solemos decir: No hay mal que por bien no venga). Y las borrascas de la crisis económica han traído al menos un beneficio: el rescate de bastantes familias norteamericanas. Parejas divorciadas, unidas por la cadera a la mitad de una casa o de un apartamento, han decidido seguir viviendo juntas hasta poder vender sus propiedades. Hijos pródigos han retornado al hogar, pues la crisis impide vivir de manera independiente, y muchos yernos invitan a sus suegras a compartir su felicidad bajo la misma mansión, como en el caso del presidente Barack Obama.  
Algunas personas consideran que si bien la vida conyugal puede ser muy desagradable cuando ha cesado el amor, la estrechez económica es todavía peor. Kent Peterson, un mediador en divorcios de Wayzata, Minnesotta, contó a The Associated Press que una joven pareja de Minneapolis estaba haciendo todos los trámites para divorciarse hasta que ambos descubrieron los altos costos financieros de su separación. Como resultado, los miembros de la pareja decidieron salvar el matrimonio, “porque el panorama financiero había cambiado”, explicó Peterson. Una investigación de la AP determinó que tras la recesión en Estados Unidos y el colapso del mercado de la vivienda, cada vez más parejas que se han separado o divorciado continúan compartiendo el mismo hogar.   
Obviamente, la vida de esas personas no es precisamente un lecho de rosas. Si bien se abstienen de instalar alambradas de púas en las habitaciones que ocupan, hay toda clase de rencillas que no terminan en homicidios debido al elevado costo de un abogado experto en asuntos penales.  
Nancy Partridge se casó con David Snyder y luego de un tiempo prudencial decidió que no quería vivir nunca más con él. Y pidió el divorcio. Cuando ya Partridge había comenzado a firmar papeles, vino el derrumbe del mercado hipotecario en Estados Unidos, por lo tanto, los planes de divorcio fueron cancelados. “Solíamos tener tremendas discusiones sobre quién podía usar el garaje para estacionar su vehículo, pero, en la actualidad, hemos ingresado en una especie de rutina”, dijo Partridge a la AP. “Es el menor de dos males. Creo que sería peor la tensión causada por la ejecución de nuestra hipoteca”.  
Los norteamericanos ya han pasado antes por esos trances. El sociólogo Andrew J. Cherlin dijo que durante la Gran Depresión de la década de los treinta, se redujo la tasa de divorcio en Estados Unidos. Para 1932, cuando casi una cuarta parte de la fuerza laboral estaba desempleada, la tasa de divorcios había declinado en alrededor del 25% en relación a 1929. Eso no significaba que las personas se sintiesen súbitamente felices con sus matrimonios. Lo que ocurría era que “con ingresos en caída libre y empleos inseguros”, muchas parejas desdichadas no podían permitirse un divorcio. Ya para 1940, “la tasa de divorcio era más alta que antes de la Depresión”, dijo Cherlin. La Gran Depresión destruyó la vida de muchas parejas casadas, “pero pasaron años antes que pudiesen (gastar) en los trámites de divorcio”.
Esa misma crisis ha creado la institución de los boomerangers, los modernos hijos pródigos. Se estima que hay unos 18 millones de norteamericanos, entre los 18 y los 35 años de edad, que tras graduarse en la universidad, u obtener un empleo para iniciar una vida independiente, descubrieron que pagar las deudas causadas por sus matrículas de estudio, o los alquileres de apartamento, acababan con sus ahorros. Por lo tanto, decidieron retornar a sus hogares y darles una nueva oportunidad a sus padres. En su libro Boomerang Nation (Touchstone Fireside), Elina Furman explicó los beneficios y los tropiezos que encuentran esos jóvenes para retornar a la minoría de edad. Los beneficios son nutridos: no hay que limpiar el apartamento o lavar la ropa, porque para eso está la madre; la comida, si bien no siempre resulta suculenta, al menos es sana; se elude el peligro de envenenamiento en algún restaurante de comida al paso, y, lo más importante, se atesora dinero.   
En cuanto a los inconvenientes, son los habituales. La ingestión de estupefacientes está mal vista, las relaciones sexuales se hallan absolutamente prohibidas, y los vecinos siguen tratando al adolescente que salió del cascarón como si fuera el mismo niño pernicioso que ponía su aparato de estéreo para que coincidiera en su tonalidad con la sirena de los bomberos. Por cierto, algunos de esos boomerangers, después de un tiempo, se acostumbran a esa situación, y ya se está hablando de una tercera generación: los boomerangers que se casan y se van a vivir con sus padres. A poco de andar, los norteamericanos descubrirán los beneficios de la vida tribal. Es un nuevo amanecer en América.
(Parte de este trabajo corresponde al libro “El imperio insaciable”, publicado por Ediciones Puntocero, de Caracas, en el 2010).




