miércoles, 11 de abril de 2018

Los delirios de la retórica


Mario Szichman


 "Quiero desgranar los pétalos del florilegio engarzado
por la clarividente y distinguida concepción de este
gran bardo Pepe Radilla, gloria inmarcesible
de las letras contemporáneas, y refulgente
sol de nuestro estado".

De la película Subida al cielo, dirigida por Luis Buñuel


Winston Churchill

Hace algunos años, cuando José Luis Rodríguez Zapatero era presidente del gobierno español, el periódico El País de Madrid le hizo una entrevista. No poseo esa edición, pero estoy seguro de que la entrevista ocupaba numerosas páginas del matutino. Dudo que las declaraciones del señor Rodríguez Zapatero merezcan ocupar varias páginas de un periódico. Dudo que algún político, por más importante que sea, deba fastidiar la atención de los lectores con sus morosas elucubraciones.
Winston Churchill necesitó apenas algunas palabras para explicar al pueblo, en los comienzos de la segunda guerra mundial, que Gran Bretaña estaba al borde del abismo, y que el abismo la estaba contemplando.
El 13 de mayo de 1940, en la Cámara de los Comunes del parlamento del Reino Unido, Churchill les explicó a los ingleses que solo podía prometerles blood, toil, tears and sweat, sangre, trabajo duro, lágrimas y sudor, a fin de enfrentar a las potencias del Eje. ¿Necesitaban los ingleses más información para averiguar qué les esperaba?
En nuestro continente, es imposible encontrar un político que sea conciso y explique de manera didáctica qué se propone hacer.
¿Qué ha hecho del español el idioma de la densidad y de la prosa interminable? ¿Por qué nuestros políticos y profesores no cesan nunca de procrear palabras? ¿Por qué esas peroratas interminables? ¿Es que para gobernar y doblegarnos resulta necesario matarnos de aburrimiento?
¿Existe algo en el español que convoca al rebuscamiento, al perifraseo, la declamación, la elocuencia y la retórica? ¿Por qué el idioma contamina inclusive a políticos que en otras instancias mostraron gran sabiduría política?
Y la epidemia es contagiosa. No solo Juan Perón, Fidel Castro y Hugo Chávez Frías abrumaron a sus resignados oyentes con prolongados discursos donde nada humano les era ajeno. El contagio se ha generalizado. Diputados, gobernadores, alcaldes, a lo largo y lo ancho de nuestra geografía, necesitan matar a sus oyentes por cansancio. ¿Y por qué? ¿Puede acaso la palabra convencer y doblegar los hechos? ¿En qué mundo habitan?

LA PRUDENCIA DE TODA MATANZA

Es fácil memorizar el discurso de Gettysburgh pronunciado por el 19 de noviembre de 1863 en uno de los campos más ensangrentados por la guerra civil.
En la versión que poseo, alcanza exactamente a 246 palabras. Y de esas palabras, dudo que una sola sea redundante. Allí Lincoln indicó que “los muertos no habían muerto en vano”, y que la tarea de los sobrevivientes era demostrar que “el gobierno del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo, no debe desaparecer de esta tierra”.
En un lapso inferior a los tres minutos, Lincoln trazó el ideal de los padres fundadores, y delineó las tareas que correspondían al gobierno de Washington para no traicionar ese legado.
Lincoln comenzaba el discurso con esta sentencia:  “Hace 87 años, nuestros padres fundaron en este continente una nueva nación, concebida en libertad y consagrada al principio de que todos los hombres han sido creados iguales”.
¿Imagina el lector a alguno de nuestros presidentes, rectores o caudillos explicando en tres minutos el compromiso de los padres fundadores y de su misión? Lo dudo.
Si el líder tiene que mencionar el lapso acometido a partir de la independencia, no se limitará a resumirlo en la cantidad de años transcurridos. No, cada año merecerá al menos diez minutos de exposición. Cada una de las batallas –siempre ganadas, pues en nuestro continente todos los generales son invictos, y si resultan derrotados, son vencedores morales– se llevará al menos otros treinta minutos.
¿Es que la amplitud de la elocuencia va en dirección inversa a la insignificancia de lo proclamado? ¿Es que sólo un campo de batalla circundado de fosas comunes permite a un líder ser frugal?
¿Por qué un discurso de tres horas para inaugurar un acueducto? ¿Por qué una arenga de ocho horas para denunciar el imperialismo, cuando Yanquis, Go Home, se articula en menos de diez segundos? ¿Por qué transmitir en cadena velatorios políticos seguidos de interminables discursos?
El gran escritor polaco Witold Gombrowicz calificaba esas monsergas, y perdone el lector la crudeza, de “cometer estupro por las orejas”.
¿Ignoran los líderes que quienes los escuchan están concentrados en un anfiteatro simplemente por obligación, aunque la tentación de todos ellos es huir en estampida, y algunos de ellos solo desean irrumpir en los lavatorios a fin de resolver sus humildes necesidades?
Nuestros discursos políticos se han convertido en un sucedáneo de la tortura (aunque ambas prácticas suelen coexistir en perfecta armonía).
Y lo más grave es que quien paladea esas variaciones del suplicio nunca se pone en el lugar de la víctima. ¿Acaso alguno de esos retóricos ha aceptado con humildad sentarse en la audiencia mientras uno de sus clones le propina una alocución inacabable?
En cierta ocasión, un periodista amigo me preguntó si podrá sobrevivir el español en Estados Unidos. Es obvio que sobrevivirá, pues hay varios millones de hispanos que lo hablan.
Y por supuesto que también sobrevivirá en América Latina, en el mundo entero, y especialmente en el espacio cibernético, donde hay extensión suficiente para alojar todos los discursos de nuestros salvadores.
Sí, por supuesto que el español sobrevivirá. Pero no será el español de Baltasar Gracián (“Lo bueno si breve, dos veces bueno”) sino el de los émulos de Rodríguez Zapatero o de Hugo Chávez. Y lamentablemente, no lo hará por sus mejores virtudes, sino por sus peores defectos.

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