[i] La expresión alude al hábito de ir de negocio en negocio buscando las mejores ofertas en materia de precios.

domingo, 12 de julio de 2015

Modos del populismo en la primera presidencia de Perón: gigantismo y bomba atómica


Mario Szichman



Escribí mi trilogía del Mar Dulce en Caracas: Crónica Falsa (1969) que devino La verdadera crónica falsa en 1972; Los judíos del Mar Dulce (1971, reedición a cargo de la profesora Carmen Virginia Carrillo, en 2013), y A las 20: 25 la señora pasó a la inmortalidad (1981, reedición de la profesora Carmen Virginia Carrillo, en 2012).  
Las novelas tenían como protagonista a una familia judía, los Pechof, que había llegado a Buenos Aires a comienzos de la década del treinta, huyendo de la mala situación económica y los constantes pogroms, tanto en Polonia como en otras zonas del este de Europa. El trasfondo de la trilogía era el primer gobierno de Juan Perón, que aprovechó la bonanza económica para alterar el mapa político del país. Argentina, el país de las vacas y del trigo, aprovisionó generosamente a muchos países que emergían de la devastación causada por la segunda guerra mundial, pero sus autoridades no eran tíos regalones como el fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez Frías, y lograron llenar las arcas del Banco Central con las ventas de sus productos agropecuarios a gobiernos que habían quedado en la lona.  


La bonanza se prolongó cerca de una década, y fue seguida por inflación, planes de austeridad, gobiernos militares, gobiernos civiles que llegaron al poder gracias a la proscripción del peronismo, el retorno de Perón al poder, su fallecimiento, la asunción del mando de su viuda, Isabel Martínez de Perón, el golpe militar de marzo de 1976, rebautizado El Proceso, como la novela de Kafka, la ocupación de las islas Malvinas por las fuerzas armadas de Argentina en abril de 1982, el desalojo de esas fuerzas por los británicos algunos meses más tarde, la convocatoria a elecciones, y nuevos acontecimientos auspiciados por la democracia, aunque no la prosperidad económica.

EL RECICLAJE

Si menciono a Caracas como la ciudad desde la cual pude concretar la trilogía del Mar Dulce es porque en ocasiones, aunque no siempre, narrar un país desde otro lugar contribuye a trastornar las perspectivas de un cronista, le ofrece cierta distancia, depurar sus experiencias, pero, aún más importante, acalla un coro de múltiples voces y permite desbrozar la paja del trigo.  
En la década del setenta un intelectual norteamericano descolló en sus análisis de lo que estaba ocurriendo en Vietnam tras la intervención de los gobiernos de John F. Kennedy y Lyndon Johnson. Lo más interesante era que ese analista nunca había visitado Vietnam. Un amigo le aconsejó que viajara a esa nación del sureste asiático, para afinar sus puntos de vista. El ensayista aceptó el consejo, visitó Vietnam, y según confesó luego, a partir de ese momento ya no sabía ni cómo se llamaba.  El exceso de información le impedía distinguir los árboles del bosque.
En el intervalo entre una y otra novela de la familia judía de los Pechof, visité la Argentina, y en una ocasión permanecí en Buenos Aires durante cuatro años. Fue un lapso donde me resultó imposible digerir mis experiencias. Recién cuando regresé a Caracas en 1975, pude revisar los resultados de mi estadía.  Demoré otros cinco años en concluir la tercera parte de la trilogía con la novela A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad. A veces, el exceso de información es peor que su escasez.

LA IMAGINACIÓN AGROMEGÁLICA

Perón urdió la idea de la Argentina Potencia. Por alguna razón, todos los autócratas necesitan apelar a un Viagra político. Además, favoreció un culto a la personalidad que tuvo como ejes centrales su figura, y la de su esposa, Eva Duarte de Perón. El temperamento de Perón era cautivante, y sus discursos bien articulados. Un amigo mío fotógrafo, que trabajó para algunos estudios cinematográficos de la década del cuarenta, como Argentina Sono Film, me contó que en cierta ocasión Perón, ya en esa época secretario de Trabajo y Previsión, fue al estudio a buscar a una amiga, la entonces María Eva Duarte, una actriz joven que empezaba a adquirir fama en el cine nacional. Mientras preparaban una escena para filmar, Perón observó que un electricista se había subido a una escalera e intentaba instalar un foco de alto voltaje. De inmediato Perón se dirigió a la escalera y la aferró con ambas manos, para que el electricista trabajara sin riesgos. El fotógrafo, un antiperonista convencido, debió reconocer que Perón era un personaje muy especial, con gran calidez humana. “No creo que lo hiciera para complacer a la galería”, me dijo. “Así era Perón, aún entre bastidores”.  
Por supuesto, ese era uno de los numerosos rostros de Perón. Había otro, más explícito: necesitaba rodearse de obsecuentes, el rasgo que más lo acerca al fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez Frías. Es imposible averiguar si las motivaciones eran similares. Es obvio que Chávez necesitaba que lo quisieran y le acariciaran la cabeza. La manera en que subsidió la economía de otros países muestra a un hombre desesperado por conquistar cariño a punta de realazos. El gobierno de Perón nunca le regaló nada a nadie. La Argentina, el país de las vacas y del trigo, aprovisionó generosamente a muchos países que emergían de la devastación causada por la segunda guerra mundial, pero sus autoridades no eran tíos regalones y lograron llenar las arcas del Banco Central vendiendo productos agropecuarios a gobiernos que habían quedado en la lona, a veces al riguroso contado.
Mi conjetura es que Chávez necesitaba obsecuentes tanto por razones políticas como sentimentales. Perón, en cambio, por razones estrictamente políticas. Muchos de los obsecuentes de Chávez eran sus panas. Todos los obsecuentes de Perón eran seres a los que despreciaba. Basta ver el caso de Héctor Cámpora, quien fue presidente de la Cámara de Diputados durante su primer gobierno, y presidente de la Argentina durante 49 días, en 1973. Dicen que en cierta ocasión Eva Perón le preguntó a Cámpora la hora, y el funcionario le respondió: “La hora que usted ordene, señora”. (Al menos una ocasión, tanto Perón como Chávez recompensaron la docilidad. Lo demuestra el efímero ascenso al poder de Cámpora, y del actual presidente de Venezuela, Nicolás Maduro).

EL PAÍS DIVIDIDO

Hace un año, la revista The Economist publicó un interesante trabajo: “The Tragedy of Argentina, A century of decline.” (La tragedia de Argentina, un siglo de decadencia). Antes de mencionar la decadencia argentina se hacía alusión en el artículo a esa angustia cotidiana que padece la clase media para cambiar pesos por dólares. Ahora existen “cuevas” donde se canjean pesos fuertes por dólares débiles. Por alguna razón, la compraventa se orienta siempre hacia los dólares débiles.
La esquizofrenia de vivir en pesos y soñar en dólares no es de ahora. Al menos, en mi infancia ya se hablaba de la necesidad de comprar dólares, u oro, o propiedades, o neveras, cualquier cosa que ayudara a enfrentar el tóxico avance de la inflación. Lo mismo está ocurriendo ahora en Venezuela.   
Por cierto, una vez que una enfermedad mental se afinca en la economía, va extendiendo sus tentáculos en todas direcciones. Por ejemplo, en la idea que el ciudadano tiene de su país. Existe la Argentina que llegó rica al centenario de su independencia, y la Argentina hundida en la crisis económica permanente que ha saludado su bicentenario. El ensayo de The Economist ofrece buenas cifras para comparar. En 1908 fue inaugurado el Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los grandes centros de la música clásica universal. Muchos lo comparan con la Scala de Milán, o la Ópera de París. En 1915, fue finalizada la construcción de la estación ferroviaria de Retiro, también, un monumento arquitectónico en su momento.
A comienzos del siglo veinte, Argentina era uno de los diez países más ricos del mundo. Se cotejaba con Gran Bretaña, Australia, Estados Unidos, y tenía mejor situación económica que Francia, Alemania e Italia.   
En los 43 años previos a la primera guerra mundial, el Producto Interno Bruto de Argentina subió a una tasa anual del seis por ciento. Cientos de miles de inmigrantes llegaron a la tierra prometida. En 1914, la mitad de la población de Buenos Aires había nacido en Europa. Y luego, a partir de 1930, los salvadores de la patria empezaron a prodigar sus golpes de estado.
Perón trazó entre 1946 y 1955 los cimientos de la Argentina moderna, y sentó al mismo tiempo las bases de su decadencia. Tal vez no fue el principal responsable de su declinación. Ya en 1910, al cumplirse el primer aniversario de la Revolución de Mayo, el político francés George Clemenceau enunció que la Argentina era tan rica que ningún gobierno, por más ladrón que fuera, podía destruirla. Sin embargo, la Nueva Argentina de Perón terminó en lo que es hoy, un país desbalanceado, desestructurado, donde al comienzo de cada década se vislumbra un horizonte de grandeza, y en el sprint final, empiezan a recogerse los platos rotos. En las elecciones de 1989, por primera vez en más de 60 años, un presidente civil pudo transferir el poder a otro presidente electo.   
Y tras la dictadura más feroz que se padeció en América Latina, donde entre 9.000 y 30.000 personas desaparecieron de la faz de la tierra, surgieron gobiernos civiles, pero el fiel de la balanza se inclinó hacia el populismo peronista, luego de algunos desastrosos gobiernos liderados por el partido Radical. Desde comienzos de este siglo gobiernan los peronistas, aunque la hegemonía corresponde a la pareja de Néstor Kirchner y su esposa Cristina Fernández.   
En ese lapso, tras algunos años de vacas gordas –favorecidos por el hecho de que parte de los ahorros de los argentinos fueron enclaustrados en el secuestro de fondos bancarios denominado “el corralito”– cambió el viento, se agudizaron los problemas económicos y la Argentina incurrió en otro default técnico en el 2014, tras sufrir un default de verdad a comienzos de 2002.
¿Cuánto más se puede narrar desde un país cuando ya no se vive en él? En realidad, buena parte de la literatura consta de novelas escritas por seres que nunca vivieron en los lugares que describen, ya sea por los años en que transcurren esos relatos, o por su geografía. Sin llegar a los extremos de Edgar Rice Burroughs, o de Ray Bradbury, que escribieron sobre Marte sin haberlo visitado, o de Jonathan Swift, que gracias a Los viajes de Gulliver nos permitió recorrer comarcas inexistentes, el territorio de la narrativa tiene muy poco que ver con la realidad. Y a medida que pasan los años, y se decantan experiencias, inclusive los relatos se van despegando de su tierra nutricia, se hacen progresivamente estilizados, el interés altera su enfoque.  
Me ocurrió justamente con la segunda versión de Los judíos del Mar Dulce,  separada de la primera versión por una distancia de cuatro décadas, y por la cercanía virtual de su editora, la profesora Carrillo. Empecé a sentir una gran aversión por la primera versión. En la copia original quise contar demasiadas cosas. El lector quedó abrumado con tantos personajes, y tantas situaciones entreveradas. La profesora Carrillo no solo consiguió recuperar la trama, y quitarle el desorden y la profusión, sino que me permitió visualizar un esqueleto, aquello que resultaba esencial.  
A lo largo de los años, he desechado varios caminos narrativos, pero hay uno que me resulta primordial: la sátira, ya se trate del Cándido de Voltaire, o de El tambor de hojalata, de Günter Grass, o de El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, o de Catch-22 de Joseph Heller.

La sátira permite crear héroes de seres cotidianos, y al mismo tiempo, lanza devastadores dardos contra el poder. Cuando mi editora me descubrió la verdadera trama de Los judíos del Mar Dulce, todo cambió para mejor. La nueva tesis de la novela era ésta: en la década de 1945 a 1955, la Argentina vivió en la isla de la fantasía. Contaba con muchos datos para demostrarlo, como el monumentalismo, o la intención de usar la energía atómica (obviamente con fines pacíficos).  
Los ideólogos del peronismo consideraban que la pujanza del gobierno debía reflejarse en su arquitectura. Ramón Asís, un ingeniero civil que era considerado en círculos locales como más grande que Frank Lloyd Wright, propuso una arquitectura simbólica justicialista, repleta de esculturas funcionales, donde cada parte anatómica de un edificio, desde la coronilla hasta los pies, debía cumplir una función útil, aunque nunca se dijo si también se exhibirían las partes procreativas, o serían cubiertas con una hoja de parra. Y después, estaba la cautivante figura del profesor austríaco Ronald Richter, quien fue contratado por el gobierno de Perón para intentar reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica. La intención, al menos manifiesta, de Perón no era usar la fusión nuclear para fabricar bombas atómicas. No, según explicaron sus seguidores, deseaba utilizar la energía que acabó con Hiroshima y Nagasaki, en reemplazo de la electricidad. Su método de distribución era muy interesante: en recipientes similares a las botellas de leche de medio litro y un litro.  
Intentar explicar la Argentina de los últimos 80 años, sus increíbles cimbronazos, es bastante difícil. Cada ensayista ofrece distintas razones para su retroceso. Y todos tienen motivos suficientes para justificarlo. Algunos son más dramáticos que otros, predomina el ceño fruncido. Pero la solemnidad es mala consejera, convoca al pesimismo, trae malos augurios, y por alguna razón, solo los malos augurios se cumplen. Como en el célebre cuento de Gabriel García Márquez, basta que alguien presagie alguna catástrofe en un pueblo para que el vaticinio sobrevenga antes de concluir el día.  
A la hora de elegir, es infinitamente superior la fantasía. Siempre me fascinó esa combinación de grandes proyectos y de palpables resultados propuestos durante la primera presidencia de Perón. No puedo imaginar en la vida real esa Argentina de la arquitectura simbólica justicialista o de la energía atómica literalmente embotellada. Pero sí en los comics donde aparecían Superman, y el capitán Maravillas, y Batman, y El Aguijón.  
Creo que esa fue la única época que permitió a los argentinos vivir en el realismo mágico, en la ilusión y en la potencia. Luego, el sueño se canceló. Ahora vemos los resultados. Y no es para alegrarse